Hace unos tres años, después de pasear por las calles de Barcelona y de una larga noche releyendo el Quijote, escribí este ensayo que termina encallando en Venezuela. Este gerundio, “encallando”, de un verbo tan marino, viene bien. Tiene que ver con tocar fondo, detenido por impedimentos que no logramos ver. También se ajusta a mi condición viajera de emigrante que no encuentra puerto ni tiene razones precisas para marcharse de Caracas y no volver. Y, por último, se ajusta a mi deseo de callar hasta sentir aquel verso: “Me gustas cuando callas porque estás como ausente”, y quedar varado en ese deseo, pero sin poder cumplirlo, aunque ya no tengo qué más decir.
Ahora que he vuelto, una vez más a Barcelona, releo este texto sobre nuestra patria y constato que las circunstancias descritas en el 2018 permanecen tan idénticas, tan encalladas, que podríamos también considerarlas pasmosamente distintas. Hay situaciones que por el solo hecho de mantenerse impertérritas se convierten en espectros prodigiosos.
Recuerdo el cuento del loco que se pasaba el día con la oreja pegada a una pared. Un compañero algo más cuerdo le pidió permiso para escuchar y puso la oreja en el mismo sitio. Al minuto se atrevió a dar su opinión:
–Aquí no se oye nada.
A lo que respondió el dueño de aquel tramo de pared:
–Y ya tiene días así.
Venezuela es un prodigio de vergüenza al que empezamos a acostumbrarnos.
Creo que no estaba tan errado al hablar en el 2018 de una metamaldición.
***
Una de las pocas ventajas de vivir lejos de mi casa y biblioteca en Caracas es que puedo, sin remordimientos, volver a comprar los mismos libros. Una vieja edición del Quijote, sepultada en el mesón de libros usados en el Mercado de San Antonio en Barcelona, no es una tentación o un capricho, sino una necesidad imperiosa y tan doméstica como el arroz blanco. ¿Quién merece vivir en un apartamento sin El Ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha, bien acompañado en un firme estante por otros libros en ambos costados? Dejar de llevarnos un libro que nos provoca, diciendo “ya lo leí”, es como no comprar más del vino que ya bebimos y disfrutamos.
Mientras voy haciendo una nueva biblioteca, siento que construyo un pequeño refugio de ladrillos que han sido y seguirán siendo promesas y gratas reiteraciones. En la biblioteca de Caracas los más parecidos a la arcilla son los 24 tomos de la Enciclopedia Británica (creo que de 1953). El rojo oscuro de su larga fila de lomos me recuerda los ladrillos muy cocidos que usó el arquitecto Jimmy Alcock en una de sus casas. Sucede, además, que los libros cambian según el lugar y las condiciones en que los lees. Los seis capítulos que cuentan el paso de Don Quijote y Sancho Panza por Barcelona -la única ciudad que visitaron en su pastoral y polvorienta peregrinación- ahora resuenan de manera más viva en mi interior, pues esta mañana paseé por esas mismas calles y ahora, tarde en la noche, me deleito releyendo lo que proclamó el Quijote cuando camino a su aldea, a su cordura y su muerte, nos describe la Ciudad Condal:
… archivo de la cortesía, albergue de los extranjeros, hospital de los pobres, patria de los valientes, venganza de los ofendidos y correspondencia grata de firmes amistades, y única en sitio y en belleza. Y aunque los sucesos que en ella me han sucedido no son de mucho gusto, sino de mucha pesadumbre, los llevo sin pesar, sólo por haberla visto.
Estos episodios urbanos y quijotescos (dos adjetivos que suponía irreconciliables) son quizás los más innovadores y arriesgados de toda esta prodigiosa novela. Apenas el Quijote está aproximándose a la ciudad y ya es recibido por unos jinetes que lo celebran como “el espejo, el farol, la estrella y el norte de toda la caballería andante, el verdadero don Quijote de la Mancha”.
El adjetivo “verdadero” se debe a que un aragonés tramposo de apellido Avellaneda, acaba de publicar una falsa versión del Quijote. Los jinetes insisten en que aquel caballero de figura tan triste no es el ficticio, el apócrifo, “que en falsas historias estos días nos han mostrado, sino el verdadero, el legal y el fiel que nos describió Cide Hamete Benengeli, flor de los historiadores”.
Para los que llegaron tarde: Cide Hamete es un supuesto historiador musulmán, inventado por Miguel de Cervantes, que ha escrito la vida de don Quijote en árabe. Supuestamente Cervantes se limita a transcribirla, un recurso que le permite aparecer como un comentarista y plantear al lector las alternativas más lógicas y verosímiles.
En medio de su entrada triunfante a Barcelona, Don Quijote le comenta a Sancho sobre las palabras del comité de recepción: “Estos bien nos han conocido: yo apostaré que han leído nuestra historia, y también la del aragonés recién impresa”.
Con esta comparación Cervantes nos está envolviendo un poco más en sus redes y enredos entre lo histórico y lo irreal. No se refiere a historias particulares, de esas que cada quien lleva a cuestas como mejor puede, sino a una historia única y universal que no admite “versiones” ni “ficciones”. Los hombres que saludan al Quijote han leído las dos opciones, la escrita por Avellaneda y la de Cide Hamete Benengeli, y han elegido la oficial, la legal y fiel a los hechos. La paradoja es que Avellaneda existe, está vivo, es un usurpador real que quiere ganar fama y dinero inventando y publicando una segunda parte a las ya famosas aventuras del Quijote; mientras que Cide Hamete fue y sigue siendo una invención de Cervantes, para colmo morisco, condición mal vista por una Inquisición que persiguió toda huella de lengua árabe, escrita o hablada.
Algunos de los muros y fachadas que acompañaron los paseos de don Quijote siguen en pie. Salgo a caminar por el Gótico y llego a la calle de Call, número 16, justo donde el caballero andante, convertido en simple peatón, alzó los ojos y vio escrito sobre una puerta con letras muy grandes: AQUÍ SE IMPRIMEN LIBROS. Encontré el local cerrado pero con un nombre auspicioso: DULCINEA, COMPEMENTS. Le pregunté a un vecino de qué va la tienda y me dijo que eran cosas para novias. Me asomé por una rendija y solo vi pantaletas de colores y encajes. Volveré a pasar a ver si tengo más suerte.
El caso es que don Quijote se alegró mucho, porque hasta entonces no había visto imprenta alguna y deseaba saber cómo funcionaban esas máquinas de hacer los libros que tanto adoraba. Curioseando y comentando con los editores, llega al fondo del local y encuentra que están corrigiendo las galeras de una novela titulada Segunda parte del ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha. Se trata de la versión apócrifa que ha escrito el tal Alonso Fernández de Avellaneda, a quien Cervantes y el Quijote tanto detestaban por su plagio:
–Ya yo tengo noticia de este libro -dijo don Quijote-, y en verdad y en mi conciencia que pensé que ya estaba quemado y hecho polvos por impertinente; pero su San Martín le llegará como a cada puerco, que las historias fingidas tanto tienen de buenas y de deleitables cuanto se llegan a la verdad o la semejanza de ella, y las verdaderas tanto son mejores cuanto son más verdaderas.
Me seducen estas piruetas literarias que se muerden la cola hasta alcanzar profundidades y vasos comunicantes que la literatura, hasta donde sé, nunca antes había concebido. En los libros de caballería ya algún autor adornó su obra diciendo que se trataba de un libro encontrado en una tumba antigua, o era la traducción al toscano de una obra de origen griego. Con este recurso las aventuras no parecen imaginadas, sino reproducidas, lo que les da mayor verosimilitud. Pero nadie llega a los extremos de Cervantes, ciertamente ayudado por Avellaneda, quien le regaló una versión falsa para que la evalúe y la dé por quemada el propio don Quijote, dándole fuerza al argumento de su existencia.
También en Barcelona, quizás por el mismo hecho de ser ciudad, se da una suerte de intensificación que genera el principio del final de las aventuras del Quijote, cuando se enfrenta al falso “caballero de la Blanca Luna”, quien lo vence y le perdona la vida con tal de que vuelva a su hogar, donde podrá morir como el Alonso Quijano que siempre fue. Por eso exclama, ya de salida, mientras mira por última vez la ciudad donde fue vencido:
¡Aquí fue Troya! ¡Aquí mi desdicha, y no mi cobardía, se llevó mis alcanzadas glorias, aquí usó la fortuna conmigo de sus vueltas y revueltas, aquí se oscurecieron mis hazañas, aquí finalmente cayó mi ventura para jamás levantarse!
La emocionada lectura de estos capítulos, en el lugar de los hechos, sacude nuevas partes de mi alma. Perdonen el deleite y el ridículo de imitar a Cervantes al hablar de lo mucho que tengo en Barcelona de extranjero. Puede que esta ciudad siga siendo patria de valientes, pero yo soy un cobarde que ha huido de viles ofensas y abandonado firmes amistades en Caracas, así como la tarea de liberarla.
Pero olvidemos ese asunto y hablemos más bien de las otras cosas que celebra el Quijote, pues quiero agradecer las cortesías que aquí he recibido, el intercambio grato con firmes amistades y la exploración de una ciudad única en sitio y en belleza. En este último aspecto Barcelona y Caracas se parecen. Las proporciones son distintas. En Caracas la disposición del valle y las montañas son de una magnificencia sin mesura ni límites. Al evocarla trato de evadir las imágenes inabarcables de ese grandioso espectáculo, tan mío, tan de siempre, para no ponerme llorón. Ciertamente podemos hablar con entusiasmo de la belleza del lugar donde nuestra ciudad se ha situado, pero no con la misma seguridad del sitio construido entre tanta belleza. Barcelona tiene una geografía menos espectacular, pero en ese escenario ha creado un interesante y generoso diálogo entre la arquitectura y el urbanismo del que tenemos tanto que aprender.
Lo que sí no logro enfrentar es esa nueva versión de Venezuela, apócrifa a la fuerza, que no merece ser legal ni fiel. Me refiero a una ficción que se ha ido tornando en una aterradora verdad, tan real y permanente como indigna e imposible.
Cervantes sostiene que “las historias fingidas tanto tienen de buenas y de deleitables cuanto se llegan a la verdad o a la semejanza de ella”. Invirtiendo esta ecuación, debemos decir que las historias verdaderas se van haciendo más y más perniciosas a medida que las vamos percibiendo como ficticias por lo que tienen de malignas, de absurdas, de incomprensibles e inenarrables.
Cervantes tiene mucho que enseñarnos como maestro de la metaficción. Creo que él inicia esta forma de literatura que explora y reflexiona sobre su misma condición, y al crear un juego entre lo real y lo ficticio nos enseña y nos adentra en el reino de ambas posibilidades.
Las catastróficas condiciones de la realidad venezolana la han ido hundiendo en el reino de una ficción que se hace cada vez más real, más permanente, más fehaciente e insoportable. Es una ardua tarea encontrar la manera de narrar, de percibir y de expresar este enrarecimiento que le quita consistencia y continuidad a nuestro proceso histórico. Estamos pasando de la banalidad del mal a los terribles males de una banalidad histórica carente de una narrativa que nos explique y señale un camino.
Pareciera que ni un novelista ni un historiador serían capaces de comprender que está pasando en Venezuela. Una tarea titánica y urgente es explicar cómo un Gobierno mientras más daño le hace a su población más señales asoma, y con más saña, de querer y poder permanecer. Estamos ante un mal integral y homogéneo, sin fisuras, sin contradicciones. Requiere menos esfuerzo lograr un infierno que un cielo. Para sostener un infierno solo se necesita dejarlo a su suerte mientras las necesidades crecen y las posibilidades disminuyen.
Sospecho que estamos ante una suerte de metamaldición, una forma de maldad que se nutre de su propia condición, una maldición que va más allá de sí misma generando sus propios fantasmas y sistemas de perpetuidad. Esto explica que mientras más graves sean las noticias, más ridículas y despreciables parezcan, y menos dignas de crédito; mientras más urgente el problema, más alejada la solución; mientras más argumentos tiene la oposición, más se difumina; mientras más abyectos son los esbirros, más se atornillan en la carne de la patria; mientras aumentan los delitos, se amontona el olvido; mientras más incompetentes los gobernantes, más ufanos y sonreídos; mientras recrudece el hambre, más se asienta la sumisión; mientras más luz necesitamos, reina una mayor oscuridad; mientras más inevitable e imperioso es el final, más incertidumbre hay sobre cómo será su inicio. Mientras las historias del Quijote nos parecen cada vez más ciertas, nuestra realidad se convierte en una ficción tan vil que su final será necesariamente inimaginable.
*Las fotografías fueron facilitadas por el autor, Federico Vegas, al editor de La Gran Aldea.