El silencio es una palabra de las más polifónicas y equívocas. Puede ser poética, instrumental, metafísica; atemorizante o serena; moralmente heroica o canallesca; el inasible silencio de los dioses o la serenidad de la alta noche; o políticamente conveniente o insana… y así podríamos seguir. Pero nos queremos referir a un caso concreto: El silencio que se siente en Venezuela hoy sobre el inmenso, o los inmensos dramas que la agobian, que casi la ahogan. Para limitar un ámbito amplio y múltiple me limitaré en estas breves líneas al silencio de la política, de los políticos más bien, para no ser abstracto.
Desde hace mucho, mucho rato, son pocos los políticos que se pronuncian públicamente sobre sucesos, a veces de extrema gravedad: La vacuna o Apure, verbigracia. Digamos más, pareciera que son muy pero muy pocos los que están en sus puestos convenidos porque el mundo político y sus organizaciones mal que bien suelen tener una estructura funcional. Existencia de líderes no digamos, los dedos de una mano sobran. Y los partidos en tanto partidos prácticamente nunca desde hace un buen tiempo fijan posiciones. Un solo ejemplo: ¿Sabe usted lo que está pasando en la Acción Democrática bicéfala?, ¿conviven o se entrematan?, ¿van a votar y con qué tarjetas? o ¿seguirán algunos, mayoría, la línea dura de Joe Biden y Juan Guaidó? Confieso que no tengo la menor idea. Y los ejemplos son a granel.
En los arquetipos pueriles de los políticos se les tilda de habladores y, ciertamente es parte de su oficio, aunque algunos les sirvan para apostrofarlos por excederse o prometer y no hacer. A lo lejos algún fragmento de ese silencio tiene que ver con una evidente depreciación del oficio a nivel mundial, al menos entre los de tradicional estilo. Y aquí, en casa, con este casi ensimismamiento de la presencia de los políticos podría tener algo que ver con la transformación incompleta de los medios, los digitales todavía adolescentes, y en un círculo vicioso en que políticos y periodistas no encuentran un lugar común y fructífero en que conversar, un silencio que se muerde la cola. Y no hay que olvidar, es lo fundamental de ese trauma comunicacional, la hegemonía y la censura de los medios dominantes radioeléctricos que practica la dictadura caníbal.
En definitiva, lo que vivimos hoy es una mutilación radical en un país, mayoritaria y paradójicamente opositor, que se quedó sin política. De un lado la bestialidad y la crueldad sin razonamientos; del otro un fracaso largo que en condiciones de miseria y represión ha hecho que haya cundido la decepción total de encontrar cómo salir de la trampa jaula, en momentos en que casi todos –90% dice Encovi– no alcanzan a poder otras cosas que sobrevivir, y no pocas veces morir.
Ahora bien, un país que se niega la política se niega a la democracia, la libertad, la civilidad. Lo deja en manos de las Kaláshnikov y las torturas inescrupulosas de un régimen que ha perdido todos los sentimientos de humanidad y puede, verbigracia, dejar a un pueblo en las manos terribles del coronavirus embravecido para conseguir una pírrica victoria política, una vendetta, su último y espantoso crimen. Que sepan entonces aquellos que quieren trocar el acceso a sus negocios e inversiones por la anulación de un Estado de Derecho y dignidad colectiva -a la china o a la rusa, a la Gómez o Pérez Jiménez, que no es tanta la diferencia- los abismos a los que están arrojando al país, si es que todavía quedan abismos. O los que quieran votar como sea, como Maduro quiera.
Por supuesto que no es fácil encontrar esa conexión perdida entre los hambrientos, los contagiados, los migrantes… las mayorías y los que aspiran a dirigirlos, a recuperar sus derechos, a liberarlos de la peste y el estómago hueco. Pero se podría comenzar por hablar, no dije gritar, ni coros de multitudes, ni libertad de expresión amplia sino simplemente tratar de decir a los hoy sordos y encerrados en sí mismos, que suceden acontecimientos que no pueden desconocer, y frentes, partidos y dirigentes que se los harán conocer; que van más allá de los cenáculos y algún noruego o moscovita que transita por ahí (no hay porque aclarar que también la política tiene lugares recónditos que deben permanecer así); que los partidos deben sintetizar su visión del país periódicamente tan solo para saber a qué partido se apoya o en cuál se milita; mostrar que en cualquier área de la vida nacional hay al menos uno de los nuestros que sabe lo que ocurre y lo que se podría hacer… Hablar, pues. ¿Por dónde? Por donde se pueda, en realidad lo que hay es que probar que se piensa y por tanto se existe, como diría Descartes. Es pedir el mínimo, es verdad, otorgarles ínfima coherencia y voz a los partidos, que no las tenemos. Enfrentar el silencio, y quién quita mañana el clamor.