En Berlín a veces uno tiene la impresión de que el invierno es infinito. Pasa marzo, llega abril y cuando ya uno comienza a creer que de verdad va a hacerse eterno, de un día para otro, aparece la primavera. Llega con el sol, sus flores y árboles reverdecidos. Los parques vuelven a colmarse de niños y sus voces y gritos le dan contenido y alegría humana a la ciudad. Las calles yermas por las que caminábamos pocos días atrás, se han llenado de gente, muy diversa, hombres y mujeres de todos los colores. Venida de todas partes, “Berlineses nacidos aquí hay pocos, la mayoría venimos de otras ciudades alemanas y muchos de otros países, todos somos extranjeros y estamos cómodos aquí”, me comenta Lars Jongeblod, un joven escritor que trabaja vinculado a una organización municipal para promover la literatura en lengua no alemana.
Hace unos domingos se llevó a cabo en Schöneberg, un barrio cercano al nuestro, la primera de las muchas ferias primaverales, en torno a un producto típico de la estación: el espárrago. Nada especial en cuanto a este tipo de eventos si se mira desde la perspectiva más básica. No es otra cosa que el mercado primitivo y atávico donde se intercambian alimentos, comidas y bienes desde hace siglos. En tiempos modernos, con la ayuda de la convención cómoda que es el dinero, pues es más ágil, variado en ofertas y festivo.
El primer aspecto destacable es cuan revelador resulta de la aldea que ahora es el mundo. Se celebró en Akazienstrasse, una pequeña calle de tres o cuatro cuadras que tiene un encanto particular; lo dicen sus vecinos o dicen sentirlo quienes la visitan. Es una calle comercial donde no hay franquicias sino tiendas locales, a escala con el entorno y con lugareños como clientes. Ese domingo se llenó de tenderetes que desafiaban la imaginación. Allí se mezclaban los aromas de cocinas de muchos lugares y se hablaban todas las lenguas de Babel. Espárragos, por supuesto, flores, especies, frutas, juguetes, adornos, ropa usada, en fin… La biodiversidad humana de una ciudad enorme como esta alegremente compactada en unos pocos metros cuadrados. Una muestra de convivencia amigable que no debería ser extraordinaria, pero lo es.
Lo es porque no tan lejos de Akazienstrasse, en un país muy cercano, en ciudades y calles que serían como esta, en lugar de celebrarse la vida, reina la guerra, la muerte y destrucción, el invierno se ha hecho eterno. Lo más curioso es que sea la voluntad de un solo hombre la que ha causado ese desastre. Tan destructivo es su afán que no solo afecta lo que abarca en términos geográficos, sino que amenaza a los países vecinos y a la gente alegre que de diversas maneras celebra la primavera en el hemisferio norte. Más aún, de manera explícita, amenaza a la humanidad entera con sus arsenales atómicos.
Hace poco más de 80 años, desde su despacho oficial, no muy lejos de Schöneberg, por cierto, la maldad desatada por un solo hombre, desencadenó lo que hasta ahora ha sido la mayor tragedia de la humanidad. Fue su voluntad la que organizó, dio ánimos, movilizó y transformó en monstruos a gente normal, como la que ríe y disfruta de los festivales de primavera.
¿Cómo pudo hacerlo? Era imposible, pero paradójicamente le resultó fácil. Creó un mito que fanatizó a sus seguidores, que inventó enemigos externos e internos culpables de las carencias de las mayorías (ese echémosle la culpa a otro que seduce a los desesperados), que movilizó masas y soliviantó a los militares. Nunca habría podido hacerlo si no hubiese además destruido la institucionalidad política de un Estado democrático, y hubiese concentrado en sus manos el poder de todos sus ciudadanos.
Eso fue lo que hizo Adolf Hitler en el pasado y lo que está haciendo ahora Vladímir Putin, quien amenaza a la humanidad entera con la destrucción atómica. Pocas veces ha estado la humanidad en un brete similar. La última vez fue cuando, fascinado por Fidel Castro (que, para parafrasear a Edmundo Chirinos, era psicópata y psicopatógeno; es decir, estaba loco y tenía una capacidad insólita de volver locos a los demás); Nikita Kruschev autorizó que se desplegaran cohetes con bombas nucleares en Cuba. Por fortuna para la humanidad, Kruschev fue apaciguado (y poco después depuesto) por el liderazgo del Partido Comunista de la URSS, que era más poderoso que él y pensaba mejor. Si no, quién sabe.
El problema es que ahora en Rusia no hay estructura política ni persona alguna que pueda contradecir, apaciguar y mucho menos deponer a Vladímir Putin. De nuevo la humanidad tiene que vérselas con un político dominado por un mito propio: una visión zarista y decimonónica de Rusia, quien además tiene en sus manos el poder de armas atómicas, más allá de las necesarias para destruir la vida. El comunismo soviético murió en 1989, pero al parecer sus formas continúan intactas. Si lo sabremos nosotros, los venezolanos.
Esperemos que sea tan solo una helada fuera de ciclo y ese invierno termine de una buena vez. La primavera está aquí y la gente quiere celebrar la vida.