Hace algunos años, no tantos, tal vez seis o siete, durante la época de aquel desabastecimiento brutal, a un amigo muy cercano lo detuvo una pareja de policías nacionales, un hombre y una mujer, para más señas, cuando pasaba por una alcabala en el Este de Caracas. Le revisaron los documentos y echaron en falta un certificado médico de conducir que estuviera al día. El suyo había expirado hacía una semana. Con un poco de labia del detenido para evitar que le dejaran el automóvil secuestrado -esa era la amenaza-, el policía se animó entonces a sugerirle a mi amigo una salida que fuera provechosa para ambas partes: ganar-ganar. De esa forma, el policía, la policía y mi cuate, los tres accedieron a negociar alguna felicidad para cada uno.
Mi amigo, por supuesto, de inmediato resaltó que su felicidad era poder partir en su carro sin que se lo dejaran retenido porque tenía una tarde complicada y con múltiples deberes pendientes. El joven agente confesó que sería feliz con un tubo de pasta de dientes (de los grandes), un jabón y un champú para bañarse, y un frasco de agua de colonia para caballeros. Y ella, la mujer policía, en cambio, con poco pudor, y hasta soñadora, llegó un poco más lejos: “Yo preferiría que usted me llevara a la playa, me invitara a un hotel y pasáramos el fin de semana juntos”.
Como eso el infractor lo descartó de inmediato -su esposa era una mujer de cuidado- ella le confesó, en su defecto, que ni ella ni su colega uniformado habían almorzado y ya eran casi las tres de la tarde, y que sería feliz entonces, que se conformaba pues, “con una buena papa”. Y así fue el pacto: él iría a por la comida mientras la pareja de policías se quedaba con su cédula de identidad laminada en consignación, como garantía de que volvería a cumplir con un buen almuerzo para ellos y a llevarse su auto. En efecto, mi amigo fue y regresó tan rápido como pudo con una vianda generosa de pollo en brasa, hallaquitas y vitualla que la pareja devoró casi al instante con avidez cómplice. Y los tres fueron amigos por unos minutos.
Fue apenas entonces que mi colega se percató de que la insignia en el uniforme de ella decía “Y. Contreras”. La imaginó Yeimi o Yamilé y no se atrevió a preguntar más por no darle cuerda a ella y a su fantasía del fin de semana en Margarita. Pero la del guardia, en cambio, estaba camuflada a posta: el hombre se esforzaba por cubrir su rótulo con un chaleco innecesario y caluroso que en nada se apiadaba de los 30 grados centígrados de aquel día. A este gendarme sí se atrevió a increparlo, ahora que era la autoridad satisfecha, con la barriga llena y el corazón contento:
–Por qué tu nombre está oculto -quiso saber el interfecto.
El policía le contestó que le apenaba mostrarlo porque siempre se burlaban de él. Mi amigo lo convenció a punta de una segunda labia, -total ya eran cuates-, y por supuesto le prometió no mofarse. El policía le desveló finalmente su identificación hasta dejar al descubierto sus señas: “W. Martillo”, Winston Martillo. El agente Martillo le devolvió su cédula de identidad, como habían acordado, y mi colega partió con una risita invisible, por dentro, que le confirmaba que esas ironías, un matraquero apellidado martillo, solo en Venezuela.
Pero la matraca nuestra de cada día evoluciona (o involuciona, depende del cristal) con el país. Muta. La semana pasada, mientras me daba yo una paseada por Twitter, topé con un video de principios de mayo en el que una joven conductora venezolana alertaba a los ciudadanos para que si por casualidad tenían un percance en la vía, huyeran antes de que llegara la Policía Nacional Bolivariana (PNB) a levantar el accidente porque los iban a robar. “Porque la PNB son unos viles ladrones con uniforme; son unos corruptos matraqueros” (SIC).
Abundaba la joven en que después de la colisión de cuatro automóviles en el estado Vargas, un policía nacional bolivariano, institución encargada del tránsito al menos en el Litoral Central- les había pedido -por pura condescendencia y solidaridad- la suma de 500 dólares “nada más” para dejarlos partir después de levantar el choque; a pesar de que durante la colisión nadie había resultado lesionado, so pena y amenaza de dejarles sus respectivos autos presos en Fiscalía.
Según relata esta valiente ciudadana, justo en el semáforo del Polideportivo de La Guaira, iba ella en su auto entre dos camionetas de pasajeros cuando una Bronco se estrelló con la buseta que iba de tercera en la fila. Por efecto dominó, la camionetica se le incrustó por detrás, y su auto se incrustó a su vez en la camioneta de pasajeros que iba de primera en la fila. En suma, que la espachurraron por delante y por detrás (obvien el chinazo). Es decir, ella, y su carro y su acompañante quedaron como el relleno del sándwich entre dos camionetas de pasajeros. Contaba, palabras más palabras menos, que el primer auto -una de las camionetas de pasajeros- que había sido parte del cuádruple choque, se había dado a la fuga a toda velocidad porque seguramente ya sabía lo que vendría después: La matraca bolivariana.
“Qué rabia y qué triste” (…) “Cuando se supone que las personas que te tienen que proteger y que están para salvaguardar tu seguridad sean las primeras que buscan cómo dañarte” (SIC).
“Nos tuvieron ahí con un psicoterror constante y al final, lamentablemente terminamos matraqueados junto con los otros dos señores” (SIC).
“Llegan supuestamente a levantar un choque y lo que vienen es a ver todo para saber cuánto te pueden sacar, cuánto te pueden robar” (SIC).
Finalmente, la ciudadana se pregunta -y yo también-: “¿Quién anda con 500 dólares en el bolsillo?”. Y es cierto: no es un cachito y un jugo. Tampoco es el pollito en brasa con hallaquitas que compró mi amigo para sus propios matraqueros seis años atrás. Son 500 dólares. ¿Cuántos millones de bolívares son 500 dólares?
En esta jungla nuestra, roja, enchufada, y dolarizada, tal parece que para algunos los dólares valen lo mismo que un miserable, inexistente y lamentable bolívar. En esta jungla nuestra, casi todos quieren su tajada en divisas, fácil y sin mucho esfuerzo, para sobrevivir. En esta jungla extraña, tan nuestra, lo más raro de todo no es enterarse de que la matraca ahora es más costosa y despiadada; es decir, que son cientos de dólares sin compasión. No cabe duda de que la matraca socialista se adecúa a los tiempos y se va acoplando -como casi todos- a las circunstancias y sus posibilidades de chanchullo.
Lo realmente curioso y digno de contabilizar es que una ciudadana cualquiera, sobreponiéndose al miedo (supongo yo), a las posibles retaliaciones, al crimen que campea por todas partes, de la cara para denunciar uno de nuestros peores males: la corrupción, la más vencedora de todas las revoluciones de cartón. No es poca cosa.
“Por favor, ayúdenme a difundir, hagámoslo viral”, -termina diciendo la joven del video.
Yo agrego: hagámosla viral a ella, a la Ciudadana, con mayúscula. Su denuncia, hoy por hoy, ya es investigación formal por parte de la Fiscalía. A lo mejor podría ser el principio de un cambio: no dejarse vencer, alzar la voz, ejercer.