En la aldea
25 abril 2024

Crónica de la pandemia en Caracas

Calles desoladas, poco tráfico, ausencia laboral, una ciudad sin ruido: El coronavirus viene con su propio deja vu, a pararse firme junto a las imposiciones del chavismo.

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Alonso Moleiro | 26 mayo 2020

El tránsito de abril a mayo puede ser el más caluroso de todo el año en Caracas. Aún no ha comenzado a llover y la ciudad parece tomada por una bóveda opresiva, húmeda y plomiza, ahumada por los incendios forestales

Una especie de otoño invertido, saliendo de la frescura decembrina para entrar en la severidad del calor, con cierres de inventario de origen vegetal: Alfombras de hojas que arropan urbanizaciones, semillas mordidas por loros esparcidas en las calles, basura mal recogida y chicharras orquestadas colocándole música al crepúsculo urbano.

Caracas, la de la pandemia, es un entorno urbano donde la desventura es una convención. Es, hoy, el lugar más triste del mundo. Un trozo de cuero pisado por la bota militar. Un lugar donde todo lo que alguna vez ha sido, difícilmente ya lo vuelva a ser. Una paradoja cotidiana, donde hablan, sobre todo, los recuerdos y las voces de los ausentes. Una ciudad en la cual sus urbanizaciones y confines tienen poco que contarse entre sí.

“El coronavirus es la ley paraguas del resto de los problemas del venezolano. Se trata de un remolino que trae ecos. Los problemas de la ciudadanía están surcados por un interminable laberinto”

La prevención ante la pandemia es una realidad en la capital, y ya hay demasiados problemas acumulados haciendo fila en el país. Más que una novedad, el coronavirus es una nueva amenaza. Una de las varias que forman parte de nuestras vidas. Termina siendo un aderezo a la ensalada de la tragedia nacional. Una calamidad adicional que tiende a aplazar las demandas de toda la humanidad y, en consecuencia, también las nuestras.

La ciudad del silencio

El volumen de personas en las calles de Caracas, con todos los vetos oficiales vigentes, tiende a ser más evidente hoy, mes y medio después del decreto de la cuarentena. Los mercados populares de Catia o Quinta Crespo han estado muy concurridos últimamente. En las barriadas abunda la gente en las calles y hay pesquisas de médicos cubanos y venezolanos buscando sospechosos de contagio.

Cada vez más negocios sacan de la tierra su nariz para poder sobrevivir. Ahora son los comercios los que visitan las residencias de los pocos clientes que aún pueden pagar aquello que ofrecen. El delivery sigue siendo un servicio insuficiente en la ciudad. Cada vez hay más tiendas bajo sospecha de cierre. Los centros comerciales siguen clausurados. La ciudad luce quebrada, sacudida e inerte. Tienen la palabra la vegetación y los pájaros. Cada vez con más claridad se impone entre nosotros una indescriptible sensación de transitoriedad.

Todo el mundo en Caracas tiene puesto su tapabocas, antes, incluso, de que quedara zanjado el debate global en torno a la utilidad de su uso. Con su desembarco se ha ido evaporando la pasión política entre la gente. Es una máscara que ha llegado para imponer el silencio. La pandemia obra en favor del status quo. Detrás de aquella prescripción clínica quedaron enmascarados los rostros de la tragedia nacional: Gente sin sonrisas; voces atrapadas en una tela; ojos atormentados, contemplativos, anudados en sus propias mortificaciones, acaso hambrientos.

De Caricuao a Petare, la policía impide el paso por el entramado de autopistas de Caracas. El acceso a las vías rápidas precisa de un salvoconducto que exigirán las autoridades. Los efectivos de la Policía Nacional Bolivariana, no muy abundantes hasta hace unos años, tienen hoy una presencia ineludible.    Sin el torrente circulatorio de las autovías, una cláusula tan socorrida cotidianamente, los cuadrantes urbanos quedan descoyuntados. El tránsito al sur-este y sur-oeste termina transformado por estos días en una modesta hipótesis.

Desprovisto de multitudes, restringido su uso por ser un teórico vector del contagio, el Metro de Caracas subsiste, con el paso cíclico de sus trenes silbando, clínicamente perfumado, disimulando su abandono. Acaso divorciado por primera vez del palpitar de la ciudad a la cual pertenece. El Metro también exige un salvoconducto. Está limitada la vialidad por las carreteras que serpentean las barriadas y urbanizaciones de la ciudad. No hay paso por la avenida Bolívar.

“La pandemia del Covid-19 ha llegado a Venezuela para enfundar el total estado de indefensión que vive el país en materia energética”

Hay un aumento claro en la cantidad de autobuses para el transporte público en Caracas, casi desaparecidos, a causa de la escasez de repuestos, hace unos 3 años. Puede uno verlos, cada vez más frecuentes, a veces abarrotados de pasajeros. Cada uno de ellos con su propio tapabocas. Como no hay billetes, porque el bolívar no existe, muchas personas ofrecerán para pagar un paquete de arroz, de pasta o harina Pan. Los carbohidratos empaquetados son el alimento que mejor hace las veces de moneda para estos casos.

La moderada circulación de autos hoy está circunscrita a los confines del tejido matriz del perímetro urbano. En muchas de las avenidas disponibles hay conos que condicionan la vialidad: Las avenidas Sucre, San Martín, Lecuna y Universidad; las avenidas Libertador, Andrés Bello, Casanova y Miranda; las avenidas Río de Janeiro, Venezuela, principal de Las Mercedes y Luis Roche.

Sobre aquellas aceras se desplaza, detallada, dispersa, discreta, a veces parece que sin rumbo, en medio de un soleado entorno opresivo donde abundan policías motorizados sin placas, la ciudadanía que ha tenido que salir de sus madrigueras a verse las caras con la realidad. A pedir comida, a trepar por mangos, a revisar los tobos de la basura. La que tiene que tomar en cuenta la existencia de otros enemigos, más allá del coronavirus.

El grillete de la gasolina

La circulación y la propia existencia de los transeúntes en Caracas estarán signadas por la disponibilidad de la gasolina. La escasez nacional de combustible, que antes exceptuaba a Caracas, ahora deshace sus maletas para hacernos compañía junto al virus. La pandemia del Covid-19 ha llegado a Venezuela para enfundar el total estado de indefensión que vive el país en materia energética.

Esta capital, petrolera por excelencia, con escasa vocación peatonal, mucho más inviable en las noches que en el día, había pasado demasiadas décadas acostumbrada al uso de la gasolina regalada, un curioso aditamento del paisaje que el venezolano promedio llegó a considerar un derecho adquirido.

La Caracas sin gasolina es una ciudad con anemia. 

La pandemia había llegado un poco antes que la escasez de combustible. Ambas calamidades han subido juntas al escenario del drama venezolano. Nadie se ha tomado la molestia de explicarle a la gente por sus verdaderas causas. No mucha gente parece tener muy claro el escandaloso estado de las refinerías y el alarmante volumen en la caída de la producción de crudo del país. No hay suficiente gasolina en la nación con mayores reservas de petróleo de la tierra. No hay gasolina en un país que fue uno de los grandes exportadores de combustible del siglo XX. No hay gasolina en Venezuela, por años uno de los cinco grandes productores mundiales de crudo. No hay gasolina, es todo. Como el coronavirus, la falta de gasolina es, sencillamente, parte del paisaje nacional.

La bomba deLebrún, en Petare; la de avenida Blandín, en La Castellana; Chapellín, Plaza La Estrella, y La Paz; La Bandera y Los Ilustres; Montalbán y La Vega; la avenida Victoria y Roca Tarpeya. El nuevo mapa de Caracas está dominado por el dictamen de sus estaciones de servicio.

Para surtirse será necesario acampar en una larga fila de autos, habitualmente hacia el final de la tarde, y venir preparado para amanecer. Hace ya varios meses que sucede en casi todo el interior del país. Algunos motorizados bromean con la existencia del “Covid gasolinero”. La cita para poner combustible genera un curioso tejido de relaciones y conveniencias complementarias de corta duración. Se trata de un evento logístico que, cada tarde, replica “La Autopista del Sur”, de Julio Cortázar. Organizado y patrocinado por la Guardia Nacional.

Los usuarios vendrán preparados para departir con los demás. Lo habitual es que la fila de autos comience unas manzanas más atrás de la propia estación. A pesar de lo enojoso, no son eventos particularmente inseguros. En el colectivo va a privar la cordialidad política y la mutua conveniencia. Se compartirá información sobre la métrica de la cola, las últimas disposiciones de los militares encargados y la hora de la llegada de la gandola con el combustible. Se intercambiarán historias insólitas de la vida en la ciudad y se conversará un poco de política.

La maratónica gestión no garantiza que los autos en fila se retiren con el tanque lleno. Lo habitual es que cada carro termine abastecido con acaso la mitad o unos tres cuartos de tanque, mientras las motos puedan colocar 4 litros.

Comienzan a expandirse historias sobre la reventa a particulares a precios internacionales. Hay personas que venden gasolina al detal a 2, 3 y 4 dólares el litro. El combustible en reventa es habitualmente de poca calidad y con un octanaje muy bajo. Se evapora en el tanque y tiene una duración breve.  Policías y militares trafican con las necesidades ciudadanas a cambio de unos churupos. Son los agentes de un marco de asedio que corrompe a toda la ciudadanía. Hay que ver lo caro que nos terminó saliendo a todos haber tenido por años la gasolina más barata del mundo.

En dónde nos quedamos antes de la pandemia

Muy poco antes del arribo de la pandemia, Juan Guaidó llegaba de una exitosa gira política por Europa y Estados Unidos dispuesto a colocar sobre la mesa del debate público el Pliego Nacional de Conflicto. Procuraba atar las demandas sobre el regreso de la democracia con los gravísimos e inaceptables problemas cotidianos que tiene la población en este pico de la crisis, frente a un Nicolás Maduro ya sin argumentos políticos.

Hace unos meses se hablaba de bodegones, de “normalización”, y de boliburgueses. Se hacían comentarios maliciosos sobre las fiestas en el Hotel Humboldt. Se extendía la preocupación sobre la dificultad del panorama político de la Oposición. Se hablaba del desembarco del dólar. Se sentía un ligero respiro económico en medio de aquel océano de problemas que ha creado el cretinismo fanático chavista.

“No hay suficiente gasolina en la nación con mayores reservas de petróleo de la tierra. No hay gasolina en un país que fue uno de los grandes exportadores de combustible del siglo XX”

Vivíamos, después de todo, alternando nuestros compromisos, asistiendo a foros y eventos, con derecho a unos raviolis los sábados, a una obra de teatro, a alguna novedad cultural, a visitar a los amigos, los que se quedaron, los nuevos y los viejos.

Todo aquel escenario hoy luce lejano, casi remoto. El país de febrero de este año, ya de suyo lo suficientemente espeluznante, posa idílico frente a la pandemia y su orden de silencio. Hoy salimos apenas a caminar por las urbanizaciones en las mañanas, a hacer compras y actualizarnos con nuestros vecinos. El grillete de la ausencia de la gasolina ha limitado aún más nuestra capacidad para movilizarnos. Las conversaciones en los abastos terminan siendo el evento cívico del día. Por las tardes podremos permitirnos un recorrido aeróbico bajo el festín de guacamayas y loros. Entre una casa y la otra, en aquellas veredas, podrá oírse un nuevo reporte de Jorge o Delcy Rodríguez sobre los casos de coronavirus. Nuestras urbanizaciones son nuestras nuevas repúblicas.

La gravedad de la situación del país sigue circulando por las cadenas de wasap y las redes sociales, espacio en el cual sobrevive un acalorado y agotador debate, inexistente en las calles, sobre el estatus actual de la tragedia venezolana.

Se va la luz en La Florida. Se concreta la mueca de la Operación Gedeón. En el este ponen 20 minutos de agua al día. El occidente del país tiene derecho a la luz cada 12 horas. 40 presos mueren, como si fueran moscas, sin que a nadie le importe, en una cárcel de Guanare. El servicio de Internet es mediocre.  DirecTV se fue de Venezuela y nos quedamos sin televisión.

La clonación de las circunstancias

Los días en la pandemia vienen con una escenografía fija: Los rincones de nuestras propias casas. Aunque cada jornada pueda traer su novedad, e incluso a veces podamos estar muy ocupados, en esta circunstancia del confinamiento se concreta una especie de clonación de nuestro entorno.

Vivimos en un solo contexto, en una toma única, metidos en el dibujo de un papel tapiz. Los días de la semana son ahora un largo ramillete hecho secuencia, una sola circunstancia con matices. A ratos da igual qué hora es, que sea martes o que sea sábado.

Navegamos entonces, dentro de nuestro personal microcosmos, ejerciendo con resignada serenidad nuestra rutina, envueltos en la placenta de lo predecible, repitiendo secuencias, recordando días, honrando gustos, atrapando detalles en el aire, especulando sobre el futuro. Hablando con nuestros seres queridos a la distancia.

De noche, Caracas regresará a su sarcófago. Morirá de nuevo, por completo, sin atenuantes, y no habrá ningún alma aventurera que se atreva a contradecir esta sentencia. La noche viene con su cerrojo. Se despliegan los fantasmas del hampa. La vida en los tiempos de la pandemia tiene horario de matinée. Existiremos en la realidad figurada de las redes sociales y las cadenas de wasap.

Desde Venezuela, los contornos por la emergencia ante el Covid-19 tienen dimensiones fractales. El coronavirus es la ley paraguas del resto de los problemas del venezolano. Se trata de un remolino que trae ecos. Los problemas de la ciudadanía están surcados por un interminable laberinto. El coronavirus ha venido a pararse firme junto a las imposiciones del chavismo.

Hay un deja vu, un aroma, un entorno emocional ya vivido. Las calles desoladas, los días sin ruido, la suspensión de actividades, las francachelas de pájaros, el cerrojo nocturno, la excepcionalidad hecha rutina. Parecen los últimos días de la crisis de 2017. El doloroso atardecer de cualquier jornada de protesta en 2014. El siniestro surco del apagón nacional de 2019. El día siguiente de cualquier anuncio oficial deshonesto, impuesto, escamoteado. Parece uno de los muchos días vividos antes en el ghetto de la peste chavista.

Así, en lugar de evitarla, hemos aprendido a comprender la incertidumbre. A plantarle cara a sus recados, sus mandatos, y, en ocasiones, a entendernos con ella. A valorar el pedazo de pan que trae consigo cada día. A comprender que el futuro no es una maqueta hecha, ni un seguro de vida, ni el pago de una cuota. Hemos aprendido que el futuro tiene que ser consumido por partes y con muchas condiciones.

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La opinión emitida en este espacio refleja únicamente la de su autor y no compromete la línea editorial de La Gran Aldea.
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