Hay un célebre ejemplo del filósofo J.L. Austin para referirse a ciertas complejidades de la lógica del lenguaje común que me parece que captura el ambiente predominante con respecto a la inminencia de una nueva ronda de negociaciones facilitada por los incansables y tercos noruegos. Dice Austin que aunque es perfectamente posible afirmar algo como: “El gato está sobre el felpudo, pero yo no lo creo”, es muy obvia la inconsecuencia lógica que hay ahí. Sería lo mismo que decir “hay una negociación, pero yo no lo creo”.
Imposible saber si Austin entendería por qué la inconsecuencia lógica cabe en nuestro contexto. Habría que explicarle que ese peculiar escepticismo proviene de un relato muy circulado según el cual todas las negociaciones han fracasado. Pero Austin preguntaría de inmediato cuál es entonces la definición de éxito que opera en este caso. Evidentemente, si en el relato se concibe que la función de una negociación es prolongar el campo de batalla y por lo tanto, su éxito consiste en distribuirse los roles de perdedor y vencedor, no ha habido en efecto éxito ninguno. Lo correcto sería hablar de fracaso en el concepto mismo de negociación, más bien. Y de otro fracaso: el de una teoría del cambio político muy mal fundamentada y por añadidura, incorregible, es decir, insensible a las señales de retroalimentación que indicaban lo alejada que se hallaba del curso esperado.
La interpretación de pasadas negociaciones -y se puede consultar los reportes recientísimos de think-tanks como la Washington Office on Latin America y el Wilson Center como referencia- muestra varios consensos en torno a las razones por las que aquellas no avanzaron hacia su pretendido desenlace. Una de ellas, muy obvia y que es además una variable esencial para todo proceso similar, si se atiende a la experiencia histórica, es que las partes tienen que entender que no negociar empeora su situación. Aquí es importante el fraseo: no es tanto que las partes imaginen que pueden ganar algo negociando, sino que imaginen cómo su propia situación empeorará de no hacerlo. En general, y para cualquiera, pensar que puede ganar algo en una transacción es un incentivo menos potente que sentir que puede perder algo de no involucrarse en dicha transacción. Es la famosa asimetría del utilitarismo negativo.
Y aunque obviamente no se puede reducir un proceso político a un único principio, es el caso hoy que todos los actores políticos involucrados en la negociación pudieran estar en la posición de encontrar en ella un incentivo que antes no tenían. La oposición está frente a la necesidad de sortear el peligro de irrelevancia y parálisis que la acecha, reconfigurando su teoría del cambio político y su estrategia, restableciendo sus vínculos con su base política, proponiendo un futuro que hoy no se vislumbra. Y, aunque no le luzca así a algunos observadores, el madurismo sufre la presión de su propia catástrofe en el gobernar. Logró sortear los peligros de un cambio de régimen en lo inmediato solo para descubrir el costo de su resistencia: que limitarse a sobrevivir en el poder conduce a una pérdida de su cohesión interna por corrupción y transacciones entre distintos grupos de interés, y la evaporación irreversible de su fundamento popular. Ojalá que en el fondo de todo esto haya alguna percepción de que la población de este país no sería la única perdedora, como siempre lo ha sido, si este nuevo ciclo de negociación se suspende o distrae.
Es posible -y de nuevo, estamos en el terreno de lo hipotético- que esta configuración de las condiciones subjetivas, como decían los marxistas, impregne el diseño de esta nueva ronda de tratativas en una dirección también nueva, que apunte no a un listado de reivindicaciones que satisfacer, sino a abordar la gramática del poder; es decir, las reglas con las cuales se delimita lo político. Algo que nos devuelva al horizonte constitucional evadiendo el síndrome de la negociación precoz, la de resultados instantáneos.
Nada puede ya ser simple y breve. Eso complica la recepción y la evaluación de este proceso que, evidentemente, será complejo y largo e interactuará con otros terrenos políticos. Nace ya mellizo de un evento electoral, para empezar, que a la vez quedó modulado por negociaciones entre varios actores políticos y sociales para comenzar la recuperación de reglas que permita el ejercicio del derecho a elegir. Me parece que si la brújula se fija en el norte de reconstruir funcionamientos institucionales, robustecer los límites a la arbitrariedad, recomponer los vínculos de la política real con la sociedad atendiendo a las formas propias de organización y respuesta que esta última tiene, podría ocurrir que el rumbo sea bueno.