Tal como se esperaba desde hace varias semanas, se reanudó formalmente el diálogo entre el chavismo y la oposición, más de un año después de su interrupción por un capricho del Gobierno. Como he argumentado varias veces, veo muy poco probable que la disidencia consiga de Miraflores concesiones democráticas. No tiene cómo presionar para lograr tal cosa, pues no hay presión interna (las masas están descontentas pero desmovilizadas) y la externa es insuficiente. Esa presión externa consiste principalmente en las sanciones de Estados Unidos a los mecanismos de generación de ingresos para la elite gobernante, en especial la industria petrolera venezolana. Si bien no representan en sí mismas un peligro existencial para el chavismo, sí son lo único que en este momento le molesta considerablemente. Lo único que la oposición y sus aliados internacionales pudieran esgrimir para obtener concesiones en la mesa de diálogo.
Cabe por lo tanto preguntarse cuál será la disposición de Washington a mantener las sanciones. Obviamente no porque sean un fin en sí mismas, que no lo son. Sino como medio de presión hasta que se cumpla el objetivo de ver reformas democráticas en Venezuela. Si Estados Unidos estuviera decidido a insistir por esa vía, pudiera proceder de forma gradual. Es decir, desmantelar poco a poco las sanciones si ve el cambio deseado. El quid de la cuestión es entonces, ¿cuánto ceder en cada paso y a cambio de qué? Como depositario único del poder en Venezuela y por lo tanto único capacitado para introducir reformas políticas, cabe esperar que sea el chavismo el que tenga los primeros gestos en esta danza. Y si su intención realmente es cambiar las cosas, se vería alentado a proseguir cuando le correspondan con un alivio de sanciones.
Pero hasta ahora no es eso lo que estamos viendo. En vez de eso, uno de los primeros resultados del diálogo reanudado es la más importante flexibilización de sanciones vista hasta el momento, a cambio de ninguna señal de reforma política en Venezuela. Tal flexibilización llega en la forma de una licencia a la petrolera norteamericana Chevron para que reanude sus actividades, de la mano con PDVSA, de extracción y exportación de crudo venezolano (eso sí, con rumbo exclusivo a Estados Unidos). Los aspectos técnicos de la medida dificultan prever cuánto se beneficiaría de ella el gobierno venezolano en materia de ingresos. Como ni siquiera entre los expertos en el negocio petrolero hay consenso al respecto, no seré yo quien se ponga a pontificar.
De todas formas, la licencia a Chevron indica que en Washington sí hay disposición de aligerar las sanciones sin que la política venezolana cambie en lo más mínimo. Claro, desde allá pudiera alguna autoridad estadounidense decir que la licencia es condicional. Que su ampliación depende de que Miraflores modifique su conducta y que incluso pudiera revertirse si no hay reformas. De hecho, la medida tiene una vigencia de seis meses, pasados los cuales tendría que ser renovada cada mes, si así lo decide el Departamento del Tesoro.
Pero no hay que ser ingenuos. No necesariamente Estados Unidos seguirá viendo la democratización como prioridad en su política hacia Venezuela. Sobre todo en el contexto actual. Tanto Washington como sus aliados europeos afrontan una alta incertidumbre energética en la medida en que intentan prescindir del petróleo ruso y así castigar al Kremlin por su agresión a Ucrania. A estas alturas es evidente que ven en el crudo venezolano una alternativa, pero de la que solo pudieran gozar si se eliminan las sanciones. Entiendo que haya objeciones al planteamiento de que en las capitales del hemisferio norte se está haciendo semejante cálculo, considerando que PDVSA está diezmada y no es una fuente de grandes volúmenes de hidrocarburo en el corto plazo. Pero, insisto, puede ser que la apuesta de aquellos países sea para el largo plazo, luego de inversiones que levanten la industria petrolera venezolana.
¿Y es que acaso eso no tendría un costo político para el gobierno de Joe Biden? Recordemos que sus adversarios en el Partido Republicano en el pasado han criticado ferozmente cualquier entendimiento con Nicolás Maduro y compañía, lo cual ha servido como incentivo para que la Casa Blanca no afloje el puño. Es razonable asumir que en el Partido Demócrata había temores de que dejar la política de presión al chavismo se traduciría en una pérdida de apoyo entre las comunidades latinas de Florida. Hablamos de un estado de mucho peso en la política estadounidense, tanto en el Congreso como en el Colegio Electoral que determina la selección del Presidente, y que hasta hace no mucho no tenía una lealtad partidista fija. Pero esto cambió. Florida se ha movido en años recientes considerablemente a la derecha, lo cual quedó confirmado en las elecciones legislativas y regionales del mes pasado. Los republicanos arrasaron en el estado e incluso salieron airosos en Miami, otrora un bastión demócrata. Entonces, es posible que los demócratas den a Florida por perdida en los próximos años, hagan lo que hagan, y ya no les importe mucho molestar a sus votantes latinos, muchos de los cuales favorecen la mano dura hacia regímenes autoritarios de izquierda en Latinoamérica.
Más temprano que tarde veremos qué puede más en los mentideros de Washington: el deseo de que en Venezuela vuelva a haber democracia o la necesidad de petróleo barato.