En la aldea
24 abril 2024

Dignidad del trabajo

¿Cómo edificar una verdadera civilización del trabajo? Renovar la dignidad del trabajo supone comprender que, más allá de modificar el entorno con la técnica y alcanzar unos resultados, para el desarrollo y sustento de la vida humana; nace de su espíritu y ha de conducir a su realización. La comprensión y el verdadero valor de lo que hacemos, indistintamente de las formas de ocupación, permite renovar la vida social racional y productivamente. La dignidad que pueda atribuirse o reconocerse al trabajo, deriva sin duda de la honestidad de quién lo ejerce.

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En una entrevista1 sobre su reciente libro acerca de la tiranía de la meritocracia (The Tyranny of Meritocracy), el filósofo de Harvard, Michael Sandel proponía la necesidad de un cambio de orientación en el discurso público, para evitar los efectos negativos del “lado oscuro” de esa actitud acerca del éxito que prevalece en los Estados Unidos e influye desde allí en el resto del mundo. Preguntado entonces por Moisés Naím en qué dirección se podría orientar ese cambio, Sandel respondía sin vacilación alguna: Hay que renovar la dignidad del trabajo (“renewing the dignity of work”). Lo cual -añadía- debe traducirse en parte en ver cómo podemos mejorar las vidas de los que trabajan.

La cuestión, sin embargo, me parece que va más allá: Su afirmación encierra un contenido que trasciende el mejoramiento de las condiciones de vida para llegar a un verdadero cambio civilizacional.

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Por lo pronto, el trabajo es una dimensión fundamental de la existencia del ser humano, por su relación con la Naturaleza, el entorno en el que existe, como por su propio ser personal, para quien la actividad en el mundo es medio para alcanzar plenitud. Así, diríamos, la dignidad que pueda atribuirse o reconocerse al trabajo, deriva sin duda de la dignidad de la persona que lo ejerce. Está esencialmente ligada a ella.

Son muchas las implicaciones de esta afirmación.

En primer lugar, estar ligada a la dignidad de la persona significaría que no valoramos el trabajo tan solo por los resultados, menos aún en términos económicos, sino por ser un acto de la persona. Es evidente que el resultado puede ser más o menos importante: poca cosa barrer la entrada de una casa, gran cosa una delicada cirugía del corazón.

Todo resultado, sin embargo, tiene valor o es valorado en función de los sujetos humanos que usarán aquello o aprovecharán las ventajas que trae para la vida. En tal sentido, podemos decir que es antropocéntrico: sin alguien que use o disfrute de aquello, ¿para qué vale?

Alguno nos haría considerar ahora el cuidado y la protección de la Naturaleza -el entorno, el clima, las aguas, la vegetación, las especies animales– y tendría razón. Pero, ¿de dónde deriva el valor? Los hay que responden en función de las generaciones futuras: qué legado vamos a dejar a nuestros hijos. Pero los hay también para quienes (cuidar) el medio ambiente corresponde a una suerte de absoluto, que no logran articular bien y que llamarán Gaia o algo así: la unidad primordial, que trasciende a todo sujeto individual.

Salvo en este último caso, todos los otros planteamientos son antropocéntricos, pero limitados: se ciñen al uso y disfrute de lo producido o transformado, por lo demás de una manera que permite su cuantificación y una reducción a la posible ganancia económica.

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Diferente es caer en la cuenta de cómo, al hablar de la actividad de la persona, nos referimos primero a la praxis más que a la poeisis: al cambio que se opera en el propio sujeto de la actividad más que a la transformación del medio ambiente.

Sabemos que la perfección de una técnica -de la poiesis– se mide por la perfección del producto (incluidas sus condiciones de producción: economía de recursos, rapidez en la elaboración). La perfección de esa actividad de la persona que llamamos praxis lleva en cambio a una mayor perfección del sujeto mismo de la actividad. El punto es clave y debe verse despacio.

Por su actividad propia -que en el caso del sujeto humano consiste en conocer, amar y elegir como ejercicio de su amor- los sujetos alcanzan su plenitud: realizan su ser. Si en todo lo que existe hay, como inscrito en su ser mismo, una tendencia a persistir y a realizarse, ello se lleva a cabo por la operación propia de cada cual, por simple o rudimentaria que esta pueda ser, de acuerdo con las diferencias en la escala de los seres.

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Ahora bien, cuando se habla de la dignidad de las personas, hablamos de la cualidad excelente de su ser, resultado de su naturaleza racional. El ser humano conoce la realidad y, por ello, puede amar según la verdad del bien: más lo mejor, menos lo menos bueno. Puede también decidir, dirigir el curso de sus acciones y, con ello, de su vida. Asiste a su estar siendo y a su hacerse en libertad.

Para la persona, pues, la actividad íntima de conocer, amar y elegir es camino de realización. Con independencia del valor que haya podido alcanzar el resultado externo, esta actividad es en sí misma valiosa, porque deriva del ser del sujeto en aquello que le es más propio y funda su dignidad.

“¿Cómo ha de llegar esta comprensión del trabajo a la sociedad entera, difundirse de tal modo que se renueve en verdad el discurso público y, aún más, la actividad de las personas?”

El trabajo, todo trabajo -alto o bajo, menudo o complejo, insignificante o muy llamativo- es siempre acto de la persona que lo realiza. Es decir, si su definición primera tiene que ver con la modificación de la Naturaleza, del medio ambiente para adaptarlo a un propósito humano, de uso o disfrute, su consideración íntegra hace ver que esa actividad transitiva brota del interior de la persona. Brota, porque la persona se actúa primero para producir el resultado exterior. ‘Primero’ aquí se refiere a la causalidad, no al tiempo. Puede tratarse, de hecho -es así muchas veces por su carácter de proceso-, de algo simultáneo. Al trabajar, la persona se actúa. Pone en juego sus facultades humanas y, por ello, marcha a su realización.

Dos consecuencias inmediatas han de anotarse. La primera, que todo trabajo es valioso puesto que su valor final no es medido por el resultado externo sino por el perfeccionamiento alcanzado por la persona. La segunda, que el trabajo por sí mismo no desgasta o arruina a la persona, sino que la lleva a plenitud. Desgasta o arruina cualquier cosa su mal uso, un uso mal orientado, mal ejercido. Es el caso de un trabajo, por ejemplo, llevado a cabo por la fuerza, contra la voluntad de la persona. ¿No se agotan, sin embargo, las fuerzas del cuerpo, se desgastan y ajan las manos? Sin duda. Ha sido y es así en determinados trabajos que exigen un singular esfuerzo físico. Pero el desgaste del cuerpo no puede tomarse como ruina de la persona, cuyo núcleo espiritual se perfecciona por el conocimiento, el amor y el ejercicio de la libertad.

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Renovar en la sociedad la dignidad del trabajo exigirá entonces considerarlo en su relación con las personas y como camino adecuado para su perfeccionamiento. Ello podría resumirse en una frase: Hay que trabajar por amor. Qué implica ello y cómo es posible llevarlo a cabo es lo que debemos examinar a continuación.

Fruto de una decisión de la persona, la acción humana nace del querer. Elegimos algo que nos parece bueno. Esa relación, en la que aprobamos lo bueno, es el amor por el cual nos adherimos afectivamente a ello. Podemos decir: Actúo porque quiero y quiero porque amo.

El trabajo, como acción de la persona, nace entonces de su amor. El poeta Gibrán dirá por boca del Profeta: El trabajo es el amor hecho visible. San Josemaría Escrivá, maestro en el tema, ampliará esa afirmación: “El trabajo nace del amor, manifiesta el amor, se ordena al amor”2.

Esa realidad se despliega en varios planos, de los cuales debemos al menos considerar los tres siguientes: Amor al trabajo mismo, amor a la familia y la patria, amor a Dios.

Aun el trabajo que incluye menos componentes físicos, tiene una dimensión artística que ninguno desconoce en su oficio. Lo expresó muy bien Antonio Machado en aquella copla suya: Despacito y buena letra: / el hacer las cosas bien / importa más que el hacerlas. Desde la persona que prepara una comida al artesano que moldea piezas en su taller; desde aquel que busca un algoritmo adecuado al poeta que quiere con sus palabras hacer cuerpo duradero, en la innumerable variedad de las labores humanas cabe, y se encuentra, esa dimensión que hace de ellas, aun fugaces, pequeñas obras de arte. Quien trabaja así, ama su oficio y se recrea en él.

Más allá del amor al trabajo mismo, digno de cultivo, trabajamos por amor a la familia, para su sustento y desarrollo. Por amor a la patria a la que pertenecemos, a través de la cual nuestra labor se ordena al bien de la Humanidad entera. Es el nivel o la dimensión ética de nuestra actividad, que no se opone ni superpone al nivel anterior, sino lo asume en la realización de lo que hemos emprendido. Aquella persona, digamos, prepara la comida con arte, con maestría, para alimentar a su familia.

En la existencia del ser humano, sin embargo, hay una dimensión final y decisiva. La persona se orienta a Dios, que ama como bien trascendente, principio y meta de todo lo real. O se toma a sí misma, erróneamente, como punto de referencia último. En este caso, ordena su sentido artístico al engrandecimiento personal, aunque sea dentro de un minúsculo universo humano; y transforma la ética en una afirmación de sí como medida de lo correcto. Como pudo escribir Bergson, también la filosofía tiene sus escribas y fariseos. El amor a Dios, en cambio, como la sabiduría creadora misma, se extiende de uno a otro confín y todo lo dispone con suavidad.

Trabajar por amor es, en definitiva, trascender en el amor al bien eterno, Dios. Es esto lo que confiere su plena dignidad al trabajo, integrados sus diversos planos en una acción unitaria, y lleva a su cumplimiento la vocación de la persona humana.

Pero, ¿cómo ha de llegar esta comprensión del trabajo a la sociedad entera, difundirse de tal modo que se renueve en verdad el discurso público y, aún más, la actividad de las personas?, ¿cómo edificar una verdadera civilización del trabajo?

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No deja de presentarse en escena, como una amenaza o más bien una oportunidad, el desarrollo creciente y acelerado de la Inteligencia Artificial. Los expertos coinciden en anunciar que traerá consigo una verdadera transformación del mercado laboral. Sin duda, al propio tiempo, ello significará un aumento incalculable de lo producido, como ya se ha visto con la agricultura tecnificada de nuestros días.

Alguno, como Susskind, no teme anticipar un mundo sin trabajo (A World Without Work) que, sin embargo, ve en sentido positivo como una señal de éxito en la secular tarea de dominar la tierra. Sea como fuere, habrá de rediseñarse el panorama y acaso el empleo, tal como lo hemos conocido, sufra cambios profundos. De hecho, tales cambios están en marcha desde hace ya una generación.

Atender, sin embargo, a la producción sería fijarnos en el trabajo en sentido objetivo, poniendo a un lado lo que será necesidad permanente: La dimensión subjetiva del trabajo como acto de la persona, acto por el cual el sujeto humano va a su realización.

“El poeta Gibrán dirá por boca del ‘Profeta’: El trabajo es el amor hecho visible”

Hemos considerado los diferentes planos de esta actividad para alcanzar la comprensión de lo que da su verdadero valor a lo que hacemos, eso que, con independencia de las nuevas formas de ocupación, permitirá renovar en la vida social la dignidad del trabajo.

Nos preguntábamos así cómo edificar una civilización del trabajo. La posible respuesta hemos de buscarla en lo interior de la persona. Con poderosa intuición, Max Weber vio en la ética protestante la raíz del espíritu del capitalismo. Es verdad que su tesis clásica ha sido sometida a múltiples críticas. No en vano la causalidad en lo social resulta difícil de determinar por la variedad y pluralidad de factores en juego. Pero siempre podemos rescatar de su planteamiento la conexión que vio entre una manera de pensar y vivir la ética y el espíritu capaz de poner en marcha formas inéditas en la economía. En su antropología, no dejó de señalar cómo, movidas por una visión y un deseo de trascendencia, las personas podían aplicarse a un trabajo exigente, organizado de manera racional y productivo.

En tal sentido, el Santo Papa Juan Pablo II, conocedor del mundo del trabajo por experiencia propia y de honda comprensión de la realidad del ser humano, anticipó, con la meta de edificar una civilización del trabajo3, la necesidad de una comprobada espiritualidad del trabajo4.

Espiritualidad del trabajo querrá decir un modo concreto de llevar a cabo la propia ocupación en orden a Dios. Trabajar en la presencia de Dios, “en quien vivimos, nos movemos y somos” (Hechos 17, 28). Sabe el hombre que recibe de Dios su ser y su capacidad de obrar. La vida interior de la persona no es entonces solitaria, como en interminable monólogo consigo misma. Se abre a la consideración del Creador y trabaja ahora, puede trabajar, con conciencia de que trabaja ante Dios, con Dios. El trabajo -empleo, oficio o tarea- toma así, con la vida entera, pleno sentido y hace posible edificar una civilización en la cual se renueve la dignidad del trabajo humano.

No se hará sin una verdadera conversión, un cambio profundo en el corazón humano. La gravitación hacia el amor de sí como término último desvía a la persona hacia el afán de poder, el afán de placer y el afán de lucro. Construye esa sociedad materialista de las desigualdades injustas, y los resentimientos, en la que nos ha tocado vivir.

Ese camino para edificar una nueva civilización se ha hecho efectivo en la persona de Cristo, hombre del trabajo, artesano de Galilea. Pasó haciendo el bien y culminó su vida con el sacrificio de la Cruz. Por eso, “para un cristiano, esas perspectivas [del valor humano] se alargan y se amplían. Porque el trabajo aparece como participación en la obra creadora de Dios (…) Porque, además, al haber sido asumido por Cristo, el trabajo se nos presenta como realidad redimida y redentora”5.

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Se unen así las líneas del análisis. Renovar la dignidad del trabajo supone comprender que, más allá de modificar el entorno con la técnica -sentido objetivo del trabajo- y alcanzar unos resultados, antes que nada, para el desarrollo y sustento de la vida humana, el trabajo es un acto de la persona. Referido al sujeto -sentido subjetivo-, el trabajo nace del espíritu de la persona y ha de conducir a su realización.

Por ello, salvo incapacidad permanente, ninguno ha de abstenerse de trabajar. Aun con la posible asignación de una renta universal, como ha sido planteado; aun con el problema de la pobreza de la Humanidad resuelto, según ¿sueñan? algunos que ven con lucidez el impacto de la Inteligencia Artificial en la producción, permanece la necesidad humana de esa actividad que brota del propio ser de la persona y lleva a un verdadero desarrollo de cada uno. El juego, o la diversión permanente, el placer de la droga o el sexo, todo aquello que haría del nuestro un mundo feliz como anticipara Huxley, no pueden remplazar la actividad humana creativa, llena de significado que, en sus múltiples formas, hemos llamado trabajo. Trabajar, sin embargo, con pleno sentido humano: por amor, ese amor a lo bueno que se fundamenta y realiza en el Bien perfecto. La vida del ser humano sobre la tierra, camino de eternidad, estará entonces proporcionada a su dignidad, con esa medida trascendente recogida en el libro del Génesis, donde se dice que fuimos creados a imagen y semejanza de Dios (1, 26) y se nos encomendó el dominio y cuido del mundo visible (1, 28; 2,15).

(1) Efecto Naím, 455.
(2) Es Cristo que pasa, n. 48. Antes había dicho: “… por eso el hombre no debe limitarse a hacer cosas, a construir objetos”.
(3) Cfr. al respecto el documento de la Congregación para la Doctrina de la Fe, Libertad cristiana y liberación, nn. 81-88, en especial los nn. 82 y 83.
(4) Juan Pablo II, Laboremexercens, n. 26.
(5) San Josemaría Escrivá, Es Cristo que pasa, n. 48 cit.

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