Siendo realistas, y no pesimistas, salir del presente régimen no parece tarea fácil, no tanto por sus fortalezas, sino también por las debilidades de quienes se le oponen.
Al analizar estas últimas intento una evaluación crítica -nada novedosa, por lo demás- de la actuación de la oposición y llamar la atención sobre la cadena de errores que, en estas dos décadas, han marcado la actuación de cada grupo o facción en que se ha dividido lamentablemente.
La primera de todas ellas es no haber entendido, desde el principio, la verdadera naturaleza del chavismo. No la percibieron en 1998 las cúpulas de AD y Copei al haber menospreciado la candidatura presidencial de un oscuro teniente coronel golpista, al mismo tiempo que subestimaban a factores de poder económico y comunicacional que, a partir de la segunda mitad de aquel año electoral, terminaron sirviéndole de soporte financiero y propagandístico.
Tampoco la entendieron aquellos dirigentes políticos a quienes sorprendió, a última hora, la victoria de Chávez Frías. Como no comprendían lo que este se traía entre manos, creyeron que el juego democrático continuaría como había sido desde 1958. La trampa de la Constituyente y de la llamada “relegitimación” del presidente, diputados, gobernadores y alcaldes, realizada en 1999 y 2000, respectivamente, terminó de echarlos a un lado del camino, mientras la tesis de los nuevos liderazgos, impulsada por el régimen, empezó a ganar adeptos entre los opositores.
Fue así como -en su momento- no descifraron a cabalidad el carácter militarista del proceso que se iniciaba, con fuerte anclaje al interior de la Fuerza Armada Nacional. A partir de entonces no se ocuparon de adelantar una política dirigida a salvaguardar la institucionalidad castrense, tal como se había hecho desde 1958, con el propósito de preservar su obediencia al poder civil. Y luego de los sucesos de abril de 2002, a pesar de que entonces el militarismo chavista controló finalmente la situación y dejó sin piso a la alta oficialidad, la dirigencia opositora abandonó su relacionamiento con el mundo militar, después de lo cual Chávez dio rienda suelta al proceso de politizarlas en beneficio de su proyecto político.
En paralelo, la antipolítica también continuó avanzando tras su victoria en 1998. Sólo que al darse cuenta que no iban a poder manejar a su protegido de entonces, pero impidiendo también que los desplazados recuperaran el terreno perdido, esos mismos sectores de poder económico y comunicacional ya señalados, aprovecharon la rebelión popular del 2002 y la inmediata renuncia de Chávez para imponer un nuevo gobierno, que apenas duró tres días e hizo de la torpeza su única política.
Para complicar aún más las cosas, a partir del referéndum consultivo de 2004 el chavismo inició su tarea de destruir el sufragio como institución. Lo volvió a hacer en las presidenciales de 2006, cuando ganó por tercera vez; aceptó “la victoria de mierda” de la oposición en el referéndum de 2007 e inmediatamente convocó otro sobre la misma materia en 2008, ganado en medio de todo tipo de sospechas. Y así sucesivamente, hasta hoy, la actuación opositora ha tenido lamentables resultados y demostrado una capacidad extraordinaria para insistir en el error, sin tener la inteligencia de planear nuevas estrategias de lucha.
La segunda debilidad ha sido la medianía de la mayoría de la dirigencia de la oposición. Hay que admitir que -con las excepciones del caso- no ha estado a la altura de los desafíos planteados desde que se inició el presente régimen. Vale recordar que esa dirigencia, vieja y nueva, desapareció en la elección de la Constituyente en 1999 y en la llamada “relegitimación” de 2000. En las presidenciales, ante tal vacío de liderazgo, la base opositora inercialmente le dio sus votos, en mala hora, al también teniente coronel golpista Francisco Arias Cárdenas -quien se había distanciado de Chávez-, en lugar de construir una opción propia. Los años siguientes fueron de ensayo y error, sin dar pie con bola, confundidos y sin lograr entender lo que estaba pasando y, lo que más grave, sin haber diagnosticado aún a un adversario, entonces crecido e implacable.
No hemos tenido, en todo este tiempo, líderes con visión de corto, mediano y largo alcance, y para evidenciarlo están a la vista los resultados. Hemos carecido de una conducción como la que en su tiempo y frente a grandes dificultades ejercieron Rómulo Betancourt, Rafael Caldera y Jóvito Villalba. La mayoría de la dirigencia política actual se ha atascado en un activismo inútil, incapaces de reencontrarse entre ellos mismos, sin sentido de grandeza ni de la historia, tema este que, por lo visto, no les interesa en modo alguno. Hay una gran orfandad ideológica e intelectual, y algunos solo aprovechan esta coyuntura en función de sus intereses personales y no de los del país.
Tal vez esta dramática realidad explique la tercera debilidad opositora: la de su falta de unidad. Cierto es que la misma se construyó venciendo grandes dificultades a partir de 2006 y que fue sostenida inteligentemente en las presidenciales de 2012 y 2013, en las regionales de 2014 y, finalmente, en las parlamentarias de 2015, con los resultados ya conocidos. Pero, a partir de aquel momento estelar, la unidad se fracturó, como consecuencia de la guerra de egos presidenciales y de la estrategia del régimen para provocar la división en la oposición, con las secuelas también conocidas: La llamada “mesita de diálogo” y la irrupción de los “alacranes” y su imposición como directivos de los partidos intervenidos por el Tribunal Supremo de Justicia (TSJ). A tales separaciones se sumaría luego la de Henrique Capriles y su grupo, empeñados en participar electoralmente y en boicotear el trabajo del sector opositor dirigido por Juan Guaidó.
Este diagnóstico, por supuesto, no pretende dejar por fuera los inmensos obstáculos creados desde el principio por el régimen y que la oposición no ha podido superar. Desde la conversión del Consejo Nacional Electoral (CNE) en una agencia del chavomadurismo; pasando por la utilización del alto tribunal para judicializar a la oposición sin atenuantes; hasta el control de la institución castrense como instrumento politizado y armado del régimen, todo ello en contravención con la Constitución. No es poca cosa, por cierto.
Aun así, no deja de ser irresponsable la falta de unidad que hoy exhibe la oposición en general, incapaz de reunirse alrededor de una estrategia inteligente, y de crear un mensaje, y una mística que convoque a la gran mayoría de los venezolanos opuestos a este desastre chavomadurista que ha arruinado y destruido al país.
La unidad opositora y la rectificación estratégica constituyen elementos indispensables para continuar la lucha. Los dirigentes opositores deberían dedicarse a lograr ambos objetivos y profundizar así el combate para derrotar la tragedia que nos consume y a sus causantes.