En la aldea
08 diciembre 2024

¿Abstención o rebelión?

Desde 1999 hasta hoy el chavomadurismo ha hecho todo lo posible por desprestigiar el voto, y para ello ha contado con el mismísimo CNE. Perfeccionar la sospecha colectiva sobre la actitud de sus autoridades y su absoluta falta de transparencia y honestidad, es algo premeditadamente calculado para favorecer los intereses del régimen. ¿A quién podría sorprender entonces lo que algunos llaman abstencionismo y que de manera demoledora ha deslegitimado los dos últimos procesos, caracterizados por la mayoritaria ausencia de electores en las mesas de votación? Mientras, la exigencia nacional de un plan masivo de vacunación contra la Covid-19 es otro elemento a considerar a la hora de analizar la evidente rebelión ciudadana ante los comicios electorales anunciados.

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Hay una lectura equivocada sobre la posición mayoritaria de los electores reacios a votar, lo que, en efecto, se ha convertido en una conducta reiterada desde 2017.

Esa actitud de millones de venezolanos con derecho al sufragio la explica la desconfianza multitudinaria que sienten ante el Consejo Nacional Electoral (CNE), antes y ahora. No pareciera muy complicado entenderlo, pero todavía hay dirigentes que se autocalifican como opositores -y algunos analistas que presumen de tales- que no la comprenden, y la conceptúan como una actitud “abstencionista”. Creo que este juicio es simplista y que el asunto va mucho más allá.

Señalo que no debería ser muy complicado entenderlo porque desde 1999 hasta hoy el chavomadurismo ha hecho todo lo posible por desprestigiar el voto, y para ello ha contado nada menos que con el mismísimo organismo electoral. En cada elección la actitud de este último se esmera en levantar gigantescos muros a su alrededor y en perfeccionar la sospecha colectiva sobre la actitud de sus autoridades y su absoluta falta de transparencia y honestidad. Algo premeditadamente calculado para favorecer los intereses del régimen.

A los electores les basta, a este respecto, observar los procesos electorales de otros países, sean automatizados o manuales, cuando tempranamente la televisión muestra los resultados “en vivo”, a medida que se van obteniendo y en muy breve tiempo se conocen de manera oficial. Aquí, en cambio, a pesar de que el régimen y sus CNE se ufanan siempre de que tenemos uno de los mejores sistemas electorales del mundo, por lo general los cómputos finales son anunciados en la alta madrugada, luego de una absurda espera que cansa y decepciona a la gran mayoría de los venezolanos

A todo esto se suma otro hecho, reiterado en cada elección: Haber convertido en una “caja negra” a la Junta Nacional Electoral, que sistematiza y recibe los resultados. Incluso se ha dicho que a ella nunca tuvieron acceso los anteriores rectores que supuestamente representaban a la oposición. No han faltado quienes han denunciado que esos resultados los conoce antes la cúpula del régimen, y que solo cuando esta lo autoriza, si está conforme con los mismos, entonces la directiva electoral lo anuncia a la opinión pública como “irreversibles”. No es poca cosa esta situación irregular y constituye otro factor que ha hecho crecer la desconfianza ante el CNE.

“Desde 1947, cuando se instauró el voto directo, universal y secreto (…) el venezolano sabía que su voto era respetado y servía para elegir a sus representantes. Hoy no tiene esa certeza”

En fin, estos hechos son del conocimiento generalizado, aunque algunos aún pretendan desconocerlos o menospreciarlos. Pero lo cierto es que, a estas alturas, solo los ingenuos o los cínicos pueden creer que el sistema electoral venezolano, implantado por el chavomadurismo en estas dos décadas, ofrece garantías de transparencia, imparcialidad y pulcritud. Por eso sorprende la aparente candidez y simplismo de quienes critican a quienes no votan, bajo el inicuo argumento de que “ceden espacios” al régimen y -lo que no deja de ser un argumento falaz- son finalmente culpables de que “los candidatos de oposición” pierdan.

Invocar este último argumento es realmente vergonzoso. Pone de manifiesto la incapacidad de esos candidatos para convencer y emocionar a los electores renuentes a fin de que los apoyen, por una parte, y, por la otra, algo aún más deplorable cuando los acusan de ser los causantes de su derrota. Pero el asunto no es tan simple como ellos lo plantean.

Por lo visto, no parecen tomar en cuenta las razones de la negativa a votar de esos sectores y son incapaces de hacerse una autocrítica sobre su incapacidad para motivarlos a votar. Pero el colmo de sus excusas lo constituye otro argumento deleznable: El de una supuesta campaña abstencionista por parte de sectores que no participan. Al final, lo que confiesan, al argüir de esta manera, es su propia incapacidad para conectarse con quienes no quieren votar en las actuales circunstancias y convencerlos de que lo hagan por ellos.

Hay otro hecho que debe ponderarse al respecto: En los 40 años de la República Civil, la abstención casi siempre fue baja y solo en los años finales creció en la misma medida en que las mayorías se volvieron escépticas. Fue en 1993 cuando subió al 40% y se ha convertido en una tendencia irreversible en este tiempo del madurismo, creciendo a tasas espectaculares en los dos últimos eventos convocados por el CNE en 2018 y 2021. No parece muy difícil precisar las razones de tan grave circunstancia.

A riesgo de ser repetitivo, vuelvo a recordar que existen causas muy precisas para explicar esta situación. La más importante de todas es la percepción entre los electores de la existencia de un fraude sistémico, a partir de un Registro Electoral contaminado y excluyente, mecanismos de escrutinios opacos, ventajismo abusivo y descarado de los candidatos del régimen con la abierta complicidad del organismo electoral -entre muchas otras irregularidades-, todo lo cual conforma una cadena de ilícitos que se ejecutan transversal y paralelamente en varias direcciones, con suficiente antelación y que se perfecciona, al final, con el anuncio tardío de los resultados oficiales e “irreversibles” del CNE de turno.

¿A quién podría sorprender entonces lo que algunos llaman abstencionismo y que de manera demoledora ha deslegitimado los dos últimos procesos, caracterizados por la mayoritaria ausencia de electores en las mesas de votación?

Por supuesto que esa actitud no implica que quienes la ejerzan con todo derecho no crean en las elecciones como la más cabal expresión de la soberanía popular y fuente legítima del Poder Público. Pero ello no significa aceptar como justo un sistema que pervierte el sufragio desde las alturas mismas del régimen. Creen en el voto, por supuesto, en la misma medida en que se exprese libremente y permita elegir a sus mandatarios, aparte del respeto que estos merecen como expresión de la soberanía popular. Por desgracia, en este país aún estamos lejos de lograrlo.

Uno quisiera compartir el entusiasmo de quienes piensan que la integración del reciente CNE es “un primer paso” hacia el rescate del voto como mecanismo de elecciones libres. Ojalá fuera cierto, aunque casi de inmediato uno de esos rectores, aparentemente no comprometido con el régimen, asegure que tratará de lograr que las próximas sean unas elecciones “medianamente transparentes”.

Los venezolanos quieren votar, sin duda. Desde 1947, cuando se instauró el voto directo, universal y secreto, la constante siempre fue una masiva asistencia del electorado a las urnas de votación. Ni siquiera en los años ‘60, durante los tiempos borrascosos del terrorismo urbano y las guerrillas castrocomunistas, la gente temió ir a votar. Pero sabía que entonces su voto era respetado y, por eso mismo, servía para elegir a sus representantes. Hoy no tiene esa certeza.

Finalmente, y por si fuera poco, una cierta indignación colectiva porque se prioriza el tema electoral frente a la exigencia nacional de un plan masivo de vacunación contra la Covid-19 es otro elemento a considerar a la hora de analizar la evidente rebelión ciudadana ante los comicios electorales anunciados.

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La opinión emitida en este espacio refleja únicamente la de su autor y no compromete la línea editorial de La Gran Aldea.
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