Con motivo de cumplirse este mes de mayo, veinte años de la muerte de Salvador Garmendia (Barquisimeto, 11 de junio de 1928 – Caracas, 13 mayo de 2001), he querido aportar un par de testimonios ligados al personaje que fue el gran escritor de Los pequeños seres (1959), Los habitantes (1961), Días de ceniza (1963), La mala vida (1968), Los pies de barro (1973), Memorias de Altagracia (1974) y, su última novela, El capitán Kid (1986), más su profusa y vasta labor como cuentista, con el propósito de añadir un par de anécdotas al cúmulo de las ya aparecidas en este tiempo de conmemoraciones.
Mi mujer y yo estábamos en París cuando decidimos pasar la Semana Santa de 1989 en Barcelona, España. Por primera vez salíamos de vacaciones con nuestros tres hijos desde la llegada a Francia donde seguíamos estudios de postgrado. Como era nuestra costumbre, escaseaba el dinero y por un arreglo generoso de una pareja de amigos, Tiri y Fred, utilizamos su vieja furgoneta Volkswagen, verdiblanca, acondicionada para dormir durante el trayecto por si fuese necesario. Después de un pequeño incidente en el camino, apenas terminando la autopista, para continuar hacia la provincia francesa, debido al aspecto del vehículo y al de sus ocupantes adultos -al menos eso fue lo que pensé, porque no hubo explicaciones al respecto-, la policía vial nos detuvo para una requisa, y al comprobar que éramos simples terrícolas nos permitió seguir hacia nuestro destino. Íbamos a visitar una pareja de amigos: la del poeta José “Pepe” Barroeta y su mujer, Teresa Espar, en casa de quien nos alojaríamos y acompañaríamos toda esa Semana Santa, que ni fue santa ni fue semana, sino un poco más, debido a la reparación que tuvimos que hacerle a la furgoneta. Llegamos accidentados, directo a un garaje, en donde se gastaría parte de nuestro presupuesto para esas vacaciones. Mi gran sorpresa surgió después, cuando el poeta “Pepe” anunció que al día siguiente vendrían a almorzar Salvador Garmendia y María Elena Maggi, “la Negra” -como le decían cariñosamente a su mujer- al piso de la mamá de Teresa, en la calle Roma, en donde estábamos alojados por generosidad de la familia Barroeta Espar. Sentí gran emoción, porque no conocía personalmente al escritor venezolano, pero sí su obra. Fue un momento inolvidable con los cuentos de Salvador y la comida que preparaba “la Negra” -cocinera de lujo-. Estaban acompañados de su bella hija, Altagracia, quizás de unos seis años de edad. Producto de aquel encuentro con el narrador barquisimetano es la fotografía que encabeza este texto. Él se encontraba en Barcelona, porque trabajaba en el Consulado de Venezuela como asesor cultural o algo parecido -así decía él-. Nos contaba la insufrible rutina de la diplomacia cuando se trataba del trabajo administrativo -exceptuando las fiestas, por supuesto-, y, cómo superaba día a día la cotidianidad del trabajo: Escribía cuentos y continuaba una novela que estaba a punto de culminar y, de vez en cuando, creaba eventos sobre la cultura nacional que le dieran brillo al país. Nos habló de su experiencia en la televisión venezolana que durante un tiempo le dio de comer, y le permitió relacionarse con el mundo del espectáculo a través de la pantalla chica.
-Recuerdo que una vez estaba escribiendo una telenovela y el Canal me pidió participar en el casting para seleccionar a la joven protagonista -contaba-. Entrevisté a unas cuantas muchachas y ninguna reunía las condiciones que requería mi personaje principal. De pronto llegó a mi despacho la próxima aspirante, una bella joven, de unos 18 años más o menos. De pelo largo, sin maquillaje -no lo necesitaba-, su belleza se valía por sí sola. Y comencé a hacerle las preguntas de rigor y a escudriñarla un poco para ver si su atractivo tenía algo que ver con su inteligencia -ustedes saben bien que esas características no van necesariamente asociadas-. Lo cierto del caso fue que ella me deslumbró, era vivaz, despierta y con un razonamiento que impresionaba. Su humildad era otra de sus cualidades que me agradaba. De pronto se me quedó mirando y esgrimió una sonrisa extraña, pero dulce. Y me hizo una pregunta que me dejó caviloso. Pensé que de pronto se habían invertido los papeles, y la soltó así, de sopetón.
-¿Se acordará usted de María Virginia, la mujer que llamaban Mavi, en Barquisimeto, que vivía en la misma calle de su casa, cerca de la placita Altagracia? –e hizo silencio esperando mi respuesta.
-Caramba, mija, la verdad es que yo he conocido a tanta gente, que cómo voy a recordarme de esa fulana Mavi. Pero de todas maneras, me le das mi saludos cuando la veas, eso sí, no le vayas a decir que no me acordaba de ella. La muchacha sonrió y yo le dije que seguiría con otras preguntas para completar la entrevista y tomar una decisión sobre su escogencia. De repente me interrumpió para decirme, que ella no estaba interesada en el papel de la telenovela.
-¡Caramba, mija, me dejas estupefacto!-le dije-. Salvador hizo un gesto tembloroso con su cabeza moviendo su escuálida melena.
-Solo quería conocerlo a usted –dijo con admiración.
-Qué honor mija, pues muchas gracias, ¿y a qué se debe el afán de hacer esa cola tan larga para decirme ahora que no quieres participar en la telenovela, cuando eres tan bella y tan inteligente?
-Solo me interesaba comunicarle, que yo soy su hija.
Quienes no sabíamos el cuento nos quedamos impactados mientras “Pepe” reía con sus espasmos característicos y Teresa, también. Salvador se atusó la barba con una cierta sonrisa. Pero era más bien un gesto de recuerdo profundo.
-Aquello fue sorpresivo, inaudito -continuó-, ¿se imaginan cómo me sentía yo? Trataba de recordar el nombre de la mujer que me había mencionado la muchacha y creo que comenzó a sonarme algo lejano, pensaba que sí como que la había conocido. Pero era un recuerdo borroso, por supuesto. A lo mejor en una borrachera de esas… qué sé yo…
Salvador daba por terminado el episodio, pero yo no me iba a quedar tranquilo sin saber cuál había sido el desenlace de aquella increíble noticia de su paternidad.
-¿Y qué pasó después, Salvador? -insistí.
-Entonces fue cuando le dije: Haces bien ¡hija mía! de no meterte en estos asuntos de la televisión tan complicados. Salvador se atusó la barba y agregó: ¡Qué de cosas, qué de cosas tiene la vida!, ¿no?
Volvimos a reír y yo no podía continuar con las preguntas porque su mujer nos conminaba a acercarnos a la mesa ya que hacía tiempo había pasado la hora del almuerzo.
-¡Se va a enfriar la comida! -gritó “la Negra” Maggi.
Yo no me iba a quedar callado con un cuento que seguro tenía más aristas pese a la mirada oblicua de mi mujer hacia mí.
-Disculpa, Salvador, y la muchacha se parecía a ti -pregunté más que todo, por provocar la continuación de aquel episodio de telenovela-. Alzó su brazo y movió su mano en el aire como un abanico tembloroso mientras sus escasas greñas se desordenaban.
-¡Idéntica! -respondió con énfasis glorioso-, y se echó a reír como nosotros que celebramos su ocurrencia.
La segunda oportunidad en que me encontré con Salvador Garmendia fue tomándonos unos tragos en una vieja casona de la universidad frente al mar de Caigüire, en Cumaná. El abogado y escritor, Jesús Torres, a quien llamaban “El Pireo”, amigo de los escritores de la República del Este, Adriano González León, Luis Camilo Guevara y Alfonso Montilla, en Caracas, trabajaba para la Dirección de Cultura de la Universidad de Oriente, y habían invitado a Salvador a un Congreso de Literatura. Luego lo raptaron y después de un paso fugaz por el hotel donde se alojaba, se lo llevaron a esa casona, espaciosa y ventilada, en donde se escuchaba el rumor del oleaje contra las piedras que servían de protección a la avenida asfaltada, conocida como la Perimetral. Allí estaban un par de poetas y escritores orientales, uno de ellos creo que era Celso Medina, el otro nombre se escapa a mi memoria. Salvador vestía de franela con pantalones cortos y cuando yo llegué, ya él tenía unos cuantos tragos en la cabeza. Recuerdo que cada cierto tiempo se pasaba el vaso de whisky por la frente y pegaba una suerte de grito de guerra que se lo escuché también a Ramón Palomares y a Adriano González León en una fiesta en Mérida.
-¡Viejo lobo! … ¡Viejo lobo!
Y continuaba hablando de sus andanzas y su llegada a Caracas desde Barquisimeto cuando decidió emprender su camino hacia la escritura. Ahí en esa casona de Caigüire le escuché el siguiente cuento:
-Mi hermano Herman era un tipo extraordinario, inteligente, cultísimo. En cualquier parte del universo donde se encuentre, brindo por él: ¡Viejo lobo! -y de nuevo, el vaso en contacto con la frente tratando de rebajar la temperatura de la curda: ¡Viejo lobo!, y tomaba su trago y meneaba su cabeza con sus filamentos de pelo alborotados para reafirmar lo que decía, y continuaba su discurso con la convicción de un profeta.
-Mi hermano Herman era un tipo genial -dijo-. Figúrense ustedes, que una vez llegó un circo a Barquisimeto y, después de unos días se declaró en quiebra, y el dueño del circo tuvo que rematar los animales. Y Herman, que los amaba, le propuso comprarle el león y la jaula con tal de que el domador le enseñara su oficio.
-¿Y resultó el asunto?
-¡Claro! -me dijo con entusiasmo-, el león lo tenía en su jaula en el patio de la casa y allí practicaba, y sus amigos lo iban a ver, ¡era increíble mi hermano!
A mí me parecía aquella anécdota material para un cuento fabuloso.
-Hay que tener demasiada vocación para atreverse a hacer una cosa semejante -pensaba yo-. Contó que ese hecho había sucedido hacía bastante tiempo.
-Salvador, ¿has escrito esa historia? -le pregunté-, porque no recordaba que en sus libros de cuentos apareciera.
Me contestó al rompe.
-¡Noooo!, los cuentos necesitan un tiempo de maduración, que a veces es corto, pero a veces es largo. Y este todavía no ha querido convertirse en uno de ellos, ya se verá.
Esa misma noche desplegó su humor de una manera incontenible cuando comenzamos hablar de algunas canciones venezolanas y sus letras absurdas. Mencionó unos pequeños fragmentos de un par de ellas:
-Imagínense ustedes esta letra: “Vuela guanaguanare picoteando sobre las olas de la mar serena”… ¡Por dios, cómo va a estar picoteando un guanaguanare si va volando!, no eso no puede ser -sacudía la cabeza con espasmos-, es un absurdo, si vuela no puede picotear, tiene que esperar que se pose en alguna piedra, o qué se yo, para poder ejecutar la acción de picotear. -Y nosotros acompañábamos su elocuente comentario con un coro de risas y bromas. Luego mencionó la frase de otra canción:
-“Dámelo papaíto dicen los niños cuando lo ven nacer”… Esto es el colmo: “dámelo papaíto”. ¡No por favor, qué expresión!, parece que le estuvieran pidiendo a una mujer, “que se lo diera”. Es un fragmento que, aunque nada tenga que ver con una mujer, en el contexto de esa frase, sin embargo, tiene una carga semántica y una connotación que nos remite a la expresión vulgar y grotesca que todos conocemos. -Esto lo decía con tanta seriedad y convicción que a nosotros nos provocaba risa.
Vi a Salvador varias veces más, en una charla en la Universidad de Los Andes, en algún bar del Triángulo de las Bermudas, y solo pude intercambiar con él un saludo o un cálido abrazo. Luego me enteré de su enfermedad. Era diabético y sus piernas estaban afectadas. Dejó de ser el asiduo caminador tempranero en el Parque del Este.
La última vez que supe de él fue para enterarme de su muerte. El hombre de Los pies de barro nos había dejado con sus Memorias de Altagracia. El Premio Nacional de Literatura del año 1972, se había marchado de su paisaje urbano que tanto lo inspiró. Mario Vargas Llosa reconocía en él a uno de los grandes escritores latinoamericanos.
*La fotografía es cortesía de Alejandro Padrón para el editor de La Gran Aldea.