Es la palabra favorita para referirse a cualquier problema del sistema político nacional. Desde la izquierda o la derecha simboliza parálisis, polarización, manejo de influencias, corrupción. Está aislada, alejada del “verdadero Estados Unidos”, y todos ahí trabajan por sus propios intereses. Es el pantano que Trump dijo que iba a drenar, y al que todo aspirante a la Casa Blanca promete cambiar. Washington, la capital, simboliza el poder político en un país que tiene décadas desconfiando de él, pero al que inevitablemente todos voltean a ver cada vez que se aproxima una crisis.
Esta vez no ha sido distinto. La crisis por el coronavirus se vivió en cámara lenta en Estados Unidos, primero viendo imágenes muy lejanas de los cierres forzosos en China, luego con sorpresa por la crisis que enfrentaba Italia, un país con amplios lazos con Estados Unidos. Por esos días el presidente Donald Trump desestimaba esto como una “gripe” más, la cual pronto iba a ser contenida y eliminada. Sus oponentes criticaron su orden de suspender los vuelos con China. Ni los unos ni los otros estaban preparados para lo que se venía.
Poco más de un mes después, Washington cerraba un acuerdo con respaldo casi unánime de ambas cámaras del Congreso: Dos millones de millones (2.000.000.000.000) de dólares para estimular la economía de un país encerrado a la fuerza, donde las muertes empezaban a contarse por centenares cada día, y el desempleo crecía por millones cada semana. La crisis económica de 2008 empezaba a lucir pequeña frente al monstruo que estaba llegando a Nueva York, Nueva Jersey y Luisiana.
En Washington, la ciudad, las cosas son muy distintas. Nueva York, Los Ángeles, Chicago, San Francisco, todas generan mucho más interés y atención que la ciudad que es hogar de unas 700.000 personas, y que apenas se ubica como la número 20 más grande del país. La ausencia de rascacielos le da un look peculiar en medio de un país famoso por ellos, y los fines de semana la tranquilidad de la mayoría de sus calles y avenidas la asemeja más a un pequeño pueblo del estado de Virginia, que a una metrópolis global.
Aquí las medidas para luchar contra el coronavirus no las toma el presidente Trump, sino la alcaldesa Muriel Bowser. A mediados de marzo Bowser anunció que los colegios y muchos negocias debían cerrar, y que todos debían quedarse en casa lo más posible. Similar al resto del país, las restricciones son más laxas que en otras partes del mundo: Se puede salir a caminar o hacer ejercicio, pero manteniendo una distancia de al menos dos metros de los demás. Las licorerías (y en algunos estados las tiendas de armas de fuego) son “negocios esenciales” y permanecen abiertos. Poco se ve a la policía vigilando que la población esté tomando las medidas en serio.
El flujo de carros ha bajado notablemente en semanas recientes, pero no así el de transeúntes. Las aceras se ven a menudo congestionadas de parejas caminando, padres y madres con bebé en coche, y de trotadores. Una ciudad siempre obsesionada con el buen estado físico (a menudo aparece en el ranking de las “ciudades más en forma del país”), la cuarentena parece haber aumentado las ganas y la disponibilidad de los residentes a salir a correr, más aun tras el cierre de los gimnasios. En la ruta, las imágenes ya empiezan a ser conocidas: Tiendas que informan de su cierre hasta nuevo aviso; restaurantes que indican que siguen abiertos pero solo a domicilio; supermercados pidiendo que los clientes se mantengan alejados los unos de los otros.
Las críticas contra Washington, la capital, van en aumento. La falta de coordinación desde el poder central, dejándole casi toda la responsabilidad a los estados, aumenta el riesgo de que cuando se “reduzca la curva” de contagios en los puntos álgidos de Nueva York, Nueva Jersey, o Luisiana, se inicien picos en otros rincones del país. Desde la Casa Blanca, el presidente Trump insiste en querer reabrir el país cuanto antes, generando fricción con otros miembros de la administración y con muchos gobernadores, que ya vislumbran un mayo de encerrona.
En la ciudad, los residentes (al menos los afortunados que siguen trabajando y cobrando) empiezan a acostumbrarse a la nueva rutina. Aunque aquí todavía no ha calado el aplauso nocturno al personal médico, abundan los agradecimientos al policía que patrulla, a los choferes de bus, y al personal de limpieza. La habitual frialdad en el trato personal del estadounidense parece disminuir con la ampliación de la distancia entre unos y otros. Circulan correos de vecinos que ofrecen ayuda, pero también algunos escriben diciendo que quieren conocer mejor a aquellos que viven a sus lados, luego de años de cruzarse sin mencionar palabra en el ascensor.
Mientras la capital se prepara para debatir otro paquete de financiamiento especial para las pequeñas empresas, la ciudad se alista para semanas cruciales en la lucha contra la pandemia. Al terminar abril sabremos si Washington pudo sortear la ola del coronavirus con un impacto moderado, o si se convierte en la nueva Italia, España o Nueva York. Capital y ciudad solo hablan del coronavirus, sorprendidas las dos de que a siete meses de las elecciones presidenciales algo haya sido capaz de distraer a Washington de su obsesión política.
@JDeBastosH