Las comparaciones, que suelen ser odiosas, son parte fundamental de cualquier conversación. Se comparan situaciones, personas, obras, etc. Lo hacemos en una suerte de medición de las cosas, por diversión e incluso en análisis sobre cualquier tema. Es lo normal en el ser humano y, a priori, no es incorrecto, siempre y cuando dicha comparación no se convierta en una falacia.
Pero, ¿qué es una falacia? El filósofo español Javier Muguerza Carpintier la define como “aquellos argumentos que tienen la apariencia de ser correctos y esto mismo los convierte en temibles fuentes de confusión y engaño”. Es, entonces, un argumento falso vendido como correcto.
Las falacias, por lo general, son elaboradas con la intención clara de confundir al receptor del mensaje o por no tener una comprensión correcta del tema que se está abordando. Ambas situaciones muy comunes en estos tiempos donde en un segundo podemos enviar un texto a miles o millones de personas. Sí, gracias a esa maravilla de nuestra época llamada: Redes Sociales.
Hasta aquí hemos hablado de la falacia en general, pero no hay una sola. Son muchas. Y en este caso creo pertinente, para la discusión en Venezuela, escribir sobre la de falsa equivalencia. Esta se da cuando dos lados opuestos de un argumento se presentan como equivalentes cuando, en realidad, no lo son. Es decir, son hechos u opiniones puestos en la balanza (y pueden tener una apariencia lógica), pero en la realidad no existe nivel de comparación.
Es bastante recurrente en discusiones políticas, sociales e incluso científicas. Un ejemplo político de falsa equivalencia se puede encontrar en argumentos que tienden a equiparar a dos personajes políticos, por ejemplo, al excandidato presidencial de Chile, José Antonio Kast con Augusto Pinochet, como si los casos fueran equivalentes cuando, en realidad, no lo son.
En Venezuela, esta práctica es constante entre aquellos que opinan de política, principalmente en redes sociales. No hay que buscar mucho para encontrar una falacia de falsa equivalencia en una discusión en Twitter e, incluso, en hilos vendidos como análisis. Al final, los retweets y los likes no necesitan de datos duros para llegar, siempre y cuando lo escrito levante el ánimo (positivo o negativo) de los seguidores.
Cuando se comete este error, los beneficiados, usualmente, son aquellos que tienen 23 años en el poder, de los cuales al menos cuatro han sido por la fuerza, de manera ilegítima e ilegal.
No falta quien escriba que “Guaidó y Maduro son lo mismo”, que “la oposición es igual que el chavismo”, o que “el Gobierno interino es igual de corrupto que los Gobiernos de Chávez y Maduro”. Todas son comparaciones irreales, son equivalencias falsas que no resisten el más mínimo análisis pero que se repiten cada día, mientras en Miraflores y la sala situacional del poder, sonríen.
Esto no significa que aquellos que han liderado -o intentado liderar- a la oposición durante las últimas dos décadas no deban ser interpelados y criticados, no. Al contrario. Cada uno, desde Manuel Rosales, Julio Borges y Henry Ramos Allup, pasando por María Corina Machado, Henrique Capriles y Leopoldo López hasta Juan Guaidó, Tomás Guanipa y compañía, deben dar explicaciones que no han ofrecido; pedir disculpas que no han presentado y, en algunos casos, dar un paso al costado del que se resisten a ceder por diferentes motivos.
Lo que no puede ocurrir es igualar al chavomadurismo con aquellos que lo han enfrentado. Y no puede ocurrir, porque no hay comparación alguna. Hoy el régimen de Nicolás Maduro está siendo investigado por Crímenes de Lesa Humanidad en la Corte Penal Internacional, algo nunca visto en la región. No hay comparación alguna entre eso y quienes han visto a sus compañeros de lucha ser asesinados como sucedió con Fernando Albán, o secuestrados y apresados por años, como Juan Carlos Requesens.
Hoy más que nunca es fundamental no hacer lo que, desde el poder, quieren que hagamos, y usar la falsa equivalencia entre los opresores y los oprimidos es algo que a quien ocupa de facto la silla en Miraflores, le conviene. Es momento de sensatez y no de falacias.
*Politólogo de la Universidad Central de Venezuela.