En la aldea
16 enero 2025

La Vaca muerta

Sin lugar a dudas estos 22 años de cambios bruscos, pérdida de la calidad de vida, transformación, a la fuerza, de costumbres, y nostalgias aprendidas por el éxodo, han hecho mella en la sociedad venezolana; o como algunos dicen: “Ha sacado lo peor de mucha gente”. La autora encara al lector con la cotidianidad de unos hechos que muestran lo frágil y desprotegido que está cualquier ciudadano hoy en Venezuela; nos enfrenta a la precariedad de las instituciones, la falta del sentido de responsabilidad, o acaso ¿la pérdida de los valores?, ¿y la causa y el motivo de los hechos? En esta caso, una vaca.

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Sonia Chocrón | 04 noviembre 2021

Aunque parezca que mi intención es la zoología, las apariencias engañan. Sí, me estreno con una columna que se llama “La Quinta Pata” (del gato, por supuesto), y además, esta primera nota lleva por título La Vaca muerta.

Porque hablaré de una vaca, en efecto, pero no de la vida animal. Sino de la vida nuestra y de seis millones de venezolanos esparcidos por el mundo. Me lo contó -el día que vino a despedirse- el joven pintor que solía hacer pequeños trabajos en casa, cuando retocaba las paredes de la mella del tiempo y sus malas mañas.

Que un día, que una tarde, iba con su esposa embarazada y su suegra, en su viejísimo Malibú de quinta mano, rumbo a Camatagua, a visitar a la familia. Y que como se hizo noche en el camino, y como no funcionaba el alumbrado en la carretera, y como no había Luna llena tampoco, cuando una vaca negra se cruzó en la carretera, él, que era el conductor, no la vio.

“Soy -como tantos- hija de un inmigrante español. Mi padre llegó a Venezuela buscando una vida mejor y más generosa que la de su España de posguerra”

Que la atropelló, vamos. Que fue estrepitoso. Que fue un choque de cuidado. Que el vidrio del parabrisas se les reventó encima. Que quedaron heridos. Que fueron tres los malogrados, el pintor, su mujer y su suegra, y que hubo una vaca muerta.

Según me relató entonces, detrás de su auto casualmente iba una ambulancia cuyo conductor se detuvo a ver el choque. Se apearon juntos, chofer y camillero, y ambos comenzaron a hacer llamadas desde sus móviles. En diez minutos llegó un gruero con su grúa y dos ayudantes.

El chofer de la grúa tenía una sola pierna (Sí, lo sé, esto podría haber sido un sueño de Luis Buñuel, pero no lo fue); y con esa única gamba brincaba de aquí para allá y viceversa –pin, pin, pin-, supervisando el levantamiento del cuerpo (de la vaca) y cuadrando la parrilla que vendría.

Así que entre todos, los de la ambulancia y los grueros, cargaron a la vaca muerta, la montaron en la ambulancia y partieron en caravana.

Mi pintor y su familia quedaron allí, en medio de la vía, dentro del auto. Maltrechos. Heridos. Aturdidos entre el asombro, la incredulidad y las heridas. Al mes la joven familia decidió desertar de Venezuela, olvidar desilusiones, lesiones y filiaciones, y marcharse al Perú como si la vida comenzara en Lima.

¿Siempre fuimos eso?, ¿o lo somos ahora 22 años después? Me lo pregunto, entre tantas otras cosas.

¿Cuál es el instante, el evento que se planta como una pared frente a cada quien y le dice: hasta aquí llegas?

Para algunos, es el hambre, la imposibilidad de sobrevivir hasta fin de mes. Para otros el muro es el miedo a la inseguridad, o a la violencia institucional misma. Para la mayoría, me digo, es el momento en el que la palabra libertad ha sido despojada de todo sentido.

Soy -como tantos- hija de un inmigrante español. Mi padre llegó a Venezuela buscando una vida mejor y más generosa que la de su España de posguerra.

Pero mi pintor, -así me lo confesó ese día con el corazón en la mano– se fue de tristeza.

Y da tanta tristeza.

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La opinión emitida en este espacio refleja únicamente la de su autor y no compromete la línea editorial de La Gran Aldea.
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