En la aldea
23 abril 2024

¿De quién es la culpa?

La creencia de que “el pueblo” es el artesano de su propia desgracia, solo parece servir para exculpar a los verdaderos responsables. ¿Por qué habrían de rendir cuenta los políticos? Se supone que el elector castiga o premia con su voto, y se supone que es al elector a quien debe rendírsele cuenta de acciones y omisiones. Pero no es el caso nuestro. Ese vínculo está roto, porque las elecciones no cumplen por ahora esa función de asegurar la representación. ¿Será más bien nuestra memoria la que nos saque del laberinto?

Lee y comparte
Colette Capriles | 28 enero 2021

Cuando todos somos culpables, nadie lo es. Aunque hace algún tiempo que no veo encuestas que indaguen sobre las percepciones de quién es el principal responsable de la “situación” (que ya vale más la pena llamarla “condición”), era sorprendente encontrar con cierta frecuencia, o al menos compitiendo con otros sospechosos, la creencia de que “el pueblo” o “nosotros mismos” somos los artesanos de nuestra desgracia. Es evidente que la asignación genérica de culpas funciona para exculpar a los verdaderos responsables, y en última instancia podría decirse que forma parte de nuestra práctica constante de evadir el conflicto por irresoluble. Pero además sin culpables tampoco hay víctimas. Y si no hay víctimas -lo que quiere decir: si no hay fracaso- ¿por qué habrían de rendir cuenta los políticos?

Las cuentas no dan. Rendir cuentas significa hacerse responsable de las decisiones tomadas o estrategias seguidas. En la historia larga de este país sobran los momentos en los que los políticos se han tomado en serio el reclamo y han asumido la responsabilidad de lo hecho o de lo no hecho. Y esto, visto de cerca, no tiene tanto que ver con un sentido moral superior, sino más bien, con una manera de conservar el vínculo entre el líder y el público. Asumir el fracaso, responder al memorial de agravios, disecar los errores, todo eso tiene costos, pero genera confianza, que es un activo invaluable. Algo que parece increíble que se les escape a otros tantos políticos que flotan sobre sus propias responsabilidades como a la deriva.

“Aristóteles dice que las tiranías funcionan como la guadaña que corta todas las espigas que sobresalen porque el tirano necesita igualar para dominar”

No pasó nada y si pasó no fui yo. Naturalmente, uno no se puede hacer responsable de errores que no existieron. De modo que se puede suponer que el político irresponsable lo es primariamente porque no sabe, no acepta, o no es capaz de ver el error. La negación es el primer mecanismo disponible. Pero rápidamente se echa mano del segundo, la proyección: La culpa es de los otros. Estos otros pueden ser desde el enemigo político hasta los socios, pasando por las teorías de la sobredeterminación histórica o de la desfavorable coyuntura. Y hay un tercer mecanismo, quizás el más nefasto. Es el que podríamos llamar el de la guadaña. Aristóteles dice que las tiranías funcionan como la guadaña que corta todas las espigas que sobresalen porque el tirano necesita igualar para dominar. Pero la imagen sirve porque en este caso se trata de la solidaridad automática: Si la negación o la proyección no son suficiente justificación, siempre queda el de “todos somos responsables”, “todos estamos por igual en esto”, “por qué hablas ahora y no cuando se tomaron las decisiones”, etcétera, con lo que volvemos a la casilla uno: En el campo autoritario ese es el momento de la “traición” y la deslealtad -seguido de la “autocrítica” y el ostracismo en el mejor de los casos-. 

Para representar hay que responder. Este país no puede transitar a la democracia sin recuperar la confianza en los demócratas como agentes responsables. En la práctica, las constituciones democráticas establecen unos mecanismos para asignar la responsabilidad política que viene apareada con la representación, o con la función representativa del político. Se supone que el elector castiga o premia con su voto, y se supone que es al elector a quien debe rendírsele cuenta de acciones y omisiones. Pero no es el caso nuestro. Ese vínculo está roto, porque las elecciones no cumplen por ahora esa función de asegurar la representación. Solo queda la confianza. Si hay un daño terrible infligido a la oposición venezolana ha sido justamente el de la desinstitucionalización: La pérdida de las reglas para tomar decisiones y para asignar la responsabilidad sobre las eventuales consecuencias de estas decisiones.

En política no hay muertos. Con esto solemos referirnos al estatus fantasmal en el que entran algunos políticos caídos en desgracia. En algún momento reviven y vuelven, sin preguntas y sin memoria, como si en efecto hubieran viajado brevemente al Hades atravesando el Leteo. Pero tengo la impresión de que han cambiado las cosas. Será más bien la memoria la que nos saque del laberinto.

Lee y comparte
La opinión emitida en este espacio refleja únicamente la de su autor y no compromete la línea editorial de La Gran Aldea.
Más de Opinión