En la aldea
25 abril 2024

Apología del Silencio

El silencio nos conduce al enfrentamiento de nosotros mismos, se impone y nos obliga a escucharnos. Un pueblo escandaloso o sumido en el ruido no puede reflexionar sobre sí mismo, necesita del ejercicio de la moderación. Sin silencio no se puede pensar. Es preciso callar lo de afuera para escuchar lo de adentro. A veces callar es un modo de protesta.

Lee y comparte
María Ramírez Delgado | 14 noviembre 2019

Escribir sobre el silencio es en sí una contradicción pues, como dice la adivinanza, cuando lo mencionamos desaparece.

El silencio es una vivencia y nos sumimos en él como quien se hunde en la profundidad del mar. Como experiencia que ocurre a partir de la ausencia del sonido implica hacerse consciente de ese abandono, de la misma forma en la somos conscientes de que la oscuridad es la falta de luz y penetramos en la noche. Así, establecemos una frontera.

Solemos reconocerlo como muestra de veneración y respeto. Permanecemos callados en un lugar sagrado o frente a la muerte. Es señal de disciplina y con frecuencia de secreto. Todas las religiones, desde el culto a Osiris en Egipto hasta el cristianismo, lo han recomendado para facilitar la unión de la divinidad con lo humano. Parece que tanto Dios como Buda habitan en el silencio. Sócrates solía quedarse en un mutismo místico cuando se comunicaba con su δαίμων (Daimón). En la Edad Media el silencio era señal de virtud y cautela, por eso algunas órdenes religiosas como los trapenses y los cartujos lo profesan.

A veces callar es un modo de protesta. Recordemos como Galileo se silenció ante la Inquisición. En 2013 los turcos protestaron tomando las calles y permaneciendo durante horas de pie, sin decir palabra alguna. En Caracas, en 2017, se realizó la Marcha del Silencio para honrar a las personas fallecidas durante las protestas, y fue el primer evento político de la oposición que pudo llegar hasta el municipio Libertador tras años de intentos infructuosos. Esos silencios han servido para revelar una realidad tan terrible para la que no hay lenguaje, nos recuerdan que hay gritos que no pueden ser silenciados.

“A veces callar es un modo de protesta”

Todo silencio tiene un precio y una boca cerrada es un acto de responsabilidad. Ante una injusticia nos hace cómplices. Si la injusticia es contra nosotros romper el silencio es una obligación, pero implica valentía. Reclama, pero también acepta y por eso puede ser malinterpretado o puede inculpar.

Se vuelve peligroso y criminal cuando es impuesto porque niega la existencia del otro al ignorar su voz, doloroso cuando lo imponemos en una orden: -¡Cállate! O como evidencia de rechazo: -Ya no me hablo con esa persona.

Hablamos de lo que nos interesa, de aquellas cosas que nos importan y preferimos renunciar al lenguaje cuando no hay nada que decir o cuando hablar significa dar de nuevo entrada a un asunto que creíamos cerrado, como dice Wittgenstein: “De lo que no puede hablar, hay que callar la boca”.

En ocasiones es difícil encontrar el silencio incluso en la propia casa, porque más allá de los ruidos comunes de una ciudad, nuestra cotidianidad está acompañada por eso que llaman: “Contaminación acústica”. Música, la voz de alguien que grita en la calle, el rumor de las máquinas y las cañerías, ladridos, aullidos, conversaciones, martilleos, taladros. Una sinfonía errática e inclasificable que alimenta nuestra vida. Un pueblo escandaloso o sumido en el ruido no puede reflexionar sobre sí mismo, necesita del ejercicio de la moderación. Sin silencio no se puede pensar. Es preciso callar lo de afuera para escuchar lo de adentro.

La música es el orden del sonido. John Cage compuso la obra de tres movimientos 4’33» en 1952, pieza cuya partitura se reduce a Tacet y que consiste en tres intervalos en los que el intérprete se abstiene de tocar el instrumento. Aun cuando ocurren otros ruidos en la sala, la música le ha sido negada a los espectadores, quienes con frecuencia no saben cómo reaccionar ante la sosegada presencia de un intérprete que custodia el tiempo. Al ser privado de lo que lógicamente debería ocurrir, la mente es abordada por el suspenso, y aunque pudiéramos sentir que es una tontería la propuesta de Cage, ésta nos obliga a enfrentarnos al silencio de aquello que esperamos ocurra. En sintonía con Nietzsche la obra parece decirnos que del silencio se aprende.

“Sin silencio no se puede pensar. Es preciso callar lo de afuera para escuchar lo de adentro”

Algunos estudiosos han afirmado que el silencio no existe y que los seres humanos que tenemos la capacidad de oír no podemos resistir ni una hora sumidos en un silencio absoluto; como lo han demostrado los experimentos realizados en la cámara anecoica en los Laboratorios Orfierd en Minnesota, donde los individuos expuestos no soportaron 45 minutos de su propio sonido. Tal vez guardar y soportar el silencio habla de nuestra posición ante el  mundo.

Pero, ¿por qué el silencio nos resulta tan impertinente? Es probable que nos recuerde un poco a la muerte. La ausencia de ciertos sonidos, como los latidos del corazón o la respiración, son señales de muerte. Son semejantes a una cuna vacía, unos zapatos abandonados sin dueño, unos amigos que ya no se hablan o una casa silente, y todo eso nos obliga a repensar nuestro mundo para volver a poblarlo. 

O tal vez, como dijimos, no hay silencio, y sólo hay temor a escuchar lo que no deseamos oír, temor a encontrarnos forzados a pensar, a poblar ese mundo de ideas nuestras y no de opiniones robadas a otros.

El silencio nos conduce al enfrentamiento de nosotros mismos, se impone y nos obliga a escucharnos. Como a los espectadores de la obra de Cage, nos obliga a reaccionar ante lo inadvertido, a devorar únicamente la propia voz, pero no siempre esta voz dice lo que deseamos o esperamos oír, más bien pone en evidencia nuestras propias contradicciones, nuestra ceguera.

*Licenciada en Filosofía y poeta.

Profesora de la Universidad Simón Bolívar y de la Universidad Monteávila.

Lee y comparte
La opinión emitida en este espacio refleja únicamente la de su autor y no compromete la línea editorial de La Gran Aldea.
Más de Opinión