En la aldea
25 abril 2024

El sermón de la Conferencia Episcopal

El documento de la Conferencia Episcopal no presenta un conjunto de planteamientos hilvanados, un cuerpo argumental al cual distinga la consistencia, sino apenas un desfile de afirmaciones aisladas que no llega a vincular, que no se toma la molestia de relacionar porque no forma parte de su costumbre, ni distingue a su pedagogía.

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Elías Pino Iturrieta | 16 agosto 2020

El reciente documento de los obispos venezolanos sobre las elecciones parlamentarias ha tenido una curiosa recepción. Para unos ha sido un desastre desde el punto de vista político, un factor de perturbación, pero otros lo consideran como un análisis oportuno de la situación en vísperas electorales y como una luz en el camino para salir de la dictadura. A mí me parece un error sin paliativos, una propuesta irresponsable y capaz de provocar reacciones de asombro y rechazo que embarulla todavía más el rompecabezas nacional, pese a que otros lo han leído con beneplácito. ¿Cómo es posible que un papel de dos cuartillas, publicado por los prelados de la Iglesia católica después de un análisis que debió ser pausado, pueda provocar reacciones tan contradictorias?

Sin detenerse en la verdadera causa del entuerto, los defensores de la prosa episcopal atribuyen la disparidad de las respuestas a un problema de comprensión lectora, a los tontos o a los malvados que la tuvimos frente a la vista y no supimos leerla porque somos incapaces, o malintencionados. Pero las contradicciones no se deben a la lectoría, sino a quienes se sentaron a escribir el documento para que fuera de consumo público. La culpa no es de la grey que espera el consejo de los catedráticos, sino solo de los redactores que no fueron capaces de satisfacer la ansiedad de los destinatarios. Un pueblo que ha seguido con entusiasmo el retorno de la Madre Iglesia a la parcela política, que se ha regocijado de su reencuentro con un rebaño cuyas necesidades de naturaleza republicana había desatendido en el pasado, no puede ponerse ahora a remendar a propósito las goteras que observa en el techo de la sacristía, a menos que descubra que las troneras se deben a los obreros de adentro. El texto llegó con averías que ninguno de sus redactores advirtió, pero que podían ser evidentes para el más bisoño de los plumarios. Que los lectores las descubran no es motivo de escándalo, sino más bien camino para que las cosas se ubiquen en su justo lugar, es decir, para que los jerarcas sientan, aunque no sea probable, que se equivocaron de escena y se ajusten a otro libreto.

El documento advierte sobre la inminencia de un fraude electoral, sobre el sendero torcido de su preparación y sobre cómo puede concluir en la burla de la voluntad popular debido a las maniobras arteras de la usurpación, que detalla con meticulosidad, pero después clama por evitar la abstención de los electores. Anuncia con sobradas razones la inminencia de una inmoralidad, pero no ve con malos ojos que participemos en ella. El problema radica en que no nos indica cómo hacer la maroma del vicio a la virtud o de la pasividad a la actividad sin ensuciarnos, sin participar en pecados de complicidad, o de estupidez. Tienen razón los prelados cuando afirman que la abstención no soluciona el problema, sino todo lo contrario, tienen razón cuando nos piden que salgamos de los rincones y demos la cara frente a la dictadura, pero hasta allí les alcanza la linterna porque no agregan un manual de instrucciones para el periplo. A quizá juren que lo agregan cuando piden a los partidos políticos que se pongan en eso, que le busquen la vuelta a la tortilla para que todos encarnemos en adelante el coraje cívico. Y colorín colorado, hasta esa orilla los trajo el río.

Un apologista del texto ve en el llamado a los partidos de oposición un acto de valentía porque los conmina a ser distintos, más efectivos y lúcidos, pero en realidad los obispos solo repiten los reproches de los tuiteros corrientes, yo entre ellos, y de los opinadores silvestres que se la pasan buscando la paja en ojos ajenos sin hacer una sugerencia digna de consideración. El documento de la Conferencia Episcopal no presenta un conjunto de planteamientos hilvanados, un cuerpo argumental al cual distinga la consistencia, sino apenas un desfile de afirmaciones aisladas que no llega a vincular, que no se toma la molestia de relacionar porque no forma parte de su costumbre, ni distingue a su pedagogía. Los prelados hicieron lo que hacen en el púlpito, revelar la verdad sin necesidad de explicarla porque sale de su inapelable cátedra y porque la fe de la grey debe aceptarla sin vacilaciones. Ahora no fueron sociólogos, ni politólogos, ni filósofos, como muchas veces lo han sido con acierto, sino predicadores. Ni siquiera fueron políticos, para completar, pese al entusiasmo de quienes sentimos que ocupan lugar destacado en su terreno.

Mucha mitra y poca cabeza, mucho báculo y poca brújula terrenal, galones de catequesis y gotas de raciocinio, kilos de San Juan y gramos de Santo Tomás, volúmenes espesos de homilía y cero de profanidad, en suma. En esta ocasión olvidaron nuestros obispos que Venezuela no es una misión, sino una república desconfiada y descreída.

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