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16 mayo 2024

🎥El Béisbol en Venezuela: El Estadio Universitario de Caracas (I Parte)

El campus de la UCV fue una especie de revolución en lo que respecta a la manera de concebir la arquitectura y su relación con el entorno y las personas a las que sirve. El 19 de abril de 1950 se colocó la primera piedra de lo que sería el Estadio Olímpico de la Ciudad Universitaria. Imagino a Carlos Raúl Villanueva, responsable del diseño de la obra, mirando lo que otros no pueden, embelesado por columnas aún invisibles que sostienen graderías repletas con 35 mil espectadores. Una entrega para sentir a Caracas y al béisbol de manera especial, al recordar la trascendencia de una de las obras de infraestructura más importantes de la académica y el mundo del deporte en nuestro país.

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Entre los actos con que se conmemoró la fecha gloriosa de nuestra nacionalidad, el 19 de abril, hemos de destacar nosotros uno que envuelve enorme trascendencia para el desarrollo deportivo que, tan auspiciosamente, se nota en todos los sectores. Nos referimos a la colocación del primer pilote para el Estadio Olímpico en la Ciudad Universitaria”.

Así abrió la reseña del diario El Nacional, a propósito del acto que en 1950 marcó el inicio de la construcción del complejo deportivo de la Universidad Central de Venezuela. El Olímpico, el Universitario de béisbol, la Cancha de Tenis de Honor, y las residencias estudiantiles, se levantaron entre cañaverales para cambiar la fisonomía del nuevo centro de la ciudad capital, el de la de la academia, así como la del deporte y en específico la del béisbol profesional.

¿Pero cómo llegó a construirse un complejo de tal magnitud para la época, y por qué en ese preciso lugar? Vayamos un poco más atrás en el tiempo. Llegada la década de los ‘40 estaba claro que la edificación del antiguo convento de San Francisco -hoy Palacio de las Academias-, que para entonces servía como sede de la Universidad Central de Venezuela (UCV), resultaba ya insuficiente para albergar las necesidades de la academia y su demanda estudiantil. Como consecuencia, algunas Escuelas empezaron un proceso de mudanza a otras edificaciones, con lo que la Universidad había comenzado poco a poco a desperdigarse por la ciudad. Varias voces alertaron la inconveniencia de esta situación. Y fueron escuchadas.

En mayo de 1941 asume la presidencia del país Isaías Medina Angarita, y un año más tarde ordena el inicio de los estudios para la construcción de una nueva sede para la UCV dotada de un campus que albergara todas las dependencias de la casa de estudios. Luego de explorar diferentes opciones para el diseño y edificación de la obra, se eligió el terreno de 202,53 hectáreas que formaban parte de la antigua hacienda de la familia Ibarra, ubicada en lo que se perfilaba de manera firme como el nuevo eje central de la ciudad, con la recién inaugurada Plaza Venezuela al frente y al margen del desarrollo de la gran autopista que uniría el oeste con la expansión acelerada del este de Caracas. ¡Vaya ubicación! Es fácil entender por qué no hubo duda en seleccionar como sede del ambicioso proyecto esta hacienda de tiempos coloniales anclada en la ribera del río Guaire, donde alguna vez se fabricó el mejor ron del país y en cuya residencia, hoy conocida como La Casona -justo al lado de la Dirección de Deportes de la UCV-, se dice que se alojó Alexander Von Humboldt en 1899 y que en 1827 Simón Bolívar, José María Vargas y José Rafael Revenga, redactaron los 289 artículos de los Estatutos Republicanos que modernizaron a la Real y Pontificia Universidad de Caracas y le dieron un sentido nacional, convirtiéndola en la Universidad Central de Venezuela (UCV). Quizás todo esto fue una especie de acto premonitorio de lo que sería, pasados más de 100 años, la construcción en esos mismos terrenos de la nueva sede de la UCV.

No, no se trata de un parlamento de la serie Alienígenas Ancestrales. De hecho, esta historia no es tan cierta. La casa donde estuvieron Humboldt y Bolívar era la casa principal que se encontraba en Bello Monte cuando todo aquello formaba parte de la Hacienda Ibarra, antes de que en 1840 esta fuese dividida en dos en un asunto sucesoral. Luego de la división, La Casona fue reacondicionada para servir de vivienda principal a los nuevos dueños.

Lo cierto es que en 1943 el Gobierno nacional decretó la creación del Instituto Autónomo de la Ciudad Universitaria, que pasaría a ser la instancia encargada de dirigir el diseño y la construcción de la obra. En 1944, luego de haber elegido la Hacienda Ibarra como la locación para levantar el proyecto, el Gobierno adquirió los terrenos y el recién creado Instituto depositó en el arquitecto Carlos Raúl Villanueva la responsabilidad del diseño de la obra. Al poner el peso de la concepción del complejo en una sola persona, el Instituto buscaba como resultado un conjunto coherente en toda su extensión, y no piezas independientes cuyas características estéticas y dinámica de funcionamiento carecieran de armonía. Esta filosofía era la misma con la que se había pensado el diseño del nuevo centro de Caracas, es decir, el proyecto de reurbanización de El Silencio, obra encomendada también a Villanueva y que había iniciado su construcción ese mismo año 1944.

La importancia de una obra como la Ciudad Universitaria podría pasar hoy en día desapercibida. Sin embargo, el campus de la UCV fue una especie de revolución en lo que respecta a la manera de concebir la arquitectura y su relación con el entorno y las personas a las que sirve. Todo esto en una Caracas que atravesaba lo que quizás ha sido su período más acelerado de transformación, y que configuró en buena medida su estructura y dinámica. Citando a la arquitecto Miriam Dembo, aquello fue “un auténtico taller de ideas arquitectónicas y urbanísticas, y un laboratorio de ingeniería”.

“El Estadio Universitario de Béisbol, una bella edificación a la que se accede a través de una pasarela que se levanta sobre la Avenida Roosevelt”

La Casona o Casa Grande de la Hacienda, única edificación del lugar, fue utilizada por Villanueva como el centro de operaciones de su trabajo. De inmediato el arquitecto y su equipo empezaron a proyectar la idea de la Ciudad Universitaria de Caracas. Distintas obras en el mundo fueron estudiadas, como la Ciudad Universitaria de Bogotá, el Palacio Capanema de Río de Janeiro y la Ciudad Universitaria Autónoma de México. Villanueva reinterpretó lo que estudiaba y lo adaptó al terreno y al momento que le ocupaba, y concibió la idea de lo que quería.

Este trabajo de creación lleva tiempo, no se debe apurar. Sin embargo, algunas prioridades saltaron al camino. El gobierno de Medina Angarita quería un nuevo centro de salud en la capital, uno grande, uno importante. Las obras empezaron entonces alrededor de lo que sería el Centro Médico, es decir, una serie de edificaciones destinadas al área de la salud, como por ejemplo el Hospital Clínico Universitario, el Instituto Anatómico, y el Instituto de Medicina Experimental.

El tiempo avanzaba y en 1947 una selección de nuestros atletas viajó a Lima, Perú, para participar en los II Juegos Bolivarianos. De ahí Venezuela regresó con veinticinco medallas y el compromiso de organizar, en la ciudad de Caracas, los siguientes Juegos a ser celebrados en diciembre de 1951. Entonces, una nueva prioridad se imponía en el camino del Instituto de la Ciudad Universitaria: Las instalaciones deportivas del Estadio Olímpico, Estadio de Béisbol y centro de tenis, debían estar listas para albergar los Juegos. Además, estas obras debían contar con las características necesarias para ser consideradas instalaciones de vanguardia para este tipo de eventos. Como reto adicional, lo que estaba proyectado como las residencias estudiantiles de la Ciudad Universitaria debían estar también en pie y a punto para servir de alojamiento a las distintas selecciones deportivas. Manos a la obra. La genialidad de Villanueva se puso en acción y el trabajo de diseño avanzó hasta estar listo para la ejecución en terreno.

En 1950, la Junta Militar de Gobierno que a finales de 1948 había derrocado a Rómulo Gallegos se encontraba al frente del país, y estos Juegos Bolivarianos representaban una oportunidad de oro -heredada- para mostrarse ante sus pares de la región. El 19 de abril, veinte meses antes de la fecha pautada para la inauguración de los Juegos, los uniformados colocaron la primera piedra de lo que sería el Estadio Olímpico de la Ciudad Universitaria.

En sencilla, pero emotiva ceremonia, con asistencia de la Junta Militar se procedió a plantar, a elevar en los terrenos escogidos, el primer pilote de lo que ha de ser gigantesca construcción de tribunas, campos, pistas, vestuarios y demás accesorios del Estadio Olímpico”.

No sé ustedes, pero yo imagino estar en esos terrenos a las orillas del río Guaire, rodeado de plantaciones de caña de azúcar, saboreando el dulce aroma a ron que alguna vez hubo en esas tierras. Imagino a Villanueva ahí, mirando lo que otros no pueden, embelesado por columnas aún invisibles que sostienen tribunas y graderías repletas de espectadores, de 35 mil espectadores. Lo puedo ver admirando el techo que protege del sol a las familias pudientes de la capital, abrumadas por los cheers -como se le llamaba en la época a la algarabía de la gente cuando animaba a los atletas- de la clase popular en las gradas descubiertas. Lo imagino observando a través del concreto del futuro a 448 atletas que se desplazan por la zona de servicios de la sala de masajes a las 15 duchas de la sala de baño, o de los 112 lockers de los cuartos de vestuarios al área de pesaje; y los cuartos de primeros auxilios, siempre listos aunque nadie los quiera conocer. Un poco más al fondo, Don Carlos ve a algunos jueces deportivos conversando en su cuarto privado para vestuario, rodeados de sus 22 lockers, mientras otros se recuperan en silencio en la sala de descanso.

Arriba, en lo más alto de la tribuna techada, el arquitecto ve el trajinar de decenas de periodistas haciendo su labor en el Palco de la Prensa. De pronto se activan los altavoces del Estadio y toda la atención de Villanueva se dirige hacia los anuncios que, desde una de las cinco casetas con aire acondicionado, se lanzan al viento alertando a los presentes sobre lo que acontece allá abajo, en la cancha de grama de 105 metros de largo por 70 de ancho; o en la pista que la circunda, con sus siete andariveles y espacios destinados a competencias de salto alto, salto triple, salto de garrocha, salto largo, lanzamiento de jabalina, disco, bala y martillo. Todo alumbrado por seis torres con poder lumínico acorde con las normas internacionales.

La Ciudad Universitaria de Caracas es el campus principal de la UCV, posee un área construida de 164,22 hectáreas (1,64 km²) y terrenos que alcanzan 202,53 hectáreas.

Villanueva quiere prestar atención a las palabras de Carlos Delgado Chalbaud, quien preside la ceremonia de colocación de la primera piedra. Por un momento piensa en comprar alguna bebida en los puestos de venta del Estadio, pero recuerda que aunque los puede ver, ellos aún no están ahí. Entonces algo más allá de la transparencia del Olímpico lo distrae de nuevo. Se trata del Estadio Universitario de Béisbol, una bella edificación a la que se accede a través de una pasarela que se levanta sobre la Avenida Roosevelt. Al lado del Estadio ve el estacionamiento completamente plano, lleno de vehículos; este crecerá algún día hacia arriba, y también hacia abajo.

A Villanueva lo emociona ver el resultado parcial del juego de pelota en la pizarra iluminada del Estadio. Tiene que forzar un poco la vista para leer desde la distancia el nombre del bateador de turno. La alineación completa de los dos equipos está ahí. Un bombillito señala quién está al bate, pero leer el nombre en los cartelitos es complicado desde tan lejos; el maestro está próximo a cumplir cincuenta años y la vista ya no es la misma. Ver la cuenta es más fácil gracias a las luces indicadoras de strikes, bolas y outs, operadas automáticamente desde la caseta de control de sonido. Todo lo demás en la pizarra se opera de forma manual. Unos hombres se mueven dentro del gran cajón poniendo y quitando cartelitos de números para marcar las carreras de cada entrada. Si durante la faena a estos duendes ocultos se les presentan dudas, no hay problema: con levantar el teléfono interno pueden preguntar en un dos por tres al anotador oficial que está sentado en la tribuna central.

Dentro del gigante deportivo Villanueva alcanza a ver a seis equipos de 36 hombres preparándose en los tres vestuarios ubicados en cada uno de los dos dugouts. Algunos se están vistiendo para salir al terreno en lo que termine el juego en progreso; otros se quitan el uniforme que despide el polvo recogido en la faena anterior. Los otros dos vestidores, esos en los que hay pocas personas, son los de los equipos que en ese momento se baten entre las rayas de cal.

El juego se encuentra avanzado y el arquitecto voltea hacia los extremos de los jardines derecho e izquierdo donde están preparándose los lanzadores relevos. Otros serpentineros que quizás no vean acción ese día están sentados en su pequeña cueva destinada al bullpen. En el de la izquierda, oculto tras una puerta que parece de mil kilos, está el vestuario de los umpires. Villanueva entiende ahora el motivo de la pita que escuchó temprano: Los umpires habían saltado al terreno y hecho el tradicional recorrido desde el jardín izquierdo hasta la goma bajo el cariñoso abucheo de los fanáticos.

Una de las ocho torres de luz ubicadas en la parte exterior, a metro y medio de tribunas y gradas, le impide al arquitecto ver quién ha salido de emergente a consumir turno. Don Carlos inclina un poco la cabeza para escuchar al anunciante que pronto lo informará al público desde la caseta de sonido. ¿De quién es esa voz?, ¿Juan Carlos Ramos?, ¿Mari Montes?, ¿el “Chema” Torrealba? Villanueva no puede saberlo, porque ellos aún no han nacido. El out 27 cae en el Universitario, y en el Olímpico unas mejillas rebotan en la última carrera del día. Ambos estadios se vacían en menos de quince minutos a través de las trece bocas de salida del primero y de las catorce del segundo. Las luces se apagan. Ahora Carlos Raúl Villanueva puede concentrarse en las palabras del coronel. Hay mucho trabajo por delante, pero el futuro se le antoja bonito. Y tiene razones para ello. Chalbaud continúa con sus palabras, nosotros seguiremos en la próxima entrega.

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