En la aldea
23 abril 2024

El pueblo practica la democracia en 1944, con la elección de Yolanda Leal
como su reina.

🎥Auge y decadencia del País de las Mujeres (I Parte: Auge)

Una PDVSA, entonces un coloso corporativo global, que bautizaba sus buques petroleros con nombre de reinas. Por décadas la belleza venezolana fue símbolo de país pujante y optimista. El éxito femenino no solo significaba el progreso, la riqueza y la democracia de esa Venezuela próspera, sino la narrativa épica de la venezolana como emblema de una nación moderna. Luego, con el auge de un nuevo militarismo y en Miraflores un nuevo presidente, cuyo séquito definía a la publicidad y a los concursos de belleza como ‘racistas’, aquella Narrativa de la mujer venezolana entró en decadencia. El sueño nacional se desvanecía.

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Tony Frangie Mawad | 08 marzo 2021

“Ella es el negativo de ese pasado guerrillero, agreste, blanco y negro donde la belleza era rural y hasta miserable. Ella representa mejor que nadie el triunfo de la compota Gerber, de la leche Reina del Campo, la del envase azul oscuro que alimentó a todos los nacidos en la década de los sesenta”, decía Boris Izaguirre en una de sus crónicas, “es un triunfo que habla de un país más que pujante, desenfadado y optimista”. Era Irene Sáez, claro está; esa catira de un metro ochenta de estatura y sonrisa Colgate que en 1981, y con apenas diecinueve años, se coronaba como Miss Universo y se convertía en la más nueva columna griega de aquella Venezuela Saudita de petro-derroche y whisky escocés.

Cual reina designada por el voto popular, Irene transmutó de miss a alcaldesa en 1992. Presidió sobre Chacao, uno de los municipios más ricos de América Latina, y lo hizo a su imagen y semejanza: sumamente popular (y reelecta con más del 90% del voto), la alcaldesa de ‘Irenelandia’ trajo caballos de Estados Unidos con carretas para pasear a la gente al estilo neoyorkino, rediseñó el uniforme policial con guantes y cascos ingleses y aprobó un escudo color fucsia y azul cual producto Matel. Radio Rochela, incluso, bromeó en uno de sus sketches con que When You Wish Upon a Star fuese el himno. Con The Times de Londres nombrándola en su lista de las 100 mujeres más poderosas del mundo, Irene llegó al pico de su carrera política: su fallida candidatura presidencial en 1998, que coincidió con el inicio de nuestra tragedia colectiva.

“Cuando Colón arribó al delirio tropical que era la ‘Tierra de Gracia’ en 1498, describió a los indígenas locales como gente ‘más blanca que otra que haya visto en las Indias’”

De todos modos, el municipio de Irenelandia -en su corta duración- fue pináculo en aquella narrativa cuasi-mitológica que se había cimentado en torno a la mujer venezolana, posicionándola como la más bella del universo: símbolo de una nación democrática y moderna.

La narrativa épica de la mujer venezolana como símbolo del país, como imagen tanto externa como interna de Venezuela, es un constructo multifacético y que se ha expandido en varias dimensiones sociales con el pasar de las décadas: Una narrativa comunicacional y posteriormente visual (quizás cierta, quizás fantasiosa, pero realmente desligada materialmente de la mujer real y las consecuencias que pueda tener en ella) consolidada y esparcida por todo el mundo por diarios de viajeros, mentes lujuriosas del Viejo Mundo, medios locales y extranjeros, maquinaría publicitaria, concursos de belleza, marcas ávidas de vender productos, propaganda política, folletos turísticos y pantallas televisivas.

Sofía Silva, Miss Venezuela 1952.

Por ende, lo que podemos llamar la Narrativa de la Supremacía Estética Venezolana (así, en mayúsculas) es aquella idea de Venezuela como el País de las Mujeres, una tierra amazónica de amazonas, de mujeres supremamente más bellas entre todas las mujeres del globo: un país de “caballotas” de casi dos metros y voluminosas melenas con sangre indígena, negra y europea en las venas (aunque la Narrativa las muestre, o mostraba, casi siempre como blancas). Mujeres que son vendidas como un reflejo de Venezuela misma: “un país vaginal”, en palabras de Boris Izaguirre en una edición de Urbe de 1996, de “poder femenino” representado por “el amplio consumo de laca y seda”. El país donde Astrid Carolina Herrera hacía de Virgen de Coromoto en la pantalla chica.

Pero hoy, por ser símbolo ideológico del país, la Narrativa misma se ha podrido con la tragedia venezolana: ha llegado a su decadencia hasta ser frontalmente perjudicial hacia la imagen -el constructo mediático o del imaginario colectivo extranjero- de las  mujeres criollas. Aunque, primero, hay que retroceder a los albores de ‘cantos serenos de cautivas voces’: cuando, en otras narrativas externas, no éramos más que el Edén perdido en la India.

La Narrativa en torno a la supremacía de la belleza de la mujer venezolana es tan antigua como la nación misma. Cuando Colón arribó al delirio tropical que era la ‘Tierra de Gracia’ en 1498, describió a los indígenas locales como gente “más blanca que otra que haya visto en las Indias” (en un tiempo donde blancura equivalía a belleza) y como de “muy linda estatura, altos, de muy lindos gestos y hermosos cuerpos”. Empezaba así un leitmotiv recurrente en las crónicas de la conquista, donde se reafirmaba la ‘blancura’ y belleza de las indígenas ‘venezolanas’ sobre otros grupos autóctonos de la región: el sacerdote López de Gómara alabó a las indígenas venezolanas por su blancura y su discreción mientras que en Maracaibo, donde el conquistador Alonso de Ojeda se ‘apoderó’ de mujeres indígenas de notable belleza, el conquistador Martín Fernández de Enciso afirmó en su Suma de Geographia encontrar las mujeres más “gentiles” de “aquella tierra” nueva.

Así, propiciado el proceso del mestizaje y establecida una élite blanca que instauró a los rasgos blancos como el patrón codiciado, la Narrativa entra en tiempos republicanos: decía el Libertador en sus años colombinos, citado por el general Luis Perú de Lacroix, que “las catiras de Venezuela” tenían “fama de jodidas”; mientras que el viajero alemán Karl F. Appun (que visitó Venezuela en los 1850) hablaba de las criollas de “tez rara”, “grandes ojos negros y fogosos” y abundancia exuberante de “cabellos sedosos y negrísimos” que no tenían “comparación” por lo que sería difícil que un hombre guardase la “temperatura normal de su sangre” al verlas. De hecho, para el Septenio guzmancista, el médico alemán Carl Sachs afirmaba que “acerca de la belleza de las criollas se ha escrito y divagado mucho” y que “las bonitas merecen indiscutiblemente el premio de la belleza” (¡vaya premonición!) pues en ningún país había visto como en Caracas “rostros de tan impecable y pura blancura” que por un “elemento sensual y pasional” recordaban a “las Magdalenas de los antiguos pintores”. Igualmente, aunque decepcionado por las caraqueñas y enamorado de las merideñas y tachirenses de “caras más alemanas” y “piel de blancura deslumbrante”, el alemán Wilhelm Sievers -que visitó el país en las últimas dos décadas del siglo XIX- mostraba la globalización de la Narrativa al mencionar “la afamada belleza de las criollas”.

“En Maracaibo, el conquistador Alonso de Ojeda se ‘apoderó’ de mujeres indígenas de notable belleza”

El  ideal o la Narrativa en torno a la mujer venezolana adquiría eventualmente dimensiones políticas y terminaría transformándose en símbolo o poster child del proyecto nacional de Venezuela como república democrática en 1928, cuando la Generación del 28 (que definiría la vida política del país por el resto del siglo XX) coronó a Beatriz Peña Arreaza como Beatriz I, reina de los estudiante. Así, en 1944, un concurso de belleza sirvió como primer ensayo para la democracia (que no se establecería sino tres años después): ante la Séptima Serie Mundial de Béisbol Amateur que se celebraría en Caracas, se perfilaron dos candidatas para ser la reina de esta. Así, el país se dividió entre Oly Clemente (blanca, de alta sociedad e hija de un secretario del gobierno) y Yolanda Leal (morena, oriunda de una zona popular y profesora de primaria). Y ante pasquines que decían “Yolanda Leal para la gente vulgar, Oly Clemente para la gente decente” y anuncios en los periódicos, se acudió a una votación popular y Leal fue coronada “Reina del Pueblo”.

Publicidad de Viasa de los años ‘80.

Estos eran parte de reinados de belleza populares de festividades y carnavales que formaron parte de una tradición que llegó a su cúspide con la creación del Miss Venezuela en 1952, un símbolo de la modernidad noratlántica (fue una iniciativa de la aerolínea estadounidense Pan American) y consumo que definían a la Venezuela de mediados de siglo. Así, una oriunda de Tumeremo, Sofía Silva, fue coronada como la primera Miss Venezuela en el Valle Arriba Golf Club. Por su pelo y ojos negros, se afirmó que era el vivo retrato de “la Venezuela profunda” -aclamada posteriormente por treinta mil personas en un estadio de beisbol– mientras que para El Nacional, había triunfado “la mujer netamente venezolana, criollísima y deslumbradora” siendo “la mujer más representativamente bella de Venezuela”. Una “fresca expresión de venezolana auténtica”, diría el periodista Carlos Díaz Sosa.

Y con Marcos Pérez Jiménez en Miraflores, las reinas de belleza prometían volverse el nuevo activo del Nuevo Ideal Nacional: según el escritor Tulio Hernández, la victoria de la ‘belleza salvaje’ de Susana Duijm en el Miss Mundo de 1955, sobre rubias europeas y norteamericanas, fue manejado como “parte de la recuperación del espíritu nacional” por el dictador; el mismo que buscaba crear una épica nacional con su estatua de María Lionza y sus murales de caciques y próceres por Pedro Centeno Vallenilla.

Bárbara Palacios, Miss Universo 1986, en una publicidad norteamericana de la marca de refrescos Crush.

Y ante un país cada vez más dominado por el consumo y el mass media, el Miss Venezuela se incorporó en 1962 a la televisión nacional a través de RCTV. Cada vez más popular y prestigioso, ahora el concurso era dominado por jóvenes de familias pudientes conocidas como las “chicas de sociedad” -epitomizadas por Mariela Pérez Branger (Miss Venezuela 1967), cuya victoria desató ‘la rebelión de las feas’. Con ellas, la belleza europea -un símbolo positivista de progreso y modernidad occidental- predominó en el concurso, estableciendo las bases de la posterior belleza que definirían reinas de origen europeo como Eva Lisa Ljung (Miss Venezuela 1989) y Carolina Izsak (Miss Venezuela 1991) que poco o nada tenían que ver con los looks de Silva y Duijm.

Venezuela se volvía saudita con sus pisos cinéticos, sus Concorde en Maiquetía, sus secretarias con Rolex y sus shopping sprees a Miami. Convertida en un oasis de prosperidad, democracia y estabilidad en el playground de tiranos que se había transformado la región, el país se veía a sí mismo como una fantasía opulenta y hedonista que se dirigía rumbo a ser primer mundo. Así, con publicidades en español y francés, Viasa -la lujosa línea aérea nacional- promocionaba a Venezuela con fotos de curvilíneas mujeres bronceadas y morenas, de largas melenas oscuras y pequeñísimos bikinis, que cargaban frutas y loros en las playas y selvas de una nación que se vendía como millonaria, democrática, libre y bella.

Carolina Izsak, Miss Venezuela 1991.

Por su parte, el Miss Venezuela era ahora el programa televisivo más visto del país (que además se transmitía internacionalmente) con patrocinios empresariales de cantidades monetarias exorbitantes y shows animados con coreografías, parafernalia, cantantes internacionales y en una ocasión hasta elefantes y tigres verdaderos. Afuera, las reinas se volvían balaustres del proyecto petrolero-democrático con la victoria de Maritza Sayalero en el Miss Universo de 1979, seguida de Irene Sáez en 1981 (el mismo año que la también catira Pilín León ganaba el Miss Mundo, siendo la primera de cuatro venezolanas en ganar el Miss Mundo entre 1981 y 1995), Bárbara Palacios en 1986 y Alicia Machado en 1996. Hollywood y el mundo publicitario internacional también las hacían suyas: Bárbara Palacios se convertía en imagen del refresco Crush bajo el eslogan ‘Two beauties’, Alicia Machado hacía un cameo en el sitcom The Nanny, y Miss Península Guajira 1989, Patricia Velásquez se convertía en la faraona Anck-Su-Namun en el blockbusterThe Mummy. Mientras tanto, en Caracas, los presidentes recibían diplomáticamente a las misses tras sus victorias y PDVSA, en aquel entonces un coloso corporativo global, bautizaba a sus buques petroleros como el Pilín León, el Bárbara Palacios, el Maritza Sayalero y el Susana Duijm, reafirmando el estatus de las reinas como símbolo del país pujante y optimista del que hablaba Boris Izaguirre al referirse a Irene: como orgullo del ‘secreto mejor guardado del Caribe’. Era la edad de oro de la aclamada belleza venezolana; la hegemonía del Miss Venezuela como institución nacional.

“Decía el Libertador en sus años colombinos, citado por el general Luis Perú de Lacroix, que ‘las catiras de Venezuela’ tenían ‘fama de jodidas’”

Como si fuese un secreto esotérico perdido en los anales de nuestra historia, varias mentes lúcidas se embarcaron en la búsqueda del génesis de la belleza criolla. Así, la Narrativa de la supremacía de la belleza femenina venezolana adquirió una dimensión de teoría racial endógena que encontraba en el mestizaje (siempre remarcando al componente europeo como el ingrediente mágico) una respuesta. El conocido escritor Juan Liscano decía en 1985 que atrás quedaba su Venezuela de infancia de “damas de sociedad bellísimas pero en inquietante minoría” y “mulatitas y mestizitas apetitosas” ante el inmenso “progreso genético logrado con los mestizajes euro o arábigo venezolanos y la superioridad física” que representaban nuestras reinas. En sus palabras, “la patria” se había impuesto “sobre anglosajones y arios”. De igual forma, en 1987, el periodista Abelardo Raidi afirmaba -en sintonía con las teorías de blanqueamiento que promovía el positivismo venezolano hasta los años cincuenta- que la raza se había ‘enriquecido’ con “la fuerza vital de la sangre mediterránea” de inmigrantes europeos que se mezclaba con “el sabor del trópico” para crear el “nuevo producto de exportación” venezolano que eran las mujeres bellas. Así, la belleza venezolana no solo significaba el progreso, la riqueza y la democracia de esa Venezuela ‘pujante’ si no también su superioridad genética sobre otras naciones: nuestra propia versión consumista y mediática de la raza cósmica de Vasconcelos.

Irene Sáez con la policía de Chacao durante su gestión municipal.

Quizás la mitificación de la Narrativa sobre la mujer venezolana, la creación de nuestra propia raza cósmica, llevaría a convertir al concurso en ‘la fábrica de reinas’: o el “campo de exterminio de la singularidad” cortesía de las cirugías plásticas, en palabras de Ibsen Martínez, cuyo “doctor Mengele” se apodaba Osmel Sousa. La masificación del concurso -ahora adquirido por el Grupo Cisneros, dirigido por Sousa y transmitido en Venevisión– había llevado a su ‘tecnificación’ a través de modificaciones y retoques de cuerpo y cara. Con nariz operada, siguiendo la ‘vanguardia’ de retocarse que había iniciado Maritza Pineda (Miss Venezuela 1975), Maritza Sayalero lograba la primera victoria venezolana en el Miss Universo. Para Sousa, las reinas debían ser “imágenes con las que podamos soñar” y diosas bajadas del Olimpo. La mujer venezolana se convertía en más que un símbolo: ahora era un ideal platónico, una proyección onírica del imaginario colectivo -el sueño al que se aspira, el destino manifiesto venezolano.

Pero con la tecnificación de los concursos y la transformación figurativa de símbolo a sueño, la Narrativa de la mujer venezolana se convertiría en una estrategia de marketing: un anzuelo consumista de la industria de la belleza. La mujer venezolana -bella, tácitamente- servía ahora de pináculo capitalista en la ‘civilización del oro negro’, en palabras del uruguayo Eduardo Galeano, y su ansiedad de gastar, consumir y apoderarse de todo. Así, Venezuela se convertiría en líder mundial tanto en el consumo de productos cosméticos como en el de cirugías estéticas: solo en 2006, unas 30.000 mujeres venezolanas -en una población de apenas 26 millones- tendrían cirugías de aumento de senos según Associated Press.

Jacqueline Aguilera, Miss Mundo 1995, siendo recibida por el presidente Rafael Caldera.

Pero todo cuento de hadas -o toda ilusión de armonía, en palabras más adecuadas- llega a su final. Las devaluaciones, creciente inflación, golpes de Estado y saqueos anunciaban el fin del affaire venezolano con la modernidad: Viasa había quebrado, la desconfianza en la democracia fenecía y la lluvia de petróleo se convertía en llovizna. Entre el auge de un nuevo militarismo y una creciente tasa de pobreza, Venezuela ahora parecía reclamar sus raíces indígenas y negras que había escondido bajo melenas rubias; la ‘Venezuela profunda’ olvidada: y el Miss Venezuela 1998 parecía mostrar el cambio en el zeitgeist nacional. Bautizado como “el año de las panteras” por su alta cantidad de participantes de piel oscura, una negra (Carolina Indriago) se coronaba como Miss Venezuela por primera vez. En Miraflores, donde se asentaba un nuevo presidente que recalcaba ser “zambo” y cuyo séquito definía a la publicidad y a los concursos de belleza como ‘racistas’, los cambios también se sentían: la Narrativa de la mujer venezolana entraba en su decadencia. El símbolo, el sueño nacional, se despedazaba.

*Las fotografías fueron facilitadas por el autor, Tony Frangie Mawad, al editor de La Gran Aldea.

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La opinión emitida en este espacio refleja únicamente la de su autor y no compromete la línea editorial de La Gran Aldea.
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