Han pasado casi sesenta años desde que Hannah Arendt publicó -en 1963- su célebre libro Eichmann en Jerusalén. Un informe sobre la banalidad del mal. El texto recoge los reportajes de Arendt como corresponsal del diario The New Yorker para el juicio celebrado en contra del funcionario nazi Adolf Eichmann; un juicio organizado por el Estado de Israel para juzgar crímenes de lesa humanidad perpetrados en contra el pueblo judío durante la Segunda Guerra Mundial.
Palabras más, palabras menos, Eichmann fue el encargado de mantener el funcionamiento operativo de los campos de concentración en los que se exterminaron a millones de judíos. Su responsabilidad moral era incuestionable. Sin embargo, a lo largo del juicio Arendt constata la puesta en escena de un personaje cínicamente monstruoso. Una conciencia abolida sin ningún atisbo de culpa o sentimiento de mal por haber sido el principal ejecutor de la “solución final a la cuestión judía”. Eichmann se tenía a sí mismo por inocente. Incluso, por patriota y por hombre honrado que alojaba en su alma la satisfacción del deber cumplido…
Pero, ¿cómo justificaba Eichmann la “quietud” de su conciencia? De varias maneras. Con diferentes “argumentos”. Primero, el obedecer órdenes superiores. Segundo, haber obrado kantianamente conforme a la ley formal establecida por el Führer. Tercero, el trabajo bien hecho: su empresa de aniquilación fue acometida con eficacia excepcional. Y cuarto, acaso lo más espeluznante, el silencio y consentimiento de los alemanes: “(…) según dijo Eichmann, el factor que más contribuyó a tranquilizar su conciencia fue el simple hecho de no hallar a nadie, absolutamente a nadie, que se mostrara contrario a la solución final” (Arendt).
Mutatis mutandis, y teniendo en cuenta lo referido anteriormente sobre Eichmann, aparece en el horizonte Rafael Lacava. Gobernador de Carabobo, militante del PSUV y-según él mismo ha expresado en reiteradas oportunidades- madurista acérrimo. Una “estrella fulgurante” de la política nacional dentro y fuera de la dictadura. Y este es un fenómeno que debe llevar a la reflexión de todos los venezolanos, especialmente de los carabobeños.
El brillo de esa figura política que se cobija bajo la estética de un vampiro refleja la degeneración moral de la vida pública venezolana. No hay duda de la injusticia que subyace en su actuación. Sirve a la dictadura. Y, lamentablemente, la popularidad del vampiro devela una relación de “representación política” del pueblo carabobeño que es, por decir lo menos, patológica. Por un lado, Drácula pretende imponer con su verbo y con su acción una moral pública de procacidad e intemperancia que no representa los valores de la venezolanidad. Los carabobeños y los venezolanos no somos así. Pero, por otro lado, ocurre con Lacava lo que Hannah Arendt describió como una “morbosa atracción al mal”, que lleva al ciudadano común a sentirse deslumbrado por la audaz encarnación de la injusticia por parte de un poderoso. En síntesis: Drácula no representa la esencia de la moral criolla, pero sí logra sacar lo peor de lo que somos capaces los venezolanos y, a pesar de ello, quedar justificado ante la opinión pública.
Ahora bien, ¿cómo se justifica Rafael Lacava ante la opinión pública? De la misma manera que Eichmann, lo cual preocupa sobremanera e increpa a un examen de conciencia de pueblo: (i) Obedece órdenes superiores porque sirve al proyecto de dominación del madurismo; (ii) Simula trabajar con “eficacia” con una supuesta buena gestión de gobierno y, lo más inquietante, (iii) Despierta simpatías en la opinión pública.
Así las cosas… Rafael Lacava implica un problema de calado ético en las entrañas del pueblo de Venezuela: la banalidad del mal. Por eso, la tarea de todos es impedir que la hipocresía y la corrupción morales continúen cegando la conciencia de los venezolanos y socaven las bases de una convivencia de justicia en el país. Y en ello los carabobeños tenemos una enorme responsabilidad que debemos asumir con sentido de futuro y de reconstrucción de patria: no podemos seguir consintiendo la farsa de Drácula ni ser copartícipes de la banalidad del mal.