En la aldea
02 diciembre 2024

El siglo XXI todavía está lejos

El XXI debatiéndose entre liberalismos y autocracias, tensiones en lo político que se conectan obviamente con rupturas y continuidades más complicadas, más transformadoras de la experiencia humana: La digitalización de la vida en el XXI. El problema de este siglo es el de cómo las personas tienen capacidad de acción sobre sus propias vidas. ¿Comunidad como patria, como agregado de bienes “particulares”, como consenso sobre el bien, como “voluntad general”? Es posible que lo que llamábamos comunidad deba cambiar de significado, siendo a la vez universal y particular. Todo eso está ocurriendo, y rápidamente. Pero lejos de aquí.

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Colette Capriles | 10 junio 2021

Quizás los comienzos de siglo se parecen entre sí, como si se escenificaran una y otra vez unas tensiones constructivas y destructivas que darán una forma característica a los años por venir; el siglo XIX naciendo entre repúblicas y monarquías; el siglo XX y la tensión entre democracias y revoluciones; el XXI debatiéndose entre liberalismos y autocracias. Y estas tensiones en lo político se conectan obviamente con rupturas y continuidades más complicadas, más transformadoras de la experiencia humana. El primer capitalismo en el XIX; el advenimiento del protagonismo de “las masas” en el XX; la digitalización de la vida en el XXI.

También puede ser que se trate de matices que confirman la antigua teoría de la repetición cíclica de los distintos tipos de régimen político y en el fondo lo que tenemos es la reaparición permanente de una batalla entre regímenes “rectos” y los “torcidos”, una lucha por el “para quién” se gobierna. El criterio de los antiguos era muy sencillo: el buen régimen gobierna para el bien común. En la práctica significaba que no se gobierna “para sí”: ni para la gloria de quien manda ni de sus ideas, sino de la comunidad, con lo cual llegamos a lo más incierto: ¿Comunidad como patria, como agregado de bienes “particulares”, como consenso sobre el bien, como “voluntad general”?

Que el siglo XXI venga atravesado por un resurgimiento de lo torcido, del autoritarismo en todas sus formas incluyendo algunas inéditas, puede tener que ver no tanto con una complicación de la idea política del bien, sino con lo que podemos entender por “común”. A veces se puede sospechar que se cierra el muy amplio arco histórico que construyó Occidente sobre la concepción universalista de lo humano, y se inaugura una era de particularismos y relativismos que harán imposible el gobierno de mayorías bajo el imperio de la ley (por definición aplicable a todos por igual) que llamamos democracia.

“Creo simplemente que la gran transformación digital, cuyo efecto más importante es la amplificación del espacio y la compresión del tiempo (…) la manera de vivir juntos que conocíamos quedará atrás”

Más que un grave problema conceptual, se trata de un sorpasso que las prácticas democráticas mismas han provocado, adelantándose arrolladoras ante las posibilidades del pensamiento. Las teorías políticas se van quedando atrás al no poder integrar aún los temblores civilizatorios. O más bien digamos que las narrativas políticas no están recogiendo bien las confusas señales de los eventos colectivos o subjetivos que están aconteciendo. Todavía vemos una agonía de las coordenadas políticas del pasado y se sigue tratando de enmarcar la acción en la distinción entre izquierda y derecha o entre progresismo y conservadurismo; algo cada vez más inútil y estéril. Lo que parece estar en el centro de la tormenta es un redimensionamiento de la libertad, no tanto como valor moral supremo sino como esquema de formación del sujeto. El problema del siglo XXI es el de la agencia, es decir, el de cómo las personas tienen capacidad de acción sobre sus propias vidas.

Eso no coincide con una idea de libertad como ausencia de obstáculos o como un espacio isonómico en el que la ley universal garantiza derechos para todos. Es como si la política hoy hubiera que entenderla no tanto a través de un modelo hidraúlico que distribuye el poder e impide su tóxica concentración, sino como algo más orgánico y auto-organizativo, con poderes y contrapoderes que se balancean en distintos planos de la vida colectiva. Esto en mi opinión no tiene por qué tener a priori una mejor calidad democrática que lo que conocemos, porque no creo que exista, ni debe existir, un modelo de convivencia perfecto o un mundo sin conflictos. Creo simplemente que la gran transformación digital, cuyo efecto más importante es la amplificación del espacio y la compresión del tiempo, está cambiando a tal punto la experiencia-de-sí, aquella colección de certezas sobre las que se apoya la identidad de cada uno, que la manera de vivir juntos que conocíamos quedará atrás.

Siempre tiene uno en mente el dicho de Mariano Picón Salas cuando identificaba al año 1936, umbral de lo nuevo tras el gomecismo, como el principio del siglo XX venezolano. Nuestro siglo XXI todavía está lejos, no solo porque para encontrárnoslo tengamos que recuperar un futuro para todos, sino porque las prácticas políticas y los instrumentos conceptuales de los que nos valemos para pensarlas no están atentas a reconocer, o más bien a conocer, lo que es hoy este país y lo que viene en términos de la modernidad tardía, atravesada por el individuo-agente y la fragilidad universal de las instituciones. Actuar políticamente hoy implica, por ejemplo, recomponer los partidos políticos como coaliciones imperfectas que puedan adaptarse a una pluralidad de demandas sociales; ya no podrían ser agregadores sino más bien distribuidores de demandas y proyectos políticos. Es posible que los lugares del poder deban multiplicarse en lugar de concentrarse, y que lo que llamábamos “común” o comunidad deba cambiar de significado, siendo a la vez universal y particular. Todo eso está ocurriendo, y rápidamente. Pero lejos de aquí.

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