Sentenciaba Quino, en la voz de Mafalda, que el mayor problema de graduarse de la “universidad de la vida” es que su acto de grado termina siendo, siempre, un funeral.
Arrojados a esta universidad sin un “manual para usuarios” más allá de la educación que se pueda recibir, cruzamos la existencia buscando un sentido a la vida, un argumento que explique nuestra historia y que dé lógica a las experiencias. Hay quienes lo consiguen en los libros, en la familia, en el trabajo; otros lo encuentran en la fe, en las creencias en fuerzas superiores que rigen nuestra biografía, una metafísica que trazaría, como indica el sentido común, rectas sentencias, llenas de sentido, sobre líneas torcidas.
Quizás todos echamos mano a más de un argumento para justificar la terquedad con que nos agarramos a la vida sin rubricar una nota de suicidio, y en nosotros convive, a un mismo tiempo, la creencia en nuestras decisiones y la fe en un proyecto personal. Quizás todos, en el fondo, terminamos viendo hacia el cielo buscando señales que nos gradúen cum laude en esta irrevocable “universidad de la vida”. Humano, demasiado humano, como diría el filósofo alemán.
El problema, advierten los especialistas, es que podemos recurrir en exceso a explicaciones que ponen de lado nuestra voluntad de decidir sobre nuestra existencia y otorgamos, a fuerzas externas a nosotros, como “Dios” o el “destino”, la capacidad de determinar nuestra vida. Aquel “locus de control externo” que rivaliza con la fe en nosotros mismos.
Historia a la medida
Los proyectos políticos de vocación totalitaria son amigos de estas predestinaciones que ponen de lado la voluntad individual de sus ciudadanos. Quienes los impulsan se vuelven verdaderos adictos a descubrir y difundir señales de que su jefatura está predestinada al éxito y para ello recurren a la religión y a la historia, con verdadera promiscuidad ideológica.
Es por eso que en el discurso oficial encontramos asociaciones inverosímiles como que los pueblos originarios eran antiimperialistas y pacifistas desde un origen edénico violentado por los conquistadores. O que hay vínculos irrevocables entre las luchas del Cacique Tiuna, la Guerra de Independencia, la Guerra Federal y el alzamiento militar del teniente coronel Hugo Chávez. Insisten en predicar que Bolívar fue antiimperialista y lo traicionaron cuando quería unir a Sudamérica; en tanto que Páez fue bueno hasta que se dejó conquistar por la oligarquía. Al inventario se agrega la conseja de que Cipriano Castro fue un patriota pero lo jodió Juan Vicente Gómez; y que Medina Angarita, de tan buena gente y pendejo que era, se dejó fastidiar por los adecos conspiradores. No falta en la lista la versión del Pacto de Puntofijo como una traición de las élites a las luchas democráticas y así, de simplismo en simplismo, vamos acomodando los hechos a un relato que aporte sentido sólo al proyecto del grupo en el poder.
Es así como el alto mando revolucionario ha entendido la historia venezolana: Como una colección de simplismos y clichés que sonrojaría al más prolífico autor de libros de autoayuda. La cúpula en el poder ha encontrado siempre, desde tiempos de Chávez, claves que justifican su existencia, sus excesos, sus errores. Una historia a la medida que se asume como un ejercicio de quiromancia permanente, que simplifica el pasado y en el que se consiguen razones para todo abuso.
Así, se busca atornillar en la conciencia de los venezolanos todo un “locus de control histórico”. Porque, en definitiva, ¿qué sentido tiene el individuo cuando es confrontado con (su) historia? Las libertades individuales, políticas y personales son apenas una nota al pie de la gran y mágica historiografía oficial.
Traduciendo a Nicolás Maduro
La semana pasada se celebraron los 200 años (1820) de la firma de los “Tratados de armisticio y regularización de la guerra” entre Simón Bolívar y Pablo Morillo. El hecho, digno de comentarios por parte de historiadores e intelectuales, fue empleado por el régimen para codificar un alambicado mensaje para su audiencia cautiva (sin eufemismos: Los venezolanos) y el gobierno norteamericano en ciernes.
Según Maduro, los “Tratados” fueron el reconocimiento que hizo el imperio (España) a la existencia de un pueblo, un gobierno (la Gran Colombia), un líder (Simón Bolívar) y al firme propósito de ser independientes. Un encuentro, el de Bolívar y Morillo, que demuestra que los enemigos pueden hacer una pausa a sus hostilidades para comenzar una nueva fase de reconocimiento mutuo desde la dignidad, esa mentada “diplomacia de paz” que siempre tienen entre los labios los voceros de Miraflores, y que aplicaron a este bicentenario con absurdo anacronismo.
Que haya ocurrido el bicentenario de los “Tratados” durante la presidencia de Nicolás Maduro y en medio de dos coyunturas importantes para la revolución, a saber, la celebración del 6D y el arribo de un nuevo gobierno en Estados Unidos, fue una oportunidad que Maduro no iba a desperdiciar para hacer lo de siempre, buscar una nueva señal de quiromancia histórica para justificarse. En esta ocasión, la idea es que el “imperio” debe reconocer a la revolución/Nicolás Maduro, de igual a igual, y su nuevo presidente comenzar un diálogo con Miraflores.
Maduro cree que su momento ha llegado. La derrota de Trump, en la que la revolución tendría arte y parte (según el credo oficialista, al no poder impedir la victoria de Biden, como lo prometió el magnate durante su campaña electoral), y el fin de la Presidencia interina a partir del 5 de enero, son los hechos que coinciden con el bicentenario de los “Tratados”. Creen en Miraflores que estos eventos constituyen una señal que debe ser leída por los augures del norte, para entenderse con el que tiene en verdad el poder en Venezuela.
Por eso Maduro, la semana pasada, celebró el nuevo programa de historia que transmite VTV, conducido por el inefable Pedro Calzadilla. Por eso, también, pidió que la historia política y militar se convierta, desde las redes sociales, en un ejercicio de pedagogía, una historia entendida como la “esencia de la lucha ideológica”.
No es la primera vez que la revolución simplifica la historia y la retuerce para dar sentido a una iniciativa política, que nada tiene que ver con un hecho ocurrido hace 200 años. Es una forma de encontrar señales en el pasado, entendido como un libro de magia política e ideológica. Los proyectos de clara vocación totalitaria encuentran así designios mayores con los que imponer su voluntad a los ciudadanos. Todo un locus de control histórico.