Parecía incontenible el dominio del presidente de México sobre la sociedad que manejaba a su antojo desde el Palacio Nacional. No parecía posible la aparición de escollos frente a una hegemonía sustentada en el desprestigio contundente del PRI, otrora todopoderoso, y en el desmoronamiento cada vez más pronunciado de las fuerzas conservadoras cobijadas en el techo del PAN. El nacimiento de nuevas banderías, todavía necesitadas de arraigo y del trabajo de dar a conocer a sus líderes en un mercado movido por las viejas ofertas, se sentía sin fuelle para un crecimiento capaz de salir de sus rincones hacia espacios más amplios. Pero, sin que se pueda hablar de un valladar gigantesco en el camino del mandatario, las elecciones de congresistas, gobernadores y representantes regionales que acaban de concluir le han levantado un cercado que no aparecía en el panorama, y con el cual debe lidiar para evitar otros desafíos de importancia.
La voz monocorde de Andrés López Obrador se había enseñoreado sobre lo profano y lo divino hasta la realización de las elecciones. Una pretensión de magisterio sobre todo lo que incumbiera a los mexicanos, en todos los terrenos y alrededor de cualquier vicisitud, dependiente de la prepotencia de un solo individuo convertido en oráculo cotidiano, en preceptor de todos los días para que la República se convirtiera en aula de párvulos, sonaba con arrolladora amplificación sin que otros ruidos la estorbaran. Las conferencias diarias del Jefe del Estado no han dejado tema sin tratamiento, como si todo dependiera de la sabiduría de un magisterio personal en términos exclusivos, y como si no existieran ministros o asesores capaces de remendar el capote de la sociedad. Pero, además, han sido tribuna para un ataque despiadado de los rivales, que no solo se detiene en chocar con las figuras políticas más conocidas sino también con los intelectuales que cumplen los deberes de su oficio frente a los asuntos públicos, y con los medios de comunicación que pretenden informar con autonomía. Si sobre el reinado del PRI y aun también de las administraciones panistas se ha hablado atinadamente de la existencia de emperadores sexenales en México, la cátedra presuntuosa y caprichosa de don Andrés Manuel los presenta como un testimonio de comedimiento. A ese púlpito laico y sacrosanto, desde cuya altura anunciaba el dómine sus planes de reformar la Constitución para que el país se reiniciara a su imagen y semejanza, se enfrentó la sociedad convocada a elecciones.
La demagogia pudo encandilar y encandiló a grandes masas de destinatarios, y también aconsejar a los rivales políticos que se anduvieran con cautela para no caer en la molienda presidencial, pero no pudo modificar realidades lacerantes. Entre ellas la violencia desenfrenada, que debe referirse ahora por sus vínculos con el proceso electoral. Las balas y las bombas de los carteles de la droga no solo pasaron lisas ante la bulla presidencial, sino que se aprovecharon de ella para extenderse mientras el organillero faroleaba. Dejó él de pronto la música buscando el socorrido auxilio del Ejército, una muleta ya usada por sus antecesores sin lograr frutos permanentes, para que no dejara de correr la sangre en numerosos espacios del mapa, grandes y pequeños, arriba y abajo. Un escandaloso número de candidatos fue inmolado por los sicarios, para que el cauce de los sufragios se distorsionara o domesticara en una orientación que solo podía favorecer a la organización más apoyada y alardosa; es decir, al partido del ubicuo predicador. En medio de esa carrera de salvajismo ocurrió la competencia electoral.
Es evidente que ahora ganaron las fuerzas de López Obrador, pero el rechazo de los electores del Distrito Federal, su predilecto coto de caza en la víspera, la pérdida de la mayoría calificada en el Congreso Nacional y que no fuera unicolor el mapa de la República, sino todavía animado por elocuentes matices, no solo nos pone ante los límites de la demagogia sino también ante la influencia que puede mantener, en medio de situaciones de riesgo para la democracia representativa y frente ahechos de violencia extrema, la expresión de la soberanía popular. Por decisión de los votantes, el plan que tenía el chacharero de reformar la Constitución se queda en el ámbito de los sueños excitantes, lo cual es una hazaña digna de relevancia. También lo será, seguramente, la manera que tendrá que ensayar el locutor para dirigirse a la clientela después de las elecciones.