Quién hubiera podido imaginar que uno de nuestros emblemas culinarios, la arepa, serviría también para imputar un delito. Que una simple arepa y su relleno fueran motivo de alerta y hasta causa para ordenar penalmente a régimen de presentación ante las autoridades. Aunque yo sospechaba, desde hacía años, que la arepa era un asunto de cuidado, porque podía servir para múltiples fines. Me constaba, lo juro, desde como los 20, cuando viví en carne propia el riesgo que un humildísimo paquete de harina pan podría reservar. (En realidad, dos paquetes).
Ocurrió en el año 1982, en el Aeropuerto Internacional de Los Ángeles, en California, a donde había ido yo, apenas graduarme de comunicadora social, a ver a mi amiga de infancia que ya estudiaba cine allá en la University of South Carolina (USC), y a aprender yo el oficio de guionista. No lo sabía, pero yo era la ficha perfecta para un impasse de arepa: bajaba de un vuelo de casi 7 horas -en una época en la que me daban pavor los aviones-, iba de negro cerrado porque llevaba puesta mi pinta más cool, -vestidito negro corto y botas hasta las rodillas-, y tenía el pelo largo y rizado al mejor estilo de una hippie tardía.
Así que cuando ya en inmigración, un oficial todo de azul y dorado, da instrucciones para que me lleven a una habitación de interrogatorios, ¡a mí!, una joven zanahoria, fresa, peluche, inocua, sana, obediente, con hogar y con papá y mamá, me sentí indignada y aterrada a un tiempo. La culpa fue de la combinación letal de mi atuendo y dos paquetes de Harina PAN que encontraron en mi maleta y que llevaba yo, por supuesto, para complacer la petición de mi amiga de infancia, venezolana ella, claro está, que añoraba comerse unas arepas.
Lo primero fue “señorita, contra la pared”, pero en inglés. Y allí me “cachean” como en las películas, de arriba abajo, dos mujeres policías. Claro que no encuentran nada excepto a una casi adolescente muerta de miedo-rabia porque en lugar de interrogar al gringo pelilargo que venía detrás de mí, que no se había bañado ni afeitado por lo menos en un año, que hedía a jaula de monos, y que seguramente sí traía droga la lanzaría en mi maleta para deshacerse de ella mientras me revisaban mi equipaje abierto de par en par, me habían detenido a mí, una joven “Balebatish”, que en idish no es otra cosa que en sefardí una “iyade bien”.
Después del cacheo y ya en la fase del interrogatorio -en una habitación escueta con una mesa y varias sillas, creo recordar-, me hacen las preguntas de rigor: cuánto dinero llevo, a dónde pernoctaré, cuál es el objetivo de mi viaje “one way”, y qué es eso que llevan dentro los dos paquetes amarillos que van en mi maleta, y que es un polvo blanco que los oficiales ya olfatean y analizan. (Recuerden que para aquellos tempranos años ‘80, la Harina PAN era un bien nuestro que aún no había cruzado las fronteras; desconocido, para mi desventura).
Voy respondiendo cada una de las preguntas hasta que llego a los dos paquetes de harina. Allí entro en un trance de malcriadez y rebeldía, de catarsis y desahogo, porque siempre he sido bocona y respondona, y porque no era justo y no me aguanté. Y voy y contesto con una ira contenida muy parecida a la soberbia, propia de una jovenzuela alzada, proveniente de -para entonces- un país rico y petrolero, próspero y pujante de los años ’80. Y digo: Yes, is to make “arepa”. Repeat with me: a-re-pa.Repeat: A-RE-PA. Flour to make A-RE-PA.
Bueno, ese solo gesto de antipatía se tradujo en media hora más de preguntas de la oficial gorda, y para coronar, el folio estándar que debía leer y firmar aceptando que el procedimiento que acababa de vivir era solo azar y rutina en todos los aeropuertos los Estados Unidos de América, y que lo comprendía y no tenía yo reclamo alguno que hacer al respecto. Leo pacientemente el documento, las dos mujeres policías -la gorda, la otra flaca- esperan de pie a que firme para dejarme seguir mi camino. Afuera, estaba segura, hacía horas que mi amiga me esperaba con la paciencia de la amistad genuina.
Pero entonces digo que no. Que no entiendo el documento. Que me lo expliquen en español (aunque llevaba hora y media respondiendo en inglés). Que ya no sé inglés porque se me olvidó, que no firmo, y que me busquen una traductora. Fue cuando la agente flaca que era puertorriqueña -no lo supe hasta que habló en español porque hasta ese momento ella no había dicho ni mu-, se me acerca y me habla bajito: “Mira, mejol filma y te vaj. ¿O es que tú te vaj a querel demoral otra hora máj aquí? ¡Filma ya, mi niña, que hoy es vielne!”.
Así que de mala gana terminé por estampar mi rúbrica, recogí mi bolso, y a la salida del cuartito también mi maleta, hecha un desorden. La cerré como pude y me fui.
La culpa era de la arepa. Lo supe entonces, lo sé ahora. A-re-pa.
Por supuesto que la señora del TikTok a la que por estos días detuvieron aquí en Venezuela porque ofrecía arepas con nombre y apellido no ha debido imaginarse -ni ella ni su hijo- que el chiste de nombre y relleno tendría un sabor tan amargo que no lo volvería a repetir. So pena de cárcel, y quién sabe cuánto más. No podía imaginarse que Venezuela es otra y no aquella que yo recuerdo (Y la señora seguramente también) de La Radio Rochela, a donde se imitaba, por ejemplo, a Carlos Andrés Pérez y a Rafael Caldera sin tapujos, a donde se mofaban hasta de Dios, porque para eso servía la libertad de expresión entre otras cosas: para abrir las válvulas de escape de la risa, para que el ciudadano de a pie pudiera seguir llevando tropiezos y sinsabores con el corazón un poco más contento.
No podían imaginarse madre e hijo -tal vez ni siquiera lo sepan- que hay gobiernillos tan quisquillosos, que hacen abjurar a ciudadanos, ya no por el nombre o el relleno de unas arepas, sino desdecirse hasta de unos magníficos poemas. Como el poeta cubano Heberto Padilla que en 1968 desencadenó un gran escándalo político tras la publicación de su libro Fuera del juego, poemario premiado por lo demás. (Antes había publicado Las rosas audaces y El justo tiempo humano, incluso fue Premio Nacional de Poesía de la Unión de Escritores y Artistas de Cuba.)
A Fuera del Juego se le consideró demasiado crítico con el régimen, demasiado francas sus palabras, demasiado inconforme su tono, demasiado. Así que el escándalo desembocó primero en su encarcelamiento en 1971, y luego, como la señora de las arepas venezolanas, fue obligado “voluntariamente” a retractarse públicamente de sus opiniones, a pedir perdón, a desdecirse. Nada que no hubiera sucedido en la Unión Soviética de Joseph Stalin.
… Y tan honroso que es que una arepa lleve el nombre y apellido de uno, como la famosa Reina Pepiada en honor a la entrañable Miss Mundo venezolana, Susana Duijm.
Pero no hay chiste, ni honor, ni evasión posible, porque hasta una arepa puede ser soga, lo aprendí en un aeropuerto a los 20. Además, este es un duelo que ya nos es familiar: patria o muerte entre un régimen y la libertad de creación y pensamiento, y hasta de reírnos de nuestra propia desgracia.