La breve pero intensa secuencia de discursos, declaraciones y anuncios sobre el restablecimiento de las relaciones entre Venezuela y Colombia ayuda a aproximar un balance sobre lo que es posible conocer del trecho andado. A la vez, hace inevitable expresar preocupaciones sobre la deriva del giro que con tanto interés está impulsando el gobierno de Gustavo Petro.
En realidad, no es un giro sin antecedentes. Sobre lo más reciente, es de recordar en su particular circunstancia cómo la ruptura de relaciones diplomáticas, decidida por Hugo Chávez en los últimos días de la segunda presidencia de Álvaro Uribe, fue superada poco después de que Juan Manuel Santos asumiera la Presidencia. Para más detalles: la ruptura se produjo tras la presentación en la OEA de pruebas de la presencia de campamentos y actividades de la guerrilla colombiana en Venezuela; el reacercamiento se formalizó en el encuentro de Hugo Chávez con el nuevo presidente de Colombia -ex ministro de Defensa de Uribe- en la Quinta de San Pedro Alejandrino, gesto previsiblemente muy apreciado por el mandatario venezolano; ese acercamiento facilitó el desarrollo de los diálogos de paz con las FARC, con la participación de Venezuela como acompañante, en capacidad de brindar apoyo logístico desde 2012, para las negociaciones que culminaron en La Habana en 2016.
Ahora, se produce la solicitud formal de Gustavo Petro para que Nicolás Maduro sirva de garante en el reinicio de las negociaciones con el Ejército de Liberación Nacional (ELN), rotas en 2019. Reanudación que se viene preparando desde el mes pasado entre negociadores del gobierno colombiano y dirigentes del ELN en La Habana. Una semejanza notable con aquel momento es el interés actual en lograr la ahora concebida como “paz total” para Colombia y lograr que no se vea obstaculizada, sino que se facilite desde Venezuela. Esto es clave, vista la presencia e intensidad de la actividad guerrillera y criminal en y desde territorio venezolano.
El reacercamiento ocurre en un entorno de inseguridad más complejo tras cuatro años de ruptura de relaciones diplomáticas, con un cambio mayor en la orientación política del gobierno colombiano, la inocultable autocratización del régimen venezolano y con muchos y muy diversos intereses y relaciones estratégicas en juego.
En general, si Maduro había insistido recurrentemente en alentar la normalización, una vez restablecido en vínculo diplomático y designados embajadores en Caracas y en Bogotá, van apareciendo frenos a la aceleración en el acercamiento económico, alegando la necesidad de revisar acuerdos y condiciones comerciales y, particularmente, para la anunciada apertura del tránsito fronterizo. Esto podría leerse como interés -que ojalá lo hubiese- en apoyar a los productores y la competitividad nacional para aprovechar las ventajas de la recuperación del comercio binacional, con su larga historia de oportunidades, complicaciones, deudas, casos pendientes e inseguridad jurídica. Son asuntos para los que la propuesta de Maduro de una “gran zona económica, comercial y productiva entre Táchira y Norte de Santander” no precisa respuestas. En cambio, la lentitud y cautelas expresadas posteriormente más bien parecen parte del pulso político de control gubernamental de la economía, la política regional y la “válvula” migratoria que facilita la salida y frena la entrada de venezolanos. A la vez, se van añadiendo temas, condiciones y presiones a la normalización fronteriza que, por lo que anuncia el oficialismo desde allí, en lo inmediato solo sería simbólica y poco contribuiría a la seguridad y prosperidad fronteriza, la atención binacional al flujo migratorio y los acuerdos e infraestructura para suministro de gas a los que aspira Colombia.
Lo que se va confirmando en palabras y silencios es que normalizar vínculos para el régimen venezolano pasa, inicial y principalmente, por su necesidad de legitimación internacional, en sus propios términos: en primer lugar la deslegitimación de escrutinios sobre su desempeño y, especialmente, sobre la pérdida de libertades y derechos de los venezolanos.
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La verdad es que, en su abundancia y tono, las declaraciones, entrevistas y afirmaciones del embajador de Colombia hacen lucir discretas y cautelosas las del lado venezolano. Espacio y oportunidades abundaron a partir de una densa, acelerada y muy publicitada agenda de contactos. Entre expresas evasivas a tratar ciertos temas, incluida su insistencia en “deselenizar” (como referencia al ELN) las relaciones diplomáticas, hay dos de sus declaraciones que no pueden pasarse por alto por lo que asoman sobre el modo y propósito de apurar el reacercamiento.
La posibilidad de que Colombia retire su apoyo a la solicitud de investigación sobre Venezuela ante la Corte Penal Internacional (CPI), a semejanza de la iniciativa argentina de mayo pasado y que ha sido confirmada como posibilidad por el canciller Álvaro Leyva, ha despertado muy justificada preocupación y crítica. Aunque es un gesto sin efectos prácticos porque no detiene el procedimiento en marcha, transmite un mensaje de negación de la gravedad y las responsabilidades personales por la comisión de gravísimas violaciones de derechos humanos en Venezuela. Valga recordar, para lo inmediato, que entre septiembre y octubre se reúne el Consejo de Derechos Humanos de la ONU y que allí se votará sobre la prórroga del mandato a la Misión Internacional Independiente de Determinación de Hechos sobre Venezuela cuyos informes han documentado delitos tan graves como ejecuciones extrajudiciales, desapariciones forzadas, detenciones arbitrarias, torturas y otros tratos crueles, inhumanos o degradantes cometidos en Venezuela desde 2014: justamente el tipo de delitos bajo investigación por la fiscalía de la CPI.
Otro asunto ofensivo en dichos y hechos ha sido no solo la ausencia de apertura a encuentros con actores políticos no gubernamentales, sino el modo despectivo de referirse a Juan Guaidó, que reconocido o no como presidente interino, con críticas mayores o no a la gerencia interina de la empresa Monómeros -de tanto interés para Colombia-, es un dirigente de la oposición democrática. Se trata de una señal política que, junto al asomo de la posibilidad de retiro del apoyo a la causa en la CPI perfila una relación descarnadamente pragmática, abundante en costos y riesgos, especialmente pero no solo para los venezolanos.
Por lo pronto, en su interés de impulsar la unidad latinoamericana, el presidente Petro en su primer viaje al exterior, para asistir en Lima al Consejo Presidencial Andino, ha propuesto el marco institucional de la Comunidad Andina para que regresen a él Venezuela y Chile, y para que se amplíe a Argentina. Bueno sería que en el camino no se olvidaran los compromisos democráticos y con los Derechos Humanos, tampoco los sociales y comerciales de esa institucionalidad. Sobre los primeros, no ha sido buena la señal de la ausencia de Colombia en la votación de la resolución del Consejo Permanente de la OEA sobre la situación de Nicaragua. Esa ausencia no deja de hacer ruido, pese a que fue vinculada en análisis iniciales al litigio por límites marítimos dirimido en la Corte Internacional de Justicia y a que la cancillería colombiana la relacionó días después con gestiones humanitarias en marcha, finalmente fallidas. En conclusión, el canciller Leyva precisó una posición cercana a la resolución aprobada en la OEA, pero queda el mensaje de distanciamiento hacia ese foro y sus compromisos democráticos y con los Derechos Humanos.
Aun desde ese pragmatismo no sobra volver a asomar una conjetura en medio de tanto ruido y la administración de las palabras de Petro: que además de las necesidades materiales, de seguridad y humanitarias a atender con la reanudación de las relaciones con Venezuela, se trate también de hacer de Colombia no un aliado ni un socio pragmático, sino un país dispuesto a contener y contribuir a superar del modo más conveniente y eficiente posible, unilateral y regionalmente, la crisis de Venezuela. La reciente petición de Petro a Maduro de que reingrese al Sistema Interamericano de Derechos Humanos -al que el propio Petro acudió y logró el apoyo a su restitución como alcalde de Bogotá– y su valoración de la Convención Americana de Derechos Humanos son mejores señales. Oportunidades sigue habiendo. Ojalá que así fuera. Sería terrible que los loables empeños por lograr la paz en Colombia alentaran la continuidad de la opresión de Venezuela.