En mi memoria futbolera nada brilla tanto como el Mundial de México 1970. La consagración de un equipo único –Brasil– y de un jugador –“Pelé”, Edson Arantes do Nascimento– que se hartó de hacer goles pero que en los seis juegos que disputó en aquel torneo será recordado por la belleza de la imperfección: goles que no fueron, ante los checos, los ingleses, los uruguayos, precedidos de ejecuciones maravillosas que gracias a Dios -es decir, Youtube- se pueden revivir y, para los que nos gusta este juego, volver a disfrutar.
O Rei claro que hizo goles en aquel mundial -cuatro, para ser precisos- pero lo que deslumbra a la distancia de medio siglo es que aquel garoto que aprendió a jugar con pelotas de trapo en Tres Corazones (Minas Gerais) tenía un VAR -video assistant referee – en la cabeza, el único lugar donde debe estar, para intuir el movimiento de sus rivales, desairarlos saltando sobre el balón y regalar pases a un compañero que solo él había visto. Hasta las cámaras, rudimentarias entonces, se sorprendían.
Pero, ya lo dije, eso fue hace 50 años. Ahora se juega en campos impolutos, los futbolistas son millonarios extravagantes, influencers y atletas formidables cuyo rendimiento se mide en kilómetros recorridos, espacios ocupados y litros de sudor. Los entrenadores –Guardiola, Klopp, Mourinho, Luis Enrique y tantos- son tan o más famosos que quienes patean el balón y mueven fichas en las partidas como peones en las fábricas, y la FIFA, oscura puertas adentro, lo vigila todo para que en las canchas resplandezca la verdad.
Nada de goles con la mano, aunque sea la de Dios; ni balones que no entraron, o quizá sí, pero igual subieron al marcador -el gol fantasma del 66 que aún ensombrece el único título inglés, los creadores del juego-; o fueras de lugar por un meñique que el balón de este Mundial de Qatar bautizado por Adidas como “el viaje” (Al Rihla) denunciará desde el chip insertado en su corazón y conectado al VAR, al que atiborrará con centenares de datos por segundo.
¡Cuidado con festejos apresurados! La FIFA tiene la última palabra y tampoco gustan a las autoridades cataríes tan ajenas a los apretujones desmedidos en público. “Celebrar un gol, apunta el agudo periodista español Santiago Segurola en El País de Madrid, se convirtió en un acto de imprudencia”.
Tanta pulcritud da que pensar, quizá por aquello de “dime de qué presumes…”. Una pulcritud, por cierto, puertas afuera. Porque qué sabe el común de los mortales -fiel seguidor de esa religión laica que es el fútbol en la que comulgan domingos y festivos más de 4.000 millones de almas- de lo que ocurre en la fortaleza de la FIFA: un montononón de hectáreas ubicadas en una zona boscosa a las afueras de Zúrich desde donde se controla este gigantesco negocio del fútbol que, según Deloitte, mueve 500 mil millones de dólares por temporada.
¿O de los encuentros en los salones del hotel Baur au Lac – Luxury Hotel Zúrich, majestuoso y señorial, mirándose durante 175 años en las purísimas aguas del lago de Zúrich, a los pies de los Alpes? Ay, si Adidas hubiera colocado uno de esos sensores de su balón inteligente en las solapas de los trajes de los hombres de la FIFA cuántas dudas se pudieran despejar: por ejemplo, acerca de cómo el Mundial de Fútbol fue a parar a Qatar, un país sin tradición futbolera que arde en verano (después se movió para este invierno por primera vez en 90 años).
La decisión sobre Qatar se tomó en 2010, junto con la del Mundial de Rusia 2018, y quizá aún la tecnología no daba para tanto y, en todo caso, no apuntaba contra los que pagaban la cuenta. Pero sin esos datos hipotéticamente irrebatibles, las sospechas de amaño, de compra de votos, circularon muy pronto gracias a una investigación de The Sunday Times de Londres que reveló pagos de cuatro millones de euros para seducir voluntades a favor de la pujante candidatura de Qatar.
Como todo hay que decirlo, la FIFA ordenó una averiguación interna, liderada por el exfiscal y juez estadounidense Michael García quien dirigía la cámara de investigación del Comité de Ética de FIFA. Su voluminoso informe de 400 páginas examinó el otorgamiento de las sedes de los mundiales de Rusia 2018 y de este de Qatar que ya va poner el balón en juego, y luego sucumbió ante la cámara de enjuiciamiento del propio Comité de Ética que concluyó que sí, que hubo comportamientos dudosos, pero ninguna prueba de corrupción. García renunció y todo siguió adelante como estaba previsto.
Poco después, sin embargo, caería Joseph “Sepp” Blatter, bautizado por The Guardian como “el más brillante dictador no violento del último siglo”. Diecisiete años de mandato al frente de FIFA que hizo más global al fútbol pero que terminó enredado en sospechas, denuncias e investigaciones. Su sucesor, Gianni Infantino, hombre simpático donde los haya, anunció al asumir el timón hace seis años “una nueva era en la que pongamos el fútbol en el centro”.
Un jugador agresivo
Qatar es un pequeño territorio del tamaño del estado Sucre arrinconado al este de la península arábiga. Carece de agua pero el dinero brota como de un manantial, desde el yacimiento gasífero de South Pars-North Dome, el más grande del mundo, que comparte con Irán.
Hasta hace 50 años era un protectorado británico, famoso por la recolección de perlas y la pesca. Hoy encabeza el top de los más altos PIB per cápita del planeta, y con distancia. Es el campeón mundial riqueza, un título que seguirá en su poder después de que acabe este primer mundial en el mundo árabe el 18 de diciembre. Por no tener, no tiene democracia, un bien devaluado en estos tiempos de Trumps y Bolsonaros; Chávez, Correas y Ortegas: la familia Al Thani, que va por la octava generación, manda por allí desde 1850. Los partidos están offside y no hay VAR que los salve.
Las mujeres siguen en el banquillo sujetas a las decisiones de sus padres, esposos o hermanos para sacarse un permiso de conducir, viajar al exterior, decidir dónde quieren estudiar o hasta para realizarse determinados diagnósticos médicos, como constató un informe de Human Right Watch (HRW). Los millares de trabajadores inmigrantes del norte de África y de Asia que levantaron las maravillas arquitectónicas de los estadios del Mundial -uno, el 974, en la zona portuaria de Doha, la capital, se puede desmontar como un lego; otro, Al Bayt, imita una tienda de beduinos- fueron sometidos al sistema de patrocinio (Kafala) que amarraba su estatus migratorio a la decisión del empleador, para cambiar de trabajo o dejar el país.
Pues en ese país se disputará la vigésima segunda Copa del Mundo de fútbol. Como antes se celebró en Argentina 1978, bajo el yugo de una Junta Militar cuyos horrores aún nos alcanzan hoy. Entonces también el mandamás de la FIFA, el brasileño Joao Havelange, mentor de Blatter, fue señalado de corrupción y negocios ilegales.
Si en un lado de la cuerda está la FIFA, en el otro están los Al Thani, una numerosísima familia cuya suerte, y la del país, cambió con el petróleo y el gas y la llegada al poder en 1995 de Hamad bin Khalifa Al Thani que primero depuso a su padre en un golpe casero -no violento- y luego sacó a Qatar del anonimato: se distanció de los sauditas, fundó Al Jazeera para desplegar su influencia en el mundo árabe, reagrupó a los Hermanos Musulmanes en su territorio (después reculó, ante la ira de sus vecinos) y se convirtió en lo que va de este siglo en un inversor global masivo.
Hamad bin Khalifa cedió el mando a uno de sus 24 hijos, Tamim bin Hamad Al Thani, para lanzar su apuesta mayor: entrar en la escena mundial de la mano, o de los pies, del fútbol. En 2005, ya habían creado Qatar Investment Authority (QIA) que en 2011 compró el 70% del París Saint-Germain y el restante 30% al año siguiente. Ya entonces el ticket para el Mundial estaba en el bolsillo.
PD: Qatar espera 1,5 millones de visitantes (más de la mitad de su población). Centenares de millones seguirán el Mundial por la pantalla. Yo me anoto y ligo por los nuestros.
@jconde64