Nadie escoge el tiempo ni el lugar -la circunstancia, diría Ortega y Gasset– de su nacimiento, con todo lo que ello influye en el decurso de la vida. Las variaciones son muchas y a veces parecen determinar cambios en el ser humano que van más allá de lo que atañe a la manera de vivir. Se habla de las nuevas generaciones, en particular cuando la ruptura normal entre capas etarias trae consigo mucho desconcierto -“no los entiendo”-, como si se tratara de una nueva especie. Sin embargo, hay elementos estructurales constantes en la experiencia de todos que permiten abordar las cuestiones perennes: el sentido de la vida de cada uno, su plenitud, la felicidad.
Esos elementos constantes señalan las principales coordenadas del llegar a ser plenamente humano. C. S. Lewis los llamó Tao para significar que su conocimiento se encuentra por igual en Oriente y Occidente, donde -también por igual- la situación actual plantea desafíos semejantes, como puede verse por ejemplo en la recepción del K-pop en Occidente o la de Disney en el Oriente.
Además, el tiempo-eje de la historia, como lo planteara KarlJaspers, dio a las grandes culturas de la Humanidad una misma apertura al fundamento trascendente de la realidad.
Pero las nuevas condiciones plantean al millennial, ya incorporado a la sociedad con el pleno vigor de su juventud, desafíos inéditos. No es cosa de exagerar. Para tales desafíos, las respuestas concretas de sus mayores no valen. De ahí, en primer término, el choque o, al menos, la desconexión entre las generaciones.
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Aparece con ello una de las primeras dificultades que enfrentan, de modo consciente o no. Podríamos llamarla la crisis de autoridad.
La modificación de la circunstancia -sobre todo por el impacto de lo digital: usemos ese término en el sentido más amplio posible- ha sido tan grande que lo habitual no opera. Habitual es para los humanos, en mucha mayor medida que para las especies animales, la necesidad de cuido y de cultivo. No solo ser alimentado, vestido, protegido: el pequeño humano que viene al mundo necesita ser educado. No tiene instintos que le marquen una conducta predeterminada y válida para la especie. Con la lengua materna, habrá de adquirir una visión del mundo y -de mucha importancia- ha de entrar en la red de relaciones de la familia y ser introducido en el grupo social. Evocando su niñez en la China de hace un siglo, Pearl S. Buck decía su contento de vivir en un ámbito donde las relaciones humanas estaban codificadas, sin dejar margen a lo incierto. El niño, la niña crecían entonces seguros. Se cumplía allí sin duda el proverbio africano de que para criar a un niño hace falta una aldea entera.
“El itinerario de la madurez lleva a ese umbral que marca la dimensión del don: la capacidad real de vivir con y para los otros porque se ha trascendido la clausura en lo privado”
No así para el millennial. Las nuevas tecnologías, cambiantes a ritmo acelerado, dejaron atrás en gran medida a los de generaciones anteriores. A semejanza con lo ocurrido en el éxodo rural, el hijo del campesino reubicado de manera precaria en la ciudad, va a la escuela y en poco tiempo sabe más que sus padres. Así el millennial se desenvuelve con soltura, casi en forma intuitiva, en ese nuevo mundo apoyado en la infraestructura digital. ¿Qué podrá indicarle de relevante el viejo? Solo que, como sabemos, con los modos de hacer se inculcan (se inculcaban, por tanto) también los modos de ser: las actitudes ante Dios, la Naturaleza, sí mismo, los otros. El millennial tendrá que descubrirlos por sí mismo.
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Sin embargo, no del todo por su cuenta. El espacio social se halla amoblado de teorías, propuestas de acción, informaciones… que cubren todo lo imaginable y más. De un modo u otro, tocan por tanto esas coordenadas de la existencia, sí, incluso Dios, aunque sea para negarlo o presentar una falsa imagen de lo trascendente.
Se acepta la autoridad de quien exhiba algo que destaque en lo que ellos valoran: será un prodigio informático, una figura de la moda o del deporte, o del mundo de la música -canto y baile- y el cine. De esas personas admiradas (respetadas incluso) son fans, incondicionales, imitadores aun en lo trivial, como ha ocurrido siempre con los que gozan de autoridad en un grupo. Se aceptan sus opiniones en campos y materias que no corresponden a su ámbito de excelencia. Hemos visto así una proliferación de influencers, o cómo una duquesa impone moda e impulsa, al portarla, las ventas de su ropa favorita, o cómo una estrella de cine americano, de dudosa conducta, se erige en censor moral de sus conciudadanos.
Con esto, para que puedan aceptar como relevante lo tradicional -desde Confucio y Aristóteles hasta los maestros cristianos-, hará falta la mediación de algunos de la misma quinta, compañeros de generación que les muestren el valor de lo recibido de “los viejos”. Necesitarán una iniciación progresiva, que les permita descubrir en su experiencia, aquello valioso y necesario para la vida que, por ignorado, despreciaban.
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Aparte de la ruptura del vínculo entre las generaciones, que daba forma y contenido a la educación, hay dos grandes fuentes de dificultades en el entorno en que les ha tocado moverse: la sociedad de consumo y la red. Al mencionarlas así, es patente que simplificamos, para tener con esas expresiones un punto de partida. Son muchos los factores (en la sociedad) y los aspectos (en la realidad de la red) que deberían corregir cualquier aproximación simplificada. Pero, detengámonos un momento en el primero, la sociedad volcada al consumo.
Llevamos ya tanto tiempo inmersos en este ambiente social que la primera reacción sería quizá preguntar: ¿Qué hay de malo en ello? Corresponde a una nueva época cuando la producción de bienes y servicios se ha facilitado mucho por los avances técnicos, a diferencia de lo que ocurría en épocas anteriores. Incluso, argumentará alguno, sin el consumo masivo se frena la economía (estuvo a punto de ocurrir en Norteamérica después del 11 de septiembre) y, sin ello, no hay manera de reducir la pobreza en el mundo.
En efecto, la dificultad no está en la producción y el consumo, mucho menos en la reducción de la pobreza. El problema está en adoptar el consumo como regla y como meta en la vida. Medir el estar bien de una sociedad por los índices de consumo. Valorar las empresas por el creciente (siempre creciente) incremento en sus ventas. Así, el sujeto se ve expuesto a innumerables mensajes con publicidad que incita a consumir, y en medio de un ambiente en el cual las personas mismas son valoradas por su capacidad de consumo.
Ello conduce, desde luego, a privilegiar lo efímero, lo desechable. Y, tomado como modelo para otras actividades -la educación superior, por ejemplo- lleva a poner la atención en lo cuantitativo.
Lo bueno será entonces lo que fomente el consumo. Pero esa reducción a lo cuantitativo implica una visión materialista de la vida, si acaso no es profesada de manera explícita. Pero no nos detengamos en el argumento, ya muy analizado por diversos autores.
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La red ha cambiado no pocas cosas. Ha sido, por ello, objeto de múltiples estudios y señalamientos de gran interés. Atendamos solo a una línea argumental.
Un mundo entero se nos da en forma inmediata -a un click de distancia, como se dice- y copa nuestra atención. Aun físicamente rodeado de gente, el cibernauta estará solo, incluso cuando se vale de la red para conferencias, sesiones de trabajo o de esparcimiento. Eso ha traído consigo en muchos casos el aislamiento del sujeto, aun sin llegar al extremo de un hikikomori.
Más allá del consumo privado -de videos, música, noticias, información en general-, la red da sin embargo posibilidad de actuar, de construir, en un simulacro de responsabilidad, algo común, aunque al final solo sea una comunidad de juego. Puedo expresarme, ya sea por los famosos like / dislike o por los comentarios que se escriben debajo de lo visto o, aún más, porque genere mi propio sitio web.
“En una comunidad de hormigas también cada una se trasciende sin dejar de estar aislada, tomado ello en el sentido en el cual la compañía es clave para el ser humano”
Todo ello me permite identificarme con algo que trasciende mi individualidad, algo que puede constituir una suerte de bien compartido. La dificultad aquí está en la despersonalización. En una comunidad de hormigas también cada una se trasciende sin dejar de estar aislada, tomado ello en el sentido en el cual la compañía es clave para el ser humano: no la pieza de un mecanismo que cumple una función global sino una comunidad de conocimiento y amor personal.
La despersonalización tendrá entonces manifestaciones tan peculiares como la identificación fanática con algún personaje, ya mencionada; o el hacer de sí mismo un espectáculo: tatuarse -a veces incluso gran parte del cuerpo-, lo que sin duda está ordenado a la mirada ajena, aunque se proponga como rasgo de “personalidad” propia; mostrarse sin cesar en Instagram o redes análogas, de tal manera que otros puedan vernos en diversas situaciones y posiciones, saber en qué andamos, aprobarnos o reprobarnos. En definitiva, más que construir la persona en su sentido real adoptamos la vieja máscara que dio su nombre a la persona, la de los actores en el teatro griego.
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Este es quizás el desafío más radical de los millennials (o de la generación Z): descubrir y desarrollar su interioridad personal en un tejido de relaciones que los lleva a buscarse fuera. A buscar bienes de consumo, buscar contactos en los cuales a la vez sigo lo que veo importante y me muestro de continuo a los ojos de los demás.
El camino de la interioridad supone crecer en el conocimiento y el amor, bienes los más personales. “El que no sepa qué es amor pierde el tiempo en este planeta” (Jorge Guillén). No se da ese crecimiento sin la domesticación que propone el zorro al Principito en el famoso libro de Antoine de Saint-Exupéry. Hay que gastar tiempo -Aristóteles diría: consumir varias medidas de sal-. Con ello, hay que crear vínculos, en lo cual la persona se hace responsable de lo que ha domesticado.
¿No es indicio de que se va por el camino equivocado la dificultad del millennial para adquirir compromisos firmes? En el plano laboral, desde luego, como ha sido señalado en la vida de las empresas, donde cuesta lidiar con personas que rehúyen lo establecido. Sobre todo, en la relación de pareja donde, más allá de la cohabitación, acaso pasajera, no se busca formar una familia.
Así, como todos los humanos, el millennial está ante dos caminos. Mejor dicho: sigue uno de los caminos posibles, el que conduce a lo privado, lo inferior, lo exterior. Desde los tiempos del viejo Parménides se sabe que hay otra vía, la de la verdad, que coloca a la persona ante la trascendencia.
El itinerario de la madurez lleva a ese umbral que marca la dimensión del don: la capacidad real de vivir con y para los otros porque se ha trascendido la clausura en lo privado, ese estar centrado en un yo expuesto como espectáculo y atento a la búsqueda incesante de nuevas cosas.
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Es verdad que al amor, a la solidaridad, a la justicia, “tiende toda la fuerza profunda y misteriosa, incontrastable, del pensamiento humano” (Azorín). Acaso por eso, anotaba William James: “existe (…) una curiosa fascinación de oír hablar de cosas profundas aun cuando ni nosotros, ni los disputantes, las entendamos. Sentimos la emoción problemática, la presencia de la vastedad. Basta que (…) se entable una discusión sobre el libre albedrío o sobre la omnisciencia de Dios, o sobre el bien y el mal para que todos agucen el oído”. Basta -diríamos- percibir la relación de todo aquello con nuestro destino para sentirnos convocados a entrar en nosotros mismos.
La pregunta misma ya nos hace ver que la respuesta no puede ser de orden material. La verdad ha de formar parte de ella. Pero hay que poder escuchar lo que nos sugiere e insta a buscar. El pensamiento tiende su mano al silencio, de tal manera que en su ámbito se pueda producir el deseado encuentro con la verdad y con uno mismo.
¿Qué hacer entonces? Hay que desconectarse de la red. Con el smartphone en la mano no logramos fijar la atención. Desconectarse, y esperar. Ello resulta muy difícil porque hemos adquirido el hábito de la exterioridad, de la continua inquietud y de un pensar al nivel de la noticia, el espectáculo o el juego.
Descubrir la medida en la cual hemos de desconectar y aguardar la manifestación de lo que ha comenzado a mostrarse con la pregunta, no será fácil. Es, ha de ser tarea personal: la medida no puede sernos impuesta. Reprimir no nos lleva a nosotros mismos y quizá, al contrario, suscite un mayor deseo de exterioridad, como de fuga. La medida viene de lo interior, de la atención que debemos (o queremos, de modo frágil) prestar a eso invisible que solo se ve con el corazón: con el núcleo de nuestro ser.
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Algunos que han transitado el camino proponen, con razón, un cierto minimalismo digital (Cal Newport) y, en positivo, el trabajo profundo que restablece en nosotros el sentido cabal de los parámetros. Esa acción personal más plena y fecunda.
Solo cuando alcanzamos en la propia experiencia la comprensión honda de algo verdadero -quizá inefable- y la gozosa armonía de una intimidad personal compartida, en la amistad y el amor, solo entonces seremos capaces de descubrir lo despersonalizados que hemos podido estar en la vida al uso que acostumbramos llevar.
Habrá que responder entonces al desafío lanzado por nuestra mejor aspiración. Entrar en esa dimensión del don personal en la cual iremos en pos de la verdad, en una comunidad de búsqueda, y alcanzaremos una mayor libertad interior para realizar el amor.
Ello podría señalar el inicio de una nueva civilización.