Hay un tren que conecta al nuevo Aeropuerto “Willy Brandt” con el sistema de transporte urbano de Berlín, pero el cansancio, las cuatro maletas y, por qué no decirlo, la edad nos impusieron un taxi. Nada es más temible para un viajero que tomar uno en cualquier terminal aéreo o ferroviario del mundo, porque los taxistas son un género humano aparte y con ellos nunca se sabe. Nos tocó en suerte un iraní con cara y verbo (hablaba inglés muy bien) de profesor universitario, que emigró de su país tras la llegada de los ayatolás. Con su charla amena e inteligente nos llevó hasta el número 1 de la Raumerstrasse, en Prenzelauer Berg, un barrio berlinés con fama de bohemio.
Además de esa muestra de su diversidad, Berlín nos dio la bienvenida con un cielo azul y un sol tan extraño como brillante, aunque la temperatura estaba un par de grados bajo cero. A pesar del frío, había mucha gente en la calle y salimos a buscar una comida caliente y caminar un poco. No era nuestra primera vez, mi esposa y yo ya habíamos visitado esta ciudad en 1999, pero era entonces una Berlín en reconstrucción, con edificios herrumbrosos en su mitad este y la cicatriz del Muro aún reciente. Muy lejana de la urbe jubilosa que es ahora, aunque ya se presentía. Habíamos venido a una feria comercial y acudimos a un evento en el que el alcalde de aquellos años, Eberhard Diepgen, dio un discurso y, palabras más o menos, dijo: “Antes de 1939 había en Europa tres grandes ciudades: Londres, París y Berlín. Después de la guerra, dejamos de pertenecer a ese grupo, pero volveremos a ocupar nuestro lugar”. Veintidós años después, vaya si lo han conseguido.
Pasada la primera semana, comenzamos a familiarizarnos con nuestro entorno urbano, siempre concurrido hasta tarde en la anoche, en particular en los alrededores de la Estación de Metro Eberswalder Strasse. No es para menos, Prenzlauer Berg tiene restaurantes, bares, tiendas y servicios suficientes como para pasarse la vida en él, sin necesidad de abandonar sus cuadras. Era parte del este en la ciudad dividida por la Guerra Fría y es una muestra magnífica de lo que ha pasado en los años transcurridos desde la reunificación. No se trata solo de la materialidad de una restauración urbana que costó miles de millones de euros, aquí también se percibe con fuerza y nitidez el alma de una ciudad grandiosa que ha despertado.
La línea del Metro de Berlín más cercana a casa (U Bahn 2) es la misma que pasa por Postdamer Platz, la estación que corresponde al Ibero-Amerikanisches Institut (IAI), la institución bajo cuyos auspicios, y con el apoyo de sus extraordinarias instalaciones y recursos bibliográficos, estaré en Berlín durante este año. Ha sido esta una semana de trámites administrativos relativamente sencillos, pero no exentos de complejidades. Como no tenemos aún un apartamento alquilado formalmente sino uno provisional por el sistema “Airbnb” para turistas, no podemos tener algo sin lo que aquí literalmente no se puede vivir. Se llama Anmeldung, un documento que entrega la alcaldía, sin el que no se puede tener dirección propia de correo. Por esa razón aún no tenemos un número telefónico, ni podemos recibir cartas, ni abrir una cuenta bancaria. ¿Lo bueno? Ya está solucionado.
Construyendo ya nuestra rutina berlinesa, hace un par de días, camino al abasto más cercano, por una de las calles que convergen en la estación, vi los primeros Stolpersteine en Berlín. La traducción hay que explicarla un poco: Un Stolperstein es lo que en español llamaríamos “una piedra en el camino con la que se suele tropezar”. En las calles empedradas de las ciudades alemanas, se llamaría así a cualquier adoquín descolocado, con cuyo borde se tropiezan los viandantes. Solo que estos adoquines son cubos de unos diez centímetros por lado, con una de sus caras recubierta por una placa gruesa de bronce, o una aleación similar, y aparecen incrustados en las entradas de algunas casas y edificios. En cada placa está escrito el nombre de una de las personas que allí vivía, la fecha de su nacimiento, aquella en que fue desalojada por la fuerza de la vivienda y el campo de exterminio al que los nazis lo destinó. Fueron una creación de un artista alemán, Gunter Demnig, a comienzos de los noventa. Comenzó a colocarlos en Colonia, para honrar la memoria de las víctimas del nazismo, aun en contra de la prohibición de las autoridades de la ciudad de hacerlo de esa manera.
Su idea era que la gente al caminar por las aceras viera (se tropezara con) el Stolperstein y al inclinarse a leerlo, en cierto modo, hiciera una reverencia. Un pequeño gesto de reconocimiento a un ser humano anónimo asesinado por la intolerancia y el odio, insuflado por una ideología desquiciante y por quienes se deshumanizaron al seguirla. Las víctimas, como diría el personaje de “Casablanca”, fueron los “sospechosos habituales”: judíos, gitanos, homosexuales. Hasta fechas recientes, se habían colocado setenta y cinco mil Stolpersteine solo en ciudades alemanas, y otros muchos miles en ciudades del resto de Europa, un homenaje enorme y conmovedor a los sacrificados, aun cuando falten millones de ellos.
Los tres que tropecé en mi camino corresponden a miembros de una misma familia, Haarzopf, entre ellos una niña para entonces de diez años. Hacia ellos y el terror que debieron sentir en esa fecha nefasta fueron mis primeros pensamientos. Gunter Demnig tuvo un gran acierto, cada creación suya es en verdad un pequeño monumento que rescata a las víctimas del olvido. Es esta obra suya parte del haz más luminoso de la condición humana, cuyo envés oscuro y destructivo, representado en mayor escala por dictadores y tiranos asesinos, tanto dolor y muerte han generado a lo largo de la historia.
Aunque no haya sido ese el propósito expreso de sus alcaldes y demás líderes regionales y federales de Alemania al reunificarla y restaurarla, esta Berlín magnífica, cuyo espíritu inmortal se revela en cada rincón; esta hermosa urbe, tolerante y diversa que se ha levantado de las cenizas de la catástrofe, también es, toda ella, un homenaje y un monumento gigantesco a aquellas víctimas. Pueden descansar en paz, jamás serán olvidados.
*La fotografía es cortesía de Francisco Suniaga para el editor de La Gran Aldea.