Es sorprendente como la aparente libertad de pensamiento y expresión alcanzada en las democracias occidentales ha ido perdiendo grados de cohesión y validez hasta quedar como una prerrogativa muy disputada. La censura del pensamiento es un hecho que viene de muy antiguo, al punto de que una de las versiones del mito de Adán y Eva cuenta que fueron castigados porque comieron del árbol de la ciencia del bien y del mal para alcanzar el conocimiento y ser como dioses. La libertad de pensamiento siempre ha encontrado obstáculos en la religión, y particularmente en la cristiana ha chocado con el dogma; es decir, aquello que se establece como conjunto de verdades irrefutables porque así han sido determinadas por los Padres de la Iglesia.
Suena muy antiguo lo que estoy diciendo y lo es, como también el enfrentamiento entre fe y ciencia, todavía vigente en Estados Unidos donde algunas escuelas primarias solo enseñan el creacionismo y excluyen la teoría evolucionista. Instituciones como el tribunal de la Inquisición parecieran pertenecer al pasado remoto, a oscuras cavernas dignas de El nombre de la rosa de Umberto Eco, El hereje de Miguel Delibes, o El Santo Oficio del cineasta Arturo Ripstein, pero es solo apariencia. La pasión por la persecución de la libertad es insaciable y universal, y paradójicamente con frecuencia se instala en las mentes más preclaras; a modo de mínima guía vale la pena leer Pensadores temerarios. Los intelectuales en la políticade Mark Lilla y La traición de la libertad. Seis enemigos de la libertad humana de Isaiah Berlin.
Viene todo esto a cuenta de que, cuando ya no parecía que nos amenazaba el riesgo de topar con la Iglesia, como decía Alonso Quijano, ahora hemos chocado de frente con la política de identidades. Las iglesias, al fin y al cabo conforman un adversario definido, pero los defensores de la religión de las identidades resultan ubicuos, anónimos, masivos, habitantes de las universidades, las editoriales, los medios de comunicación, las redes sociales, los partidos políticos, y cualquier otro recinto humano con cierto poder inquisitorial, es decir, el de juzgar y condenar sin derecho a la defensa. Solo cabe que el reo pida perdón y se arrepienta. Luego se observa su conducta durante algún tiempo, y si se ha portado bien puede ser readmitido en el seno de aquello de lo que fuera expulsado. Habrán observado que primero hablé de ‘política de identidades’ y más abajo de ‘religión de las identidades’; es un deslizamiento deliberado porque, en mi opinión, y haciendo uso de la libertad de pensamiento y expresión que me atribuyo, la política de respetar las diferentes identidades que los humanos podemos tener o querer tener, se ha ido convirtiendo sin prisa y sin pausa en una nueva religión que nos indica cómo pensar, actuar y hablar.
Escuché hace poco una interesante conferencia que Judith Butler leyó en Madrid. El pensamiento de esta muy reconocida teórica del género, especialmente considerada como fundacional de la teoría queer, no es de fácil comprensión, y para mí se añadió un obstáculo: la traducción del inglés a la neolengua del español inclusivo. Los intérpretes no perdonaron ni una sola vocal que oliera a masculino (en español, la ‘o’), pero como tampoco todo puede ser femenino (es decir, la ‘a’), el recurso fueron las vocales aparentemente neutras como la ‘e’. Cuando comenzó la conferencia creí que estaban traduciendo al catalán, yno es un chiste. Hasta ahora había supuesto que, en tanto las lenguas latinas declinan el género, esto constituía una ventaja porque lo masculino y lo femenino, e incluso lo neutro (hoy, no binario), se alternaban en los sustantivos y adjetivos, a diferencia de las lenguas anglosajonas, siendo la más conocida para nosotros el inglés, en las que todo queda subsumido en una sola forma genérica, con la mínima excepción de los pronombres personales (he, she). Esto hace que no podamos saber en una lectura el género de las personas del verbo hasta tanto aparezca el pronombre, o en algunos casos el nombre propio, pero no en todos ya que los nombres propios en otras lenguas no siempre indican claramente el género. Además, en inglés los animales son de género neutro, a diferencia de las lenguas latinas en las que hay perritos y perritas. Y tampoco hay diminutivos o aumentativos de modo que es necesario recurrir a los adjetivos o a las descripciones para decir perrazo. Y ni hablar de perrada o de perreo. En fin, un lío.
No tengo ninguna duda en cuanto a que el masculino genérico y universal anula la presencia femenina, y me molesta mucho escuchar o leer frases como ‘los hombres buscan la libertad’ o ‘el director de la empresa, la señora García’, pero hay fórmulas mejores que las que violentan la gramática y crean una suerte de neolengua, como dije arriba, o peor, una forma paródica y hasta ridícula de expresión que personalmente me niego a usar. El académico y poeta venezolano Luis Miguel Isava propone utilizar ‘personas’ para referirse a un grupo compuesto por sujetos humanos masculinos y femeninos, lo que yo venía haciendo espontáneamente, pero ahora con el apoyo de un estudioso de la lengua, así como también utilizo a veces la repetición de los y las. Pero el género ‘e’ no lo acepto, así tenga que devolver la medalla de la Orden Josefa Camejo que honrosamente recibí del Centro de Estudios de la Mujer y el vicerrectorado de la Universidad Central de Venezuela.