En la aldea
02 diciembre 2024

Catedral de La Asunción, Isla de Margarita.

Barrio

Hace unos días tuve la oportunidad de visitar El Mamey, en La Asunción, y aunque eché de menos a mucha gente y a lugares que ya no existen; me entristeció la ausencia de un espectáculo que era cotidiano en mi barrio: Las decenas de niños uniformados que iban o venían de la escuela y el liceo. Pero ya no se ven en nuestras calles porque tras dos décadas de destrucción, el sistema escolar público ha sido demolido física y funcionalmente. La pandemia es solo una casualidad. ¿Cómo entender que los maestros dignos ahora no ganan ni para pagar el pasaje que los lleve a la escuela?

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Francisco Suniaga | 17 marzo 2021

La infancia, como ya se ha dicho, más que una edad es un lugar; ese espacio nostálgico al que quisiéramos volver cuando la adultez nos hostiga y necesitamos relacionarnos con mejores versiones de los demás, e incluso de nosotros mismos. Mi infancia y lugares solapan en El Mamey, un barrio pequeño y viejo de La Asunción. Las dos hileras de casas macondianas que se desprenden de la colonial calle Unión y terminan en el río. Una calle de cemento entre cuyos brocales y aceras había unas jardineras con matas de Cayena, Flor de la Reina e Isoras que se vivían llenas de flores.

Hace unos días, tuve la oportunidad de visitarlo y las emociones fueron muchas y contradictorias. Al doblar en la esquina de “Picho” -el barbero terrorífico que usaba una maquinita manual y convertía el corte de pelo (sí, de pelo) en una ordalía-, busqué la tablilla negra con letras metálicas, suerte de hito limítrofe con lo que las abuelas llamaban “la ciudad”, y allí estaba, “calle Figueroa”. Sentí que llegaba de nuevo a mi mundo, el lugar al que pertenezco y que a la vez es mío. Un sentido de pertenencia fundacional, esa emoción serena de ser parte de algo que va más allá de la familia, esa identidad primera: Mi calle, mi barrio, El Mamey.

El Mamey me dio un regalo mágico: Los primeros amigos, aquellos que sin saberlo proveyeron el centro de gravedad en torno al cual crecer con el equilibrio que solo se obtiene de la relación con los demás, con esa otredad que en esos primeros años no tiene dobleces. Me regaló también la enorme tranquilidad de saberme parte de un continuum familiar, sentir que jugaba, pisaba y vivía en los mismos espacios en los que antes lo habían hecho mi abuela, Luisa Ramona, mi abuelo Ramón Alfaro, mi madre, Rosa, o mis tíos, Tiburcio, Rafael y Eustaquio. Mi familia, en el sentido más extenso, nuestra gens mameyera de los Figueroa, vinculada a la de los Marcano, los Alfaro y los Obando, primos casi todos. Un tejido afectivo y consanguíneo, tramado a lo largo del tiempo y las generaciones, lo suficientemente fuerte como para tener la certeza de que, pasara lo que pasara, no había manera de extraviarse en el mundo.

“La visión de niños jugando en los espacios públicos, en lugar de una sonrisa deja entre nosotros un rictus amargo porque esos muchachos deberían estar en la escuela”

La nuestra es una generación que se asentaba aún en un mundo tradicional, que, sin saberlo, comenzaba a dar sus primeros pasos hacia la modernidad. En el discurrir de nuestra infancia, apareció la televisión y, aunque Julio Cachón, cultor mayor de la literatura oral en el barrio, no lo haya querido creer, el hombre llegó a la Luna. Aquel 20 de julio de1969, día memorable, en que asimismo por primera vez en la historia, los muchachos de El Mamey, a la misma hora en que lo hacían los niños de Europa, de Estados Unidos, de Rusia o Japón, apiñados frente a las pantallas, formamos parte de la audiencia mundial televisiva, de la humanidad de entonces, reunida en un momento culminante de su historia. No nos quedamos atrás, éramos pobres aunque no miserables ni excluidos.

Nos educamos en la “Francisco Esteban Gómez”, una escuela como había pocas en el país (tantas como pudieron construirse en la administración de Prieto Figueroa, mameyero también, ministro de Educación en el trienio adeco). Y en el  liceo “Francisco Antonio Rísquez”, de los mejores institutos de educación media de Venezuela. En ambos, un grupo de maestros y profesores fantásticos, sabios y dignos, cuya sola apariencia ya educaba. 

Desde aquella fecha, han sido muchos los cambios y se ha acelerado el ritmo con el que la globalidad abarca al planeta. Soy de quienes lo celebra, jamás he renegado de la modernidad, siento formar parte de ella. Sin embargo, aun cuando por escogencia decidí zambullirme en ella, siempre he sentido que el camino ha sido fácil de transitar gracias al hecho de haber sido un niño mameyero, con raíces profundas en nuestra sociedad tradicional. Mundo mucho más gentil cuyos valores han sido una brújula magnífica para navegar en medio de las grandes contradicciones que la vida moderna trae consigo.

Eché de menos a mucha gente y a lugares que ya no existen, pero en particular me entristeció la ausencia de un espectáculo que era cotidiano en El Mamey de aquellos años: Las decenas de niños uniformados que iban o venían de la escuela y el liceo. Los escolares que pueden verse en cualquier pueblo o ciudad del planeta, ya no se ven en nuestras calles. No se ven porque tras dos décadas de destrucción sistemática, el sistema escolar público ha sido demolido física y funcionalmente. La pandemia es solo una casualidad. La infraestructura está reducida a ruinas y los maestros dignos (entre otras cosas por recibir una paga que se los permitía) ahora no ganan ni para pagar el pasaje que los lleve a la escuela. Así, la visión de niños jugando en los espacios públicos, en lugar de una sonrisa deja entre nosotros un rictus amargo porque esos muchachos deberían estar en la escuela.

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La opinión emitida en este espacio refleja únicamente la de su autor y no compromete la línea editorial de La Gran Aldea.
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