De aquél ya vetusto “ni un paso atrás”, pasamos a implorar ayuda humanitaria. De la clase media, arisca y levantisca que votó por Hugo Chávez para luego desafiarlo, hoy sólo quedan despojos que vagan por el mundo con un morral como equipaje. Del infantilismo rebelde que apresuró las jugadas políticas esperando un mesías salvador, pasamos al calamitoso estado de quienes invocan “la salvación nacional” a través de las redes sociales.
El resumen político de las dos últimas décadas venezolanas, bien podría sintetizarse en el paso de una sociedad inmadura pero contestataria, a otra igualmente inmadura pero victimizada. Progresivamente, lo político fue perdiendo su naturaleza conflictiva (lucha por el poder), para trastocarse en simple diatriba por el uso humanista de los precarios recursos disponibles. Pese a la rudeza de estas dos décadas, no encontramos la salida para abandonar nuestra “minoría de edad” (Kant). Por eso nada debe extrañar la invocación de un Plan de Salvación Nacional.
Los que ironizan la intervención extranjera como modo de salvación, aunque lo pretenden, no son más maduros que los otros, quienes esperan la salvación emanada de una negociación internacional. En ambos casos, somos vistos como enclenques políticos, incapaces de asumir la responsabilidad de nuestro destino. ¡Urgen muletas! ¿Y por qué debemos ser salvados? Simplemente porque somos víctimas. Es lo que está de moda, es el punto más alto alcanzado por la decadencia política de estos tiempos.
En el luminoso trabajo de Daniele Giglioli, “Crítica de la Víctima” (Herder, 2017), el autor perfila las bondades derivadas del victimismo: “La víctima es el héroe de nuestro tiempo. Ser víctima otorga prestigio, exige escucha, promete y fomenta reconocimiento, activa un potente generador de identidad, de derecho, de autoestima. Inmuniza contra cualquier crítica, garantiza la inocencia más allá de toda duda razonable. ¿Cómo podría la víctima ser culpable, o responsable de algo? La víctima no ha hecho, le han hecho; no actúa, padece. En la víctima se articulan carencia y reivindicación, debilidad y pretensión, deseo de tener y deseo de ser”.
Con semejante recurso a la mano, una conducción política derrotada, asegura una vía de escape: La perspectiva de la víctima edulcora el relato de la derrota al prohijar una remota victoria producida por una, igualmente remota, justicia internacional. Los errores tácticos, la irresponsabilidad, la cobardía, la miseria del negociado a hurtadillas o la simple falta de decoro, todo queda sepultado por el victimismo pues “no somos lo que hacemos, sino lo que hemos padecido, lo que podemos perder, lo que nos han quitado” (Ibid).
No deja de sorprender la petulancia ignorante de los que invocan la “verdadera política” en medio de los escombros. Tal invocación va acompañada de las consabidas “razones humanitarias” obligantes para “los bandos en pugna”. La naturaleza del victimismo los deja al desnudo en tanto el sujeto victimizado (que ha perdido todo), sólo conserva el derecho al socorro para su salvación. Todo lo demás puede esperar, la urgencia sustituye lo trascendente. En tales condiciones, ¿puede extrañar que la convocatoria a la salvación incluya a los victimarios?
Las víctimas sólo piden ayuda humanitaria no politizada. Las vacunas contra la Covid-19 no tienen ideología, tampoco la gasolina o el diésel. ¿Por qué permitir que la política produzca dolor y sufrimiento? Las víctimas sufren, lloran, claman, pero no están en condiciones de inmiscuirse en debates estériles. ¿Puede haber espacio más anchuroso para la antipolítica que la cancha abierta por el humanismo victimista?
Con la repulsa a la política queda el espacio abierto para un “novísimo” debate: ¿Quién es más víctima, la dictadura castrista o la oposición plañidera?, ¿qué produce más sufrimiento al pueblo, las sanciones imperialistas o la defensa de la gloriosa revolución? Un debate muy técnico y apartado de quienes sufren y sólo esperan la salvación. La política no va con ellos.
El victimismo como vía para recuperar la democracia está condenado a fracasar, y no será por falta de víctimas. La razón es muy simple: Nos enfrentamos a los maestros mundiales en el arte de ser víctimas, los cubanos, el pueblo heroico que ha logrado sobrevivir a más de 60 años de asedio imperialista, capaz de arrebatar lágrimas y pasiones en las entrañas mismas de la bestia imperial, gringa o europea.
La pequeña isla del Caribe y sus legendarios barbudos, han logrado conmover al mundo entero con una fuerza inspiradora tal que, aún puede desestabilizar países con su iconografía e ideología lastimeras, bajo el fino camuflaje de la muy mentada, “auto determinación de los pueblos”, otro señuelo. Desde allí se coordina la llorantina revolucionaria venezolana. Entre tanto, el victimismo de nuestras plañideras sigue sin convencer con sus burguesitos muertos, sus presos y torturados, los emigrados hambrientos y despreciados, las víctimas reales, aprovechadas por unos dirigentes prestos a agarrar, aunque sea fallo.