En la aldea
25 abril 2024

La larga sombra del Esequibo

La visita del Jefe del Comando Sur y los ejercicios militares emprendidos por Estados Unidos y Guyana, tras conocerse que la Corte Internacional de Justicia se declara competente para tratar el diferendo, envía el mensaje de que no será el lenguaje diplomático, sino el militar y el jurídico, con los que se quiere entender Guyana con Venezuela. La cuestión es si el madurismo va a aceptar esas gramáticas y dejar en manos de los militares el diseño de la política pertinente. Mientras, Maduro está empeñado en construir un “nuevo comienzo” una vez neutralizado el “enemigo interno”.

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Colette Capriles | 14 enero 2021

En 1982 se produjo un extraño espectáculo. Las múltiples izquierdas, eternamente acongojadas por sus irreductibles diferencias, vieron la luz: Se apelmazaron como por prestidigitación tras las figuras de la dictadura argentina, el más siniestro de los regímenes militares de Latinoamérica y su peor enemigo, para defender la “autodeterminación de los pueblos” -aunque esta no fuera más que la sobredeterminación de unos militares sobre el pueblo- y apoyar la lucha contra el “imperialismo” británico en la Guerra de las Malvinas.

El enemigo principal y el enemigo secundario. En efecto, la “dialéctica” entre táctica y estrategia y la oportunista distinción entre enemigo principal y enemigo secundario justificaban toda clase de deslizamientos y alianzas contra natura. Pero el verdadero resorte era otro: La carta nacionalista que estaba jugando la dictadura es demasiado poderosa y habría sido suicida renunciar a ella. Era preferible cerrar los ojos ante los 30.000 muertos y desaparecidos.

El nacionalismo es la última forma de legitimación. Cuando las instituciones no la otorgan, el nacionalismo la arrebata. Pero habría que decir también que es la primera forma de clamar por legitimidad. Cuando los historiadores se encuentren a la distancia suficiente para diseccionar estos años de chavismo encontrarán que, tras las capas de la confusa amalgama de capas ideológicas, se halla el órgano que mantiene todo junto: Una narrativa nacionalista que está en el origen de la aventura de demoler las instituciones que empezó a finales de los años ochenta.

Contra las instituciones, la identidad. Así se puede resumir la crisis planetaria en la que se encuentra sumida la democracia moderna. Y la que fue nuestra. En el chavismo ha habido desde siempre una tensión entre la voluntad de institucionalizarse, de crear sus propias instituciones, y la fuerza si se quiere centrífuga de hacer descansar su universo sobre alguna forma de nacionalismo identitario. Lo segundo ha venido creciendo en la medida en que ha fracasado lo primero.

Otra ideología de reemplazo. Es muy evidente cómo la narrativa nacionalista ha sido el pegamento más cohesivo para mantener unido a los distintos clanes del chavismo y la alianza entre los militares y el madurismo. Pero más importante, canaliza la frustración y desencanto del chavista de a pie con su lógica de defensa de la nación articulada con la del amigo/enemigo como ideología de reemplazo, que se ceba en la internacionalización del conflicto político venezolano.

Y de pronto el Esequibo existe. Durante años se perdió la tierna costumbre de dibujar el mapa de Venezuela con esa Zona en Reclamación cuyas rayas diagonales se esmeraba uno en dibujar bien derechas. Para Hugo Chávez valía más la alianza con el gobierno de Bharrat Jagdeo, para efectos de su proyecto continental, que proseguir con ese incómodo asunto, y por lo que se puede colegir, Chávez confiaba en que era posible establecer una relación política y económica de “hermano mayor” que postergara indefinidamente la controversia soberanista.

Demasiado silencio. Frente a la indiferencia oficial, la oposición ha guardado también silencio. No solo en la cuestión del Esequibo sino, más dramáticamente, con respecto a la autonomía de su política con respecto a los intereses de sus socios internacionales, suministrando un precioso oxígeno a las narrativas épico-patrióticas del régimen. Y más grave aún, alienándose al sector militar que se concibe a sí mismo como la encarnación de la nacionalidad, siguiendo una tradición que trasciende al chavismo.

Un último gesto. La visita del Jefe del Comando Sur y los ejercicios militares emprendidos por Estados Unidos y Guyana, tras conocerse que la Corte Internacional de Justicia se declara competente para tratar el diferendo, envía el mensaje de que no será el lenguaje diplomático, sino el militar y el jurídico, con los que se quiere entender Guyana con Venezuela. La cuestión es si el madurismo va a aceptar esas gramáticas y dejar en manos de los militares el diseño de la política pertinente. Indudablemente el aumento de la tensión contribuye a la cohesión y unificación interna. Pero no al discurso de la paz y la estabilidad que Maduro está empeñado en construir para decretar un “nuevo comienzo” (otro, uno más, eterno recomenzar) una vez neutralizado el “enemigo interno”. Las Malvinas siempre son una tentación, pero la lección histórica que dejaron, al catalizar el cambio de régimen, quedó bien aprendida.

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La opinión emitida en este espacio refleja únicamente la de su autor y no compromete la línea editorial de La Gran Aldea.
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