Hace unos veinte años, cuando la tormenta ya se cernía sobre nosotros y la dictadura daba sus primeros zarpazos, estaba en Alemania, concretamente en Colonia y, en una sala magnífica a orillas del Rin, asistí a un concierto de la Sinfónica Juvenil de Venezuela. La recepción del público, en su mayoría alemán, fue increíblemente cálida y las ovaciones atronadoras. “El Sistema” no era una novedad para mí, pero nunca antes me había emocionado tanto en un concierto. Sentía entonces que pertenecía a un gran país que atravesaba un mal momento. Qué duda podía quedar de que aquel talento y excelencia musical no eran sino una de las muchas expresiones de la fuerza de un pueblo que no se doblegaría, que lo que entonces ocurría era un chubasco necesariamente pasajero. Sentí que la tarea de recuperar Venezuela no sería tan ardua ni tan dura.
Pequé de optimismo, obviamente, pero es que Venezuela tiene buen lejos. Desde la distancia la vemos como la tierra más hermosa, y a sus habitantes, en una abrumadora mayoría, los tenemos por buenos y decentes. Hablando un día con Federico Vegas sobre esa propiedad tan poco usual de nuestro gentilicio, me contó una anécdota de Juan Nuño, perfecta para definir lo que Venezuela le hace a quienes la dejan. Nuño era catalán de origen y su familia próxima había decidido volver a España. Un amigo le pidió una explicación por su negativa a partir y el empeño en ser el único en quedarse. Su respuesta fue contundente: “No quisiera estar en Barcelona y tener que estar añorando esta mierda”.
Ese sentimiento es ahora familiar para muchos venezolanosforzados a emigrar. Yo, que no lo he hecho sino que vine a Estados Unidos a ver a mis hijos y nietos, a quienes no había visto en dos años, he estado también compartiendo esa añoranza. Para el Día del Padre estuve reunido con varios de ellos en una comida dominguera, tan venezolana como la que uno puede comerse en cualquier lugar de Caracas o el interior. Como es de suponerse, la nostalgia estaba en todas y cada una de las cosas que se decían o hacían. “No hay un instante ni un día en que no piense en Venezuela y en volver a ella”. Dicho así, sin que la parranda hubiese alcanzado el estado de “cantos y poemas nacionales”, y por un venezolano exitoso en este país, da cuenta de cuán genuino es el sentimiento.
Pero como dije, Venezuela tiene buen lejos. Junto con la añoranza vienen también las informaciones de lo que en nuestro sufrido país ocurre (en el implacable tiempo real que marcan el Twitter o los chats de amigos de Whatsapp) y, dado el contraste con el bienestar reinante en cualquier lugar en que aquí se viva, el espanto es mayor. Las ordalías a las que se someten a los venezolanos para aplicarles una Sputnik “de los hermanos rusos”, se ven mucho más humillantes desde un país donde se puede incluso escoger la marca de la vacuna y el lugar donde ponérsela, sin colas.
Eso por solo citar la crisis más inmediata. Son muchos y variados los malestares que reportan las redes. Tantos y tan frecuentes que los cortes eléctricos, los racionamientos de agua, la falta de gas doméstico, de gasolina ya no son malas noticias, como los enfermos crónicos, ya son condiciones permanentes. Y eso sin considerar la política. En mi caso, me bastaría con leer las opiniones de los opositores “barras bravas” para perder la calma y no saber si arrecharme con tanta estupidez o deprimirme con tanta intolerancia. Entre mis amigos venezolanos aquí, de manera tácita, decidimos no hablar de política. Es preferible no tocar ese tema en medio de tanta pena. “Un dolor innombrable, reina, me pides renovar”, Eneas dixit. Obvio, de solo mirarla, la política venezolana convierte el dolor en desesperanza. Silencio, por favor.
“¿Y tú vas a regresar así como están las cosas?, ¿por qué no aprovechas y te quedas de una vez?”. Me preguntan no solo mis amigos venezolanos de aquí sino también muchos de allá, que no entienden por qué no aprovecho que ya estoy “afuera”. La verdad no existen razones, solo un vínculo atávico inexplicable por una tierra y alguna gente. Razón, y de peso, fue la de Juan Nuño; debe ser por lo menos incómodo vivir en Nueva York y estar añorando a la Venezuela que el socialismo bolivariano, profundamente chavista, ha convertido en uno de los peores lugares del mundo para vivir.