Lo ocurrido en Venezuela el 23 de enero de 1958 ha sido relatado con lujo y detalles por historiadores y por protagonistas de primera línea de esos acontecimientos, entre ellos mi amigo y admirado Enrique Aristeguieta Gramcko, miembro de la Junta Patriótica de esos años.
Esta crónica es algo simple, recoge mis vivencias de esos meses siendo estudiante del Liceo Andrés Bello de Caracas. Venía yo de mi pueblo Boconó, estado Trujillo, y del Colegio La Salle de Barquisimeto, donde había terminado primaria y parte de bachillerato. Caracas era, para un muchacho de la montaña y de Barquisimeto, una urbe monumental con sus autopistas, avenidas y edificios.
Mi experiencia vivida la deben haber pasado miles de jóvenes de provincia que veníamos a la capital a buscar oportunidades de formación, ya que en esos tiempos sólo existían en Venezuela tres universidades: La Central de Venezuela en Caracas; la Universidad de los Andes en Mérida, y la Universidad del Zulia en Maracaibo. Nuestra familia se vino a Caracas porque aquí, según mi madre, estaban los que iban a ser chivatos, expresión boconesa para la gente que llegará a ser importante. La verdad es que yo no entendía mucho el razonamiento de mi madre, pero en materia educativa ella era quien llevaba la batuta en nuestra casa, pues así se hizo. Recalamos en Caracas, y por la generosa mediación del paisano, muy querido en la familia, el profesor Oscar Zambrano Urdaneta, ingresamos, mi hermana mayor y yo, al Liceo Andrés Bello, dirigido en aquel entonces por el profesor Fidel Orozco. Aquel liceo era, sino el más importante, de entre los tres primeros de la capital.
En noviembre de 1957 se comenzaron a agitar las aguas políticas en la Universidad Central de Venezuela, concretamente el 21 de ese mes hubo importantes manifestaciones estudiantiles.
La historia gruesa de grandes acontecimientos y hechos importantes la recogen historiadores y eruditos, la historia menuda de menor relevancia, pero historia al fin, es la que vive el ciudadano de a pie. Este relato será el de un muchacho de provincia de apenas 16 años que se sintió deslumbrado, como miles de igual procedencia, por la maravillosa urbe que era Caracas en ese entonces.
Para esa época yo no tenía muchas inquietudes políticas, entre otras cosas, porque la dictadura de Marcos Pérez Jiménez no lo permitía y todo era una conspiración, que era duramente reprimida o sancionada por el régimen. Mi única experiencia, en ese sentido, era acompañar a mi tío, Arturo Calderón Paolini, a tirar volantes en las noches por las calles desoladas de Boconó; solíamos salir en carro, él manejando y yo de copiloto, a soltar papeles en contra de la dictadura en las desoladas calles en las horas de la noche. No siendo Boconó una población, en esos años, de más de 10 o 15 mil habitantes, era algo casi rutinario que al día siguiente se presentara la Seguridad Nacional a recoger al autor de semejante desafío al régimen. Aquello se convirtió en algo rutinario, mi tío vivía en casa de mi abuelo y este último encontró la manera de exorcizar a la Seguridad Nacional de los espacios de la casa. Se compró una foto de Pérez Jiménez y la puso, después del San Juan, en la morada. Dicho y hecho, se acabaron las visitas de la Seguridad Nacional. Por cierto, el primero de enero de 1958 yo estaba pasando vacaciones decembrinas en la casa de mi abuelo en Boconó. Cuando se produce el alzamiento de la aviación y de Hugo Trejo, recuerdo vivamente que mi abuelo Carlos cogió el retrato de Pérez Jiménez y lo metió debajo de la cama y dijo de una manera socarrona: “¡Esta vaina se jodió!”, pero eso no fue exactamente así, faltaban otros acontecimientos, pero vamos al mes de noviembre.
Los desórdenes de manifestaciones en la UCV tuvieron su clímax el 21 de noviembre, para esos días los muchachos del Liceo Andrés Bello, y otros de Caracas, lanzábamos papeles en los alrededores de las instituciones educativas contra de la dictadura. Algunos de nosotros estábamos en las puertas del Liceo, en su entrada por la Avenida México volanteando, como se dice ahora. Se presentó la Policía de Caracas y comenzaron a hacer lo que eventualmente hacían: “Darnos plan de machete”. Recuerdo haberles dicho a mis compañeros que estábamos en la entrada del Liceo que dejáramos los papeles dentro. Así lo hicimos y salimos nuevamente, pensando, erróneamente, que la policía no nos haría nada.
Comenzaron las peinillas a cortar el aire y nosotros a correr. Traté de salir por la Avenida Bolívar, por un taller que quedaba entre el Liceo y esa vía. No me percaté que no había salida hacia la avenida. Detrás venía un policía, que, finalmente, cuando lo tengo al lado levanta la peinilla para iniciar su faena. Nos miramos a los ojos y le dije: “No me pegue, carajo, porque usted no sabe quién soy yo”. En esa época, como en muchas otras, los hijos de los jerarcas del régimen solían, algunos de ellos, participar en las manifestaciones; el policía pensaría que yo era uno de ellos y por eso sólo me apresó.
Del Liceo me enviaron con un grupo a la Policía de Caracas que estaba al lado de la Iglesia de San Jacinto, frente al Congreso Nacional. Allí nos pusieron en fila por orden de tamaño. El primero, por ser el más alto, fue Fernando Ochoa Antich, quien posteriormente sería Ministro de Defensa de Carlos Andrés Pérez en su segundo gobierno, el tercero era yo. A los tres primeros nos mandaron a la Seguridad Nacional. Al llegar nos introdujeron en una sala donde había varios funcionarios y un letrero que decía: “Lo que aquí se ve y aquí se escucha, aquí se queda”. Cuántas cosas se nos pasaron por la mente con esa simple advertencia. Era para esperar lo peor.
Al rato entra un señor alto y gordo, por lo menos así lo vimos. Los funcionarios se pusieron de pie y se colocaron sus sacos. El señor gordo voltea y nos dice a Fernando y a mí: “Ustedes que son los cabecillas de los movimientos en el Liceo Andrés Bello…” -recuerdo haberle dicho- “¿Qué movimiento y qué cabecillas?”. En eso me preguntó: “Catire, ¿cuántos años tienes?”. No entendí lo de ‘catire’, pero imagino que era por el color de mis ojos, y le contesté: “16 años”. Dirigiéndose a sus subalternos les dijo: “¿Por qué los trajeron para acá? Esta vaina se hizo para hombres”. Eso nos libró de las palizas que sí se les daban a los estudiantes universitarios.
A los 14 que estábamos del Liceo nos metieron en una celda y nos estuvieron interrogando en la noche, uno a uno. Escuchamos quejidos y alaridos de otros presos, pero a nosotros no nos tocaron. Al día siguiente tuvimos la presencia de un ilustre visitante que ninguno de nosotros conocía, Pedro Estrada. Era el jefe de la Seguridad Nacional. Parecía un dandy en lugar de un policía, la estampa no le hacía honor a su condición de la tenebrosa policía política. De regular estatura, pelo negro engominado, dentadura blanca perfecta. Su traje le hacía lucir como un lord inglés, con una esmeralda verde en la corbata. Su tertulia con nosotros fue en términos educados, casi paternales. Se me quedó en la memoria sólo una frase cuando dijo: “Muchachos, ustedes por meterse con mi general Pérez se les arruinó la vida”, y así fue, o por lo menos creímos que serían nuestras vidas.
Nos expulsaron del Liceo y tuvimos que irnos a colegios privados. En mi familia tuvimos noticias de un colegio en Altamira que estaba recibiendo jóvenes que estaban pasando por algunas penurias. Su directora era la profesora Eunice Gómez, muchos años más tarde me enteré que simpatizaba con el Partido Comunista de Venezuela, pero eso no duró mucho tiempo. Luego vino el alzamiento de Hugo Trejo con los blindados del Cuartel Urdaneta y los militares de la aviación. La insurrección fue controlada, pero mostró las fisuras de un régimen que se pensaba era monolítico con un apoyo de la Fuerza Armada.
A los pocos días, por presión del general Rómulo Fernández, jefe del Estado Mayor, además de compadre y amigo de Pérez Jiménez, fueron destituidos del Ministerio del Interior, Laureano Vallenilla Lanz y el jefe de la Seguridad Nacional, Pedro Estrada. La procesión iba por dentro, el malestar de la Fuerza Armada iba creciendo. Los grupos políticos agrupados en la Junta Patriótica trabajaban afanosamente por derrocar a la dictadura. A los pocos días el general Rómulo Fernández fue llamado a Miraflores y allí fue enviado preso. Luego fue trasladado a República Dominicana.
Vino la huelga del 21, se pensaba que la caída del régimen era cuestión de días y así fue… El 23 de enero, en la Urbanización Bello Campo, al lado de La Carlota, donde yo vivía, se escuchó el rugir de los motores de un avión, una cosa extrañísima porque ahí no había operaciones nocturnas. El avión despegó hacia el oeste, lo cual tampoco era habitual. Comenzó una algarabía y la gente le disparaba al avión con la irreal esperanza de derribarlo. Ahí iba el dictador Marcos Pérez Jiménez con su familia y su gente de confianza. Terminaba así una pesadilla de 10 años de dictadura.
Empezamos con una transición, luego elecciones y 40 años de democracia. Con todos sus defectos, los mejores años que ha tenido nuestro país desde que existe como República. Nadie pensó que 40 años más tarde nos vendría la tragedia que hoy vivimos. Que el país sería destruido en sus cimientos institucionales, éticos, morales y en la infraestructura productiva y de servicios.
Pero que de algo nos sirva la enseñanza del 23 de enero de 1958 para volver a ser libres, y tener una nueva y mejor democracia: El ejemplo de Rómulo Betancourt, Rafael Caldera y Jóvito Villalba, que antepusieron sus intereses personales y, a pesar de sus diferencias, supieron superarlas en las horas de la necesaria unidad, por eso tuvimos tantos años de democracia, entre otras cosas.