-¿Y usted de dónde viene?, preguntó el taxista que me conducía del aeropuerto El Dorado, en Bogotá, hasta el hotel.
-De Caracas, respondí.
-Todo está muy mal allá, ¿no?
-Sí. Terrible.
-¿Se viene a quedar acá?
-No. Sólo vengo por una visa.
-¿Entonces se va para vivir pa’ los Estados Unidos?
-No. Sólo voy un mes.
Me miró como quien intenta resolver un rompecabezas de esos que traen más de 2 mil piezas. Continuamos hablando. Le explicaba mi situación y porqué seguía viviendo en Venezuela.
Al llegar al hotel, uno de los empleados reconoció mi acento y se me acercó: «Yo soy de Barquisimeto». Le dije que esa ciudad me encantaba. Respondió que había vivido unos meses en Perú antes de llegar a Colombia y regresó a Venezuela por unos días en marzo. Pero no pensaba volver otra vez. Lo que encontró era insoportable para él.
«Tienes razón. No regreses. El país que dejaste no es el mismo. Un país distinto cada día», sentencié para cerrar la conversación. Pero él insistía. Sentí que buscaba en mí una justificación a su decisión de huir del desastre.
Le conté nuevamente la historia de mi viaje. “¡Pero si vas a Washington ¡quédate de una vez allá!”, me interrumpió. Le sonreí e hice silencio. No quería dar más explicaciones.
Otro taxi. Otra vez la misma historia. En el siguiente, opté por dejar de hablar para ocultar mi nacionalidad. En medio del insoportable tráfico bogotano pensé que si el conductor me hacía alguna pregunta contestaría con un acento de la costa colombiana. No quería tener que rendir cuentas por vivir en Venezuela. En la Venezuela de Maduro. En la de la extorsión y la distorsión. En la del hambre. Vivo en esa Venezuela y no tengo ninguna respuesta épica ni heroica para justificar mi decisión. Sencillamente es eso: Mi decisión.
Pero era inevitable que desconocidos y afectos hicieran la misma pregunta. Y al dar una vuelta por una de las zonas más vibrantes de Bogotá me di cuenta de que no podían entenderme. No encuentran en mí el país que ven a diario en sus propias calles. Ven a Arturo con su esposa y dos niños muertos de frío ofreciendo chupetas y bolsas plásticas para ganar un día más de vida. «Mendigando aquí como mejor que en Venezuela», me contó mientras pedía dinero a quienes transitaban por el lugar.
Ven también a Juan con otros dos niños llorando, con la piel de ese color gris hambre. Cansados de estar todo un día esperando unos pesos que les permitan pagar una noche de alquiler. Un Juan que se ha aprendido en inglés la frase: “Man. Can u help me? I am from Venezuela. I needfood”, para que un turista extranjero le dé alguna limosna.
Ven a una joven con un trabajo privilegiado y una vida (casi) perfecta llorar mientras termina su almuerzo, porque uno de sus padres no podrá ir a su matrimonio, pues si dejan el terreno donde viven en Venezuela, temen una invasión o un robo.
Ven a otros descapitalizados, enviando lo poco que ganan para que sus familiares en Venezuela vivan un día más.
Los ven a ellos y no a mí.
En la puerta de un canal de televisión me recibe un amigo a quien -por medidas de seguridad de la estación- debo darle los datos de mi pasaporte. «Me fijé que eres española ¿Qué haces que no te has ido para allá?», fue su mensaje al recibirme.
La misma escena se hacía asfixiante. No tengo una respuesta políticamente correcta y no me esfuerzo por esgrimir argumentos, pero esto de justificarse hace pesada la nacionalidad.
Ser venezolano, de los que conservamos el +58 en el número de teléfono, es someterse a interpelaciones. Es ser sospechoso. Es oler a enchufe, mediocridad o miedo. No sé si aprendí a lidiar con eso o si, para el próximo viaje, sea más apropiado guardar la nacionalidad. O quizá me tocará responder como un amigo cubano (de esa extraña especie que aún vive en Cuba) quien cada vez que asiste a algún encuentro internacional advierte a quienes le hacen la misma pregunta sobre por qué no se va de la isla: “Voy a tratar de explicar en inglés algo que no sé decir en español”.