En la aldea
02 diciembre 2024

Sentido del misterio

¿Por qué entonces tanto fanatismo, con la consiguiente polarización? Para entenderlo, habría que sopesar cómo en la sociedad actual hemos perdido el sentido del misterio; ese que da lugar a la sabiduría del corazón que reconoce el valor de la realidad, de la vida propia, de la vida de los otros. El gobierno ha de estar subordinado a la justicia y ordenado al bien común. De no ser así, ocurrirá -lo hemos presenciado en las sociedades totalitarias- que el poder define la “justicia” y la impone por la fuerza.

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Rafael Tomás Caldera | 15 enero 2021

Por un comentario a un lúcido artículo suyo1, donde trata de la polarización y el fanatismo -fenómenos que no podrían ser más actuales-, me pregunta Sandra Caula por qué insisto en el amor a la verdad dentro de ese contexto. Argumenta con razón, ¿acaso no suele ser invocada la verdad por todo fanático y en su nombre no se cometen muchas injusticias? La pregunta es exigente, además de razonable. Debo, pues, responder de una manera más completa, lo que con todo gusto intentaré hacer ahora.

El problema casi que se puede descomponer para su análisis siguiendo los dos términos de la expresión: ‘Amor’ y ‘verdad’. Con la precaución de comenzar por lo que parece menos discutible, donde sin embargo se encierra quizá la mayor dificultad: El término ‘amor’.

Una ambigüedad de raíz afecta su significación, no como problema filológico o de diccionario, sino existencial. Porque al hablar de ‘amor’ abarcamos tanto el egoísmo como la generosidad, el afán de posesión y el desprendimiento oblativo; lo que se ha llamado, con términos griegos, el eros y el ágape2.

La dificultad constante en la vida de la persona, y como dato del problema, está en que al amar nos adherimos a lo bueno. Cuando aún no hemos alcanzado eso que amamos, surge el deseo; al lograrlo, el gozo. Ello significa que todo bien amado es sin duda un bien para mí, que lo busco. Pero hay una gran diferencia entre buscar algo bueno en sí mismo, que me hace bien; o buscarlo porque me hace bien, por ejemplo, me supone una ventaja o me causa mucho placer. No es una sutileza. Es la gran alternativa para el ser humano, que puede amar lo bueno por sí mismo -y ser capaz entonces de actuar con generosidad- o amarse a sí mismo como medida y referencia de todo lo bueno.

Ese amor propio deviene entonces en hybris, desmesura; el amour de soi, de los moralistas franceses; en breve, el egoísmo, que con frecuencia se reviste de actitudes magnánimas y se oculta de ese modo a los ojos del propio sujeto: Actúa (según piensa) por el bien del Pueblo, de la Patria, de la Humanidad.

Para el amor de sí como término de primer orden, la verdad es objeto de posesión. El sujeto se presenta -en lo grande o en lo más ordinario- como un truth-possesor: Un dueño de la verdad. Será su dictamen, por tanto, lo que valga y quien no esté de acuerdo deberá ser rechazado. Más aún: Negado, con formas de negación que pueden ir desde la burla o la censura en las redes sociales (hoy por hoy) hasta el silenciamiento y el exterminio. Ese dueño de la verdad identifica el error (que no tiene derechos) con el presunto sujeto equivocado (que no ha perdido por ello su condición de persona).

Eso, sin embargo, no corresponde a la realidad: Deforma la verdad, que pretende poseer. Para verlo con mayor claridad debemos considerar el segundo término de la expresión: La ‘verdad’.

Por lo pronto, no hablamos de una cosa, una commodity de las que mueven la sociedad de consumo. No puede adquirirse en esas deslumbrantes tiendas por departamentos en que se han convertido algunas grandes universidades, cuyos títulos se cotizan casi como acciones en la bolsa, ni en el más reciente e invasivo comercio por Internet.

La verdad es una relación, que supone abrirse -abrir el alma, la inteligencia- a la consideración de lo dado, para afirmar lo que es y negar lo que no es. El sujeto, en esa relación, adquiere conocimiento, una posesión precaria como todo lo humano. Es sin duda un tener, pero sobre todo es una manera de ser. Al conocer, me abro a lo que me mide mi inteligencia, en un afán de alcanzar su significado y su valor.

“Es más seguro el deseo de buscar la verdad que la presunción de conocer lo desconocido. Busquemos pues como quien ha de hallar; y encontremos como quien ha de buscar”

San Agustín

Tras poco andar, encontramos que hay diferencia entre lo que suele llamarse ‘problema’ y lo que ha sido llamado ‘misterio’. En ambos casos, al asombro inicial ante lo que se ha hecho presente, que desconozco, sigue una pregunta. La más general de todas: ¿Qué es? Pero mientras en los problemas podemos reconocer, junto con la ignorancia actual, la posibilidad de alcanzar una respuesta satisfactoria, en el misterio vemos que aquello nos supera, nos incluye, y ha de quedar como interrogación abierta. Así la pregunta antigua y planteada siempre de nuevo: ¿Qué es el ser? O en la doble versión de Leibniz: ¿Por qué hay algo en lugar de nada?, ¿por qué las cosas son como son y no de otra manera?

Hoy en particular se pregunta con insistencia -y no deja de recurrirse al término ‘misterio’- por el ser de la conciencia: ¿Qué es conciencia? Lo cual, en el fondo, es una manera de preguntar por el ser mismo, dato originario, no reductible a nada anterior.

Así como en el cultivo de la ciencia la persona se somete a lo que encuentra, ante el misterio dice, como Sócrates, que no sabe nada: Solo Dios es sabio. Esta apertura -amor- a la verdad modera la hybris, abre al sujeto a lo más grande que él y le impide erigirse en medida de los demás.

¿Por qué entonces tanto fanatismo, con la consiguiente polarización? Para entenderlo, habría que sopesar cómo en la sociedad actual hemos perdido el sentido del misterio.

Abierto a la trascendencia, Sócrates estaba consciente de su no saber radical. Todo lo que uno pudiera saber es en realidad como nada, puesto que no conocemos el último fundamento o primer principio de todo. Ignoramos, por consiguiente, lo más profundo de nosotros mismos y ese misterio de la propia intimidad nos lleva a respetarlo en los otros. Somos viajeros que compartimos un mismo camino hasta el muro blanco de la muerte. ¿O más allá?

Al preguntarse Tomás de Aquino por qué se le revelarían al ser humano verdades que su inteligencia no alcanza a comprender, él, tan dotado de razón, se responde: Para que nadie piense que la razón abarca todo lo real y nos mantengamos en una modesta búsqueda de la verdad3. San Agustín, uno de los maestros de Occidente, había escrito a su vez: “Es más seguro el deseo de buscar la verdad que la presunción de conocer lo desconocido. Busquemos pues como quien ha de hallar; y encontremos como quien ha de buscar”4. Cita entonces el libro del Eclesiástico (18, 6): Cuando el hombre haya terminado, entonces comienza.

Si se desvanece el sentido del misterio de lo que existe y la ciencia se alía de tal manera con la técnica -¿Laboratorios de Wuhan?- que en lugar de conocer queremos sobre todo transformar la realidad, habremos hecho del atrévete a saber ilustrado la fuente de las ideologías. Sistemas cerrados de ideas que, por reducción a sus premisas, pueden dar una explicación completa, en forma progresiva, de todo lo que es. Ante ellas, se oculta aquello que no cabe en el sistema, sea la naturaleza de la conciencia, el valor mismo de la vida humana, manipulada a diario, o la necesidad de respetar el ambiente, la Naturaleza en la cual existimos.

La ausencia de sabiduría, de sentido del misterio, es particularmente grave en un espacio público que se llena de sofistas e ideólogos. ¿No anticiparon Orwell y Huxley el posible devenir de estas sociedades, sometidas al totalitarismo? Huxley, además, lo hizo con la lucidez de describir una suerte de totalitarismo de la diversión, como el que está en curso de implantarse en nuestro tiempo5.

¿Por qué, sin embargo, la polarización actual? Decía que acompaña o sigue al fanatismo, pero su fuente próxima -me parece- está más bien en una condición propia de la búsqueda de la verdad y del cultivo de la ciencia. En pocas palabras, su carácter de tarea compartida. El diálogo, la comunicación de resultados, el empeño común es intrínseco a esa búsqueda, de tal manera que, aislado, el sujeto no tan solo no llegaría más lejos, sino que se vería disminuido en su propia capacidad de entender. Necesitamos, además, la ratificación de lo que hemos visto, por otros que, cultivadores del mismo oficio, puedan certificar la validez de lo hallado. La ciencia se lleva a cabo en comunión.

Ahora bien, como remedo perverso de esa condición natural, tenemos la pertenencia a un grupo de fanáticos. Al reconocer su semejanza y al ser reconocido por el grupo, el sujeto se reafirma en sus “convicciones” hasta el punto de hacerse impermeable a toda otra influencia, cerrado al diálogo y -si es el caso- dispuesto a imponer por la fuerza su visión de las cosas.

En el ejercicio del poder político, bien lo sabemos, el gobierno ha de estar subordinado a la justicia y ordenado al bien común. Ha de tener su medida propia en los derechos de los ciudadanos. De no ser así, ocurrirá -lo hemos presenciado en las sociedades totalitarias– que el poder define la “justicia” y la impone por la fuerza.

El sentido del misterio da lugar a esa sabiduría del corazón que reconoce el valor de la realidad, de la vida propia, de la vida de los otros. Que no pretende certeza donde solo cabe opinión, más o menos fundada, como ocurre en el desempeño de los poderes públicos o en el arte de curar. Sabe, eso sí, que hay principios y orientaciones, como esa comprensión de la naturaleza de la verdad o del sentido del gobierno, que previenen la desmesura del amor propio y permiten una esforzada pero modesta búsqueda del saber.

Al término de su vida (tomo la anécdota de un libro de Jaime Nubiola6), Ludwig Wittgenstein podía confiar, a su discípula y albacea literaria, la filósofa Elizabeth Anscombe: “Elisa, yo siempre he amado la verdad”. No en vano había escrito -sentido del misterio- que de lo que no se puede hablar hay que callar. La sabiduría culmina en el silencio.

(1) “No le echemos la culpa a la polarización”, NYT español, 9.1.2011.

(2) Cfr. Josef Pieper, Las virtudes fundamentales, Madrid, Rialp, 2ed. 1980, pp. 481 ss. donde expone la tesis de Ander Nygren, el introductor de esas categorías en el estudio del problema.

(3) I Contra Gentiles, 5.

(4) De Trinitate, IX, 1, 1.

(5) En 1985 ya lo señaló Neil Postman en su conocido libro Amusing Ourselves to Death.

(6) Pensadores de frontera, Madrid, Rialp, 2020, p. 141.

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La opinión emitida en este espacio refleja únicamente la de su autor y no compromete la línea editorial de La Gran Aldea.
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