Hablo muy poco de esta historia. Nunca me había animado a escribirla. Es para mí una intimidad que suelo tratar con mi interlocutor más cercano: Mi otro yo. La cuarentena es una buena excusa para sacarla a flote.
II
Mi embarazo había sido perfecto. Tenía 29 años. Me desempeñaba entonces como reportera de la sección de Economía de El Diario de Caracas. Trabajé hasta quince días antes del alumbramiento. Rebosaba de salud. Lo único que había manchado mi impecable historia médica era algo que puede considerarse una nimiedad, aunque para mí resultara terrible: Náuseas y vómitos. A veces sentía que estaba montada en un barco. Hasta que la comida triturada salía expulsada de mi boca bajo la forma de una catarata maloliente. Recuerdo que en una oportunidad estaba almorzando con unos colegas periodistas en el restaurante Monte Carlo, en la Avenida Urdaneta, y de pronto emprendí una carrera desde la mesa hasta el baño. Menos mal que me dio tiempo. El lavamanos fue muy amable conmigo. Hay objetos generosos. Después volví a la mesa. Pedí unos espaguetis (qué baratos eran los platos en el Monte Carlo; qué percudidos aquellos manteles). Los engullí desesperada.
Nada más que eso: Náuseas y vómitos. Luego se me pasó. Levitaba de felicidad. Me había librado de las cadenas del bamboleo. Lo único que no soportaba era el café. El café: un combustible tan preciado por quien escribe contra reloj en una sala de redacción. Cuando entré a trabajar a El Diario, en 1987, había otras fuentes de energía. Fuentes alternas, como la cerveza. Era común que un reportero redactara (a máquina) la noticia de abrir el periódico mientras se tomaba una birra helada. Siempre los admiré. Mis distraídas neuronas se niegan a trabajar bajo el influjo del alcohol. Muchos también fumaban.
Después vino una etapa de regeneración. Prohibieron beber. Prohibieron fumar. Remodelaron esa suerte de galpón donde los linderos entre un puesto y otro no estaban bien delimitados. Colocaron módulos con modernas mesas y archivadores tipo arturito. Trajeron computadoras. Alfombraron el piso. Viví mi embarazo durante esa época de donaire. Esa época de civilización. El único vicio que estaba permitido era tomar café. Yo me quedé sin combustible.
Era lo único: Que aburrí el café. Su solo aroma me revolvía las tripas. De resto, las cosas marchaban bastante bien. Mi vida oscilaba entre la adrenalina que manaba de la sala de redacción y las pataditas que daba mi bebé. Ah, la adrenalina no la prohibieron. La adrenalina es un artículo de primera necesidad en un periódico. La emoción de escoger la foto de primera página. En El Diario aquello era un ritual. Nos congregábamos todos, o los que quisiéramos, en el laboratorio de fotografía, se apagaba la luz y se mostraban varias imágenes. Se seleccionaba una, que iría desplegada a cinco columnas en la edición del día siguiente con una leyenda juguetona. Una leyenda que podía provocar el enojo del poder. Ese era uno de los sellos del periódico: La gran gráfica de la portada. Primero en blanco y negro. Después a todo color. La emoción de llegar de la calle con una primicia y saber que iba a ser la noticia de abrir. La emoción de ver el ejemplar que recién ha salido de las rotativas y que huele a tinta. Me llegó la hora del permiso prenatal. Y me despedí de mis compañeros.
III
Fui a control con el obstetra. El chequeo ahora era semanal. Los exámenes de laboratorio que ordenó eran un dechado. El electrocardiograma que solicitó salió perfecto. El ecosonograma que me hizo mostraba a un bebé plácido que flotaba en una piscina de líquido amniótico. Un bebé que se movía en mi vientre como si me hiciera cosquillas. Un bebé que tenía nombre: Emiliano. Iba por la semana 38 de embarazo y el obstetra planteó que, como ya estaba prácticamente a término, me provocaran el parto con Pitocin.
Ingresé a la clínica la noche del 11 de marzo de 1993. Era algo programado. A la mañana siguiente me colocaron una vía y comenzó a correr por mis venas el medicamento, cuya función es provocar contracciones. Al rato: Dolores de vientre. Dolores que me hicieron detestar el líquido-verdugo que entraba a mi torrente sanguíneo. Me daba una contracción: Veía al diablo; pasaba la contracción: Veía a Dios.
No terminaba de dilatar. El médico vacilaba entre hacerme cesárea o esperar a ver si el medicamento surtía un mayor efecto. Pasaron más o menos cinco horas desde que me pusieron el Pitocin hasta que el obstetra dijera (muy animado): “Parece que vamos a parir”. Me había hecho otro tacto. El tacto del estribo: 9 centímetros de dilatación. Me sacaron rápido a la sala de parto. Ya eran más de las doce del mediodía. Durante esas horas que permanecí en la habitación mientras me pasaban el medicamento por la vena, el médico fue varias veces. Pero, por lo que ocurrió después, no fue suficiente. O se confió.
¿Quién no confía en una mujer sana de 29 años? Ya en la sala de parto, el dolor crecía hasta ponerse tan gordo como mi barriga. Estaba rodeada de médicos y enfermeras. Todo muy pulcro. Todo azul quirúrgico. Paredes blancas. El obstetra pronunció el latiguillo: “¡Puja!”. Pensé en mi madre: tuvo once hijos; ocho nacieron con comadrona. El anestesiólogo fue muy dulce. Trataba de calmarme. Me decía: “Dale, tú puedes”. El obstetra por fin gritó: “¡Ya viene!”. El debut de mi bebé sorprendió a todos en la sala de partos: No lloró.
No le di mucha importancia a ese silencio. A ese mutismo escandaloso de sus pequeños pulmones. Esa voz castrada. Yo venía del dolor físico más grande que había experimentado en mi vida hasta el día de hoy: las contracciones. Sentí un alivio muy grande cuando la criatura salió de mi vientre. La tortura cesó de inmediato. Volví a sonreír. Volví a ser yo. Pero de pronto escuché un murmullo que venía de la pequeña habitación donde estaban el obstetra y el neonatólogo. Era cerca de la sala de partos. O en la misma sala de partos, pero en un espacio aparte. El anestesiólogo me preguntó:
-¿Tomaste algún medicamento durante el embarazo?
-No. Absolutamente ninguno.
El obstetra y el neonatólogo seguían deliberando. Una junta médica improvisada. Un suceso inesperado. No se atrevían -o no podían- acercarse a la camilla donde aún reposaba mi cuerpo extenuado. La pregunta del anestesiólogo, que se quedó a mi lado como si yo fuera una herida de guerra a punto de fallecer, y el contrapunteo de los otros dos médicos encendieron mis alarmas. Había ocurrido lo peor: el bebé se enredó con el cordón umbilical y no le llegó oxígeno al cerebro. En la jerga médica esto se denomina -después lo supe- hipoxia severa.
Esa mañana, cuando el obstetra entró a mi habitación, me había hecho un eco. Todo estaba en orden. ¿Qué pasó entonces? Lo que ocurrió fue que la indecisión del médico condujo a un desenlace fatal: Mientras que él deshojaba la margarita para ver si se decantaba por el parto o la cesárea, en ese interregno, el bebé se enredó con el cordón umbilical. Sus valores de laboratorio estaban en orden. Pesó tres kilos. Sano. Hermoso. Con una familia que había preparado toda una escenografía para su llegada al mundo. Cuna. Cuarto con lámpara de papel. Coche. Ropa. Nombre. Champaña. ¿Qué pasaría con esa botella? Nunca lo pregunté. La criatura era un ángel degollado.
Murió a los seis días de nacido. Partió el 18 de marzo. Nunca lo cargué. La cobardía me lo impidió. La cobardía es un corsé. No quería encariñarme con un bebé que estaba sentenciado a muerte, aunque yo ya estuviera encariñada con él porque lo llevé nueve meses en mi vientre. Quiero decir: No quería encariñarme más. Me aterraba la idea de olerlo y perder para siempre el rastro de su aroma. El olor de los bebés siempre me ha gustado. No sé por qué inventaron la colonia Menen. El culto al cosmético nos ha llevado a eso: A sepultar la identidad aromática de los neonatos.
El verbo sepultar me motiva a hacer otra confesión: Visité una sola vez su tumba. No lo soporté. La lápida me produjo un concierto de taquicardia. Los cementerios son lugares extemporáneos para los niños. No calzan con ellos. Mucho menos con un bebé. Los bebés están para oír las partitas de Bach mientras se duermen. O las melodías de esas cajitas de música a las que se les dan cuerda. Allí reposa Emiliano: Tal vez escucha el canto de los pájaros.
IV
A los dos años quedé embarazada de nuevo. Nos habíamos ido a vivir a Puerto La Cruz. Una casa frente al mar. Tuve una falta. Me hice la prueba de sangre. Positivo. Me alegré. A los dos meses y medio comencé a manchar. La obstetra me mandó reposo absoluto. Seguí la prescripción médica al pie de la letra: posición horizontal sin derecho a quejas. Escuchaba el batir de las olas. Pero no veía el paisaje azulado. Mi mente se sumergió en pensamientos catastróficos. Había leído que en 1993 hubo 35,4 neonatos muertos por cada mil nacidos vivos en todo el mundo. Dato serio: Banco Mundial. Y Emiliano fue presa de la fatal estadística.
Seguí sangrando. Días después fui al baño a orinar. Expulsé coágulos y trozos de carne -yo digo que de carne por llamarlos de una forma-. Parecían pedazos de hígado. No sentí dolor. Pero me inquietaba que el feto que yacía en mi vientre se estuviera deshaciendo. Mi esposo llamó a la obstetra: Traslado inmediato a la clínica. Ella había sido muy profesional. Y humana. Durante los días en que estuve confinada, me llamaba con frecuencia. Conocía mis antecedentes.
Nos fuimos a la clínica. El clásico protocolo: había que colocar una vía. Primero lo intentó la enfermera. No pudo. Era novata y yo estaba aprensiva. Me pasaron entonces a quirófano. El anestesiólogo me asestó dos palmadas en la región dorsal de mi mano derecha. Mi metacarpo debe haber dado un aullido. La aguja entró sin obstáculo alguno. La doctora me explicó que iban a proceder al curetaje. En minutos me quedé dormida. Apenas sentí el ruido del instrumental médico. Desperté con una sensación de derrota. Esto no era comparable a lo que sucedió con Emiliano, pero ya había ocurrido lo de Emiliano y mi tristeza acumulaba millas. Pasé la noche hospitalizada.
Al día siguiente regresé a casa. Pude asomarme a la ventana de mi cuarto y contemplar el mar. El terapéutico mar. Recibí llamadas de mi familia y de mis amigos. El terapéutico amor. El afecto es un analgésico contra el dolor espiritual. Superada la secuela de la anestesia, que me duró unos días, las cosas mejoraron. La ansiedad bajó. Me relajé un poco. Comprendí -y me hizo mucho bien- que la otra cara del dolor es la compasión. Hablo de compasión en el sentido que le otorga la Real Academia Española: “Sentimiento de pena, de ternura y de identificación ante los males de alguien”.
V
Hacía siete años que habíamos regresado a Caracas. Una mañana de enero de 2003 monté la greca. El olor a café me produjo náuseas. Hacía tres meses había ido a consulta con un ginecobstetra que me habían recomendado. En realidad, no estaba buscando salir embarazada. O no conscientemente: siempre hay que hacer el inciso Freud. Fui a control. La puntual citología. El eco indagatorio para ver cómo están los ovarios y el útero. El médico dijo que todo se veía bien. Bajé de la camilla y me vestí.
Ya sentados en su consultorio, me hizo una pregunta: “¿Tú por fin quieres tener un bebé?”. Ya le había contado la historia anterior. Que a esas alturas más que historia era un trauma. Yo titubeé. El doctor -un hombre práctico, experto en fertilidad- fue categórico: “Estás en la rayita. Tienes 39 años”. El diminutivo me sonó como un atenuante. Como un: “No pierdas esta última oportunidad”. Le dije que sí. Me dio entonces tres meses de plazo para que saliera embarazada espontáneamente. Pasado ese tiempo, si no se lograba el milagro de que el óvulo y el espermatozoide se cruzaran, me pondría un tratamiento.
El plazo vencía en enero. Yo estaba serena, pero atenta a las señales que podría enviar mi cuerpo. Así que cuando se me revolvió el estómago con los efluvios del café, no lo dudé. Llamé a mi hermano César, que había anunciado visita, y le pedí que comprara en la farmacia una prueba de embarazo. Apareció con el test. Me fui al baño. Dio positivo. Salí del baño y le di la noticia. Llamé a Juan, mi esposo, que trabajaba en Puerto La Cruz. El hilo telefónico se inundó de felicidad. Y debo contar algo antes de continuar: en el año 2000 murió mi hermana mayor. Tenía 51 años. Un cáncer de páncreas la devoró en un mes. Se tragó sus enigmáticos ojos amarillos. Dejó una niña de nueve años. Libia se vino a la casa y se convirtió en nuestra hija. Estudiaba quinto grado cuando salí embarazada. Llegó del colegio a la una de la tarde y le di la noticia. Saltó de la emoción. No recuerdo si para entonces le había contado lo que sucedió con Emiliano. Creo que no.
Llamé al médico y le comenté el resultado del test. De pronto me entró la paranoia. ¿Y si es un falso positivo? Soy obsesiva: estoy acostumbrada a cotejar. Me aseguró que las pruebas de hoy día eran muy fidedignas y me sugirió que pasara por el consultorio en un mes. A las cuatro semanas estaba allí. Me hizo un eco. La banda sonora era muy clara: se escuchaban los latidos del bebé. La silueta era menos nítida. Los médicos ven otra cosa. Están habituados a descubrir embriones o fetos donde los legos vemos una especie de nebulosa. Pero si mi doctor distinguía una incipiente criatura, eso bastaba para calmar mis nervios. Ese cotejo me sosegaba. Y esos latidos me animaban. El doctor me dio un tríptico -escrito por él- en el que se describía el desarrollo del bebé semana a semana.
VI
Todos los días consultaba el tríptico. Era mi libro de cabecera. El primer mes el espermatozoide rompe la piel del óvulo. Es la magia de la fertilización. El segundo mes el diminuto corazón ya ha comenzado a latir. Los riñones comienzan a desarrollarse. El tercer mes el bebé patea y sus órganos vitales están completamente desarrollados. Los genitales externos aparecen. El cuarto mes asoma el cabello. Justo en esta etapa -semana 15 de embarazo- me tocaba hacerse la amniocentesis. Aquí empezó otra historia.
Tenía 39 años. Mi embarazo era de alto riesgo. Mi médico me refirió a un colega para que me hiciera el examen. Se pautó el día y me sometí al procedimiento. Un procedimiento sencillo: Con una jeringa muy grande te extraen líquido amniótico del saco uterino para examinarlo. Me indicaron reposo por unos días. Regresé a casa y me acosté. Terror. Más o menos a las dos horas de haber llegado, sentí que estaba mojada. El líquido amniótico se deslizaba entre mis piernas. Despedía un olor a semen: Hipoclorito de sodio. Cogí el celular y llamé a mi médico.
-¡Quédate como Tutankamón! -me alertó.
-¿Voy a perder el bebé? -le pregunté.
-No, pero debes guardar un reposo estricto. Solo puedes pararte para ir al baño y te vuelves a acostar. Te veo en una semana en el consultorio -me respondió.
-¿Por qué estoy botando líquido amniótico? -la pregunta no iba en tono de reclamo. Suspiraba por una luz científica.
-Tuviste una pequeña rotura de membrana. Imagínate una media panty a la que se le fue un hilo. Pero todo va a salir bien -me dijo con apaciguadora voz de Valium.
Sabía que ese era mi último tren. Tenía que poner de mi parte. Una semana después estaba en el consultorio. Me hizo un eco y dijo: “El bebé ni se enteró”. Me mandó un mes de reposo preventivo. A lo Tutankamón. Me gusta el confinamiento, pero no cuando es obligado. Detesto los decretos. Los edictos. La Gaceta Oficial. Lo imperativo. Soy un alma libre dentro de mis introspecciones. Es verdad: muero por estar en mis aposentos. Hubiera podido pasar la mayor parte de mi vida en mi habitación, la de soltera o la de casada. Mi otra vocación -la de fisgona- me lo impide. También me atrae la idea de caminar por las calles de Caracas, olfatear el dióxido de carbono y ejercer el oficio más atractivo del mundo, después de la psiquiatría: El reporterismo. En realidad, soy poco ortodoxa. Cama y calle: El híbrido ideal.
Me tocaba quedarme recluida. Hace años había comprado un libro editado por Tusquets: “Camas”. Leí el texto de la solapa: “En un memorable día de otoño de 1929, mientras banqueros y millonarios arruinados se tiraban por las ventanas de sus rascacielos, Groucho Marx puso punto final a este primer libro suyo. Inexplicablemente, una vez agotado, estuvo 46 años sin reeditarse. Al cumplir 85 años, Groucho dio una gran fiesta durante la cual se dejó fotografiar en su lecho para celebrar también la reaparición de “Camas”. Y es que, para Groucho, la cama siempre fue muy importante, hasta el punto de declararse un ‘monocamero’ acérrimo, o sea fiel a un solo catre. Y en cuanto pudo llevar una vida más o menos sedentaria, convirtió su dormitorio en un auténtico santuario, y su cama, en altar”.
Pues yo milito en el partido de Groucho. Ese Groucho descarado que no tuvo pudor en afirmar que los dieciséis años más felices de su vida los pasó en la cama. ¿Qué mejor argumento que el humor y el elogio de la pereza para soportar una cuarentena? De Groucho pasé a Darwin. De pronto me vino a la mente su frase: sobrevive el más apto. Sentí escalofríos. Me puse seria. Llevé el confinamiento con la mayor altura posible. Me daba uno que otro ataque de pánico. Lo sorteaba. La idea era ganarle un round tras otro a mi mente. Cuando volví al consultorio, mi médico me dijo:
-Estás perfecta. El bebé está sano. Se acabó el reposo.
VII
La libertad bajo fianza me inyectó energía. Comencé a caminar en el Parque del Este. Una vuelta diaria. La clorofila es reconfortante. Iba por el quinto mes de embarazo. Ya habíamos escogido el nombre del bebé: Juan Andrés. Un domingo fui con mi familia a comerme una pizza en Las Mercedes. Las embarazadas somos glotonas. Comencé a sentir un ligero dolor de vientre. Algo muy tenue. Al otro día, manché. Muy poco. Pero me aterré. Había entrado en el octavo mes. Llamé a mi médico y soltó -como siempre- su voz diluida en miligramos de Valium. Adicta como soy a los ansiolíticos espirituales, me relajé de inmediato.
Me recibió en el consultorio. Explicó que lo que sentía eran contracciones. Anotó en un récipe el nombre de un medicamento para pararlas. Otra vez reposo absoluto. Para entonces, ya yo era una disciplinada paciente. Sobrevive el más apto, sí. Pero no sobrevive si no pones de tu parte. Me quedé en cama -oh, Groucho- y pasé unos días maravillosos. Visitas iban y venían. Llamadas iban y venían. Platos deliciosos iban y venían (la gula es un buen consuelo). No me provocaba leer ni ver televisión. Dictaba órdenes desde mi cama y se cumplían. Qué poder te da el confinamiento. En esta última etapa, Juan Antonio estaba en Puerto La Cruz trabajando. Mis hermanos se turnaban para cuidarme.
El miércoles 30 de julio el enfermero de turno era mi hermano César. Él es como yo: Peatón profesional. Gran cocinero. Eran las once de la noche cuando se fue a su cuarto provisional: al lado de la cocina. Lejos del mío. Me quedé rendida. Desperté a las cuatro de la madrugada. Estaba completamente mojada. Iba por la semana 33 del embarazo. Fui al baño. Y regresé a la cama. César ni se había enterado. Tomé el celular y llamé al médico:
-Estoy botando líquido amniótico a chorros -le conté sin tanto preámbulo.
-Vete a la clínica. Nos vemos allá. Todo saldrá bien -me respondió.
En Caracas llovía copiosamente esa madrugada. No teníamos carro. Llamé a mi hermana Fanny. Coco ignoraba las gestiones que hice furtivamente. Opté por llamarlo a su celular. Contestó enseguida: “¿Qué pasó?”. Le respondí con una serenidad tipo Dalai Lama: “Que voy a dar a luz. Rompí fuentes”, le dije. Se deslizó hasta mi cuarto. Le conté que ya todo estaba cuadrado y que en un rato nos vendrían a buscar. Coco tenía el pelo grasoso esa madrugada. No sé por qué. Anda siempre impecable. Yo le digo el Lord. En medio de la emergencia, lo único que se le ocurrió fue pedirme un poco de talco para echarse en el cabello. No había. Decidió espolvorearse harina de trigo en su canosa melena. Ya señalé que le gusta cocinar.
VIII
Llegamos rápido a la clínica. Me pasaron a una sala y me monté en una camilla. Me abrieron una vía. Mi esposo estaba en Puerto La Cruz. Le pedí a mi hermana que no lo llamaran hasta que el caso estuviera encaminado. Así fue. Lo llamaron cerca de las cinco de la mañana. Tomó el primer avión. Llegó con la lengua afuera a la sala de partos. El doctor iniciaba el ritual de la cesárea. A las 7 y 46 minutos del jueves 31 de julio se escuchó un llanto precioso. Y eso que el bebé era prematuro. Pesó un kilo seiscientos setenta y cinco gramos y midió cuarenta y dos centímetros. Lo limpiaron, lo examinaron, lo envolvieron en una manta blanca y me lo trajeron.
-Está en buenas condiciones -dijo el obstetra, que había hecho su trabajo con un aplomo que retroalimentaba mi estado Dalai.
Luego lo pasaron a la Unidad de Terapia Intensiva Neonatal. Un prematuro de bajo peso, pero con pulmones maduros. Un prematuro con un poco de anemia, pero que entraba en el lote de Darwin. Un prematuro que no sabía succionar, pero al que le pusieron una sonda para pasarle la leche materna. Pasó 23 días hospitalizado. El protocolo sanitario de la UTIN era estricto. Cuando el bebé alcanzó dos kilos de peso, le dieron de alta.
Me dio terror cuando me lo entregaron. Tuve que hacerle frente a la contingencia: Me sacudió eso que llaman el espíritu maternal. La primera noche no dormí. La pasé sentada en la cama mirándolo. Temía que dejara de respirar. En pocos meses se puso cachetón. La neonatóloga que dirigía la UTIN se convirtió en su pediatra.
Una de las tantísimas veces que lo llevamos a consulta me fijé en un portarretratos que estaba colocado sobre una repisa. La fotografía mostraba a una mujer ataviada con toga y birrete. Cargaba un título en la mano. Mi curiosidad de reportera por delante: “¿Y esta quién es?”. Yo sabía que la pediatra solo tenía dos hijos varones. Ya nos teníamos confianza. La doctora contó:
-Esa pesó novecientos gramos al nacer. Estuvo gravísima.
La fotografía estaba allí en calidad de trofeo. La imagen forma parte de la galería de triunfos de la neonatóloga. ¿No preservan sus estatuillas los que ganan el Oscar?, ¿no conservan los campeones olímpicos sus medallas como objetos religiosos?, ¿no muestran los coleccionistas de orquídeas su mejor ejemplar? Pues ella muestra a su prematura. El mío, Juan Andrés, ya cuenta 16 años. No lo muestro porque me mata. Cada quien tiene derecho a su propia ceremonia.