A mediados del segundo semestre de 2022, Rafael Tomás Caldera publicó un nuevo libro que, como todos los suyos, constituye un ejercicio de reflexión profunda, en este caso sobre la obra cumplida por Rafael Caldera durante su larga vida pública. “A diferencia de lo que ocurre con el oro o un diamante, cuya calidad requiere un examen muy de cerca, el valor de los hechos y las palabras de una figura pública necesitan perspectiva, cierta distancia en el tiempo y un temple sereno para ser apreciados con justicia” (Pág. 5). Con esta aguda observación, el autor se refiere a varios casos de ilustres venezolanos -comenzando por Bolívar, Miranda o Bello- a quienes la inmediatez y la mezquindad de algunos de sus contemporáneos cubrieron de opiniones injustas y equivocadas. La figura señera de Caldera no podía ser la excepción.
Esa actitud se explica -aunque no la justifica en modo alguno- en situaciones “donde predominen la discordia y el afán de figuras menores por ocupar el primer puesto”, lo que, a su vez, conlleva la carencia “de lucidez, de visión clara”, agrega Rafael Tomás Caldera. Pero, como bien se sabe, la perspectiva histórica por lo general termina poniendo las cosas en su lugar.
En todo caso, lo medular del libro en comento lo explica su título: La lección perenne de Rafael Caldera. Sus 129 páginas constituyen una admirable síntesis sobre la vida, los hechos y las palabras del expresidente socialcristiano y, aun así, la breve extensión de este artículo de opinión impide referirla como es debido. En cinco capítulos, el autor resalta los puntos cardinales del pensamiento y la acción política del dos veces presidente de Venezuela, fundador del Partido Socialcristiano Copei, ideólogo, estadista, escritor, académico, jurista y parlamentario, así como notable líder popular y brillante orador durante toda su actuación política.
Rafael Tomás Caldera destaca en el primer capítulo lo que, en esencia, constituye la lección perenne de “uno de los hombres más preclaros de la Venezuela de todos los tiempos”, como justicieramente lo definiera el académico Blas Bruni Celli (Pág. 15). Así, de manera resumida -porque su análisis en profundidad, como toda su obra, lo harán más adelante quienes la estudien e interpreten, que no serán pocos, por cierto-, el autor traza los más destacados aportes de Caldera, resaltando, por una parte, su inequívoca condición civilista en una Venezuela donde el militarismo ejerció el poder durante casi toda su historia, y, por la otra, su lucha constante “para construir el país”.
Pero esa lucha siempre estuvo basada en dos “afirmaciones seminales”, a juicio del autor. La primera fue “realizar por la acción política las ideas socialcristianas”, entre ellas, “la afirmación de lo espiritual frente a una concepción materialista de la vida; el fondo ético de la política, que no puede reducirse a un mero ejercicio pragmático de la influencia y el poder; la dignidad de la persona, que no deriva de un acto del poder público ni puede ser sometida a una militancia política, una condición social, una raza o la posesión de gran fortuna; que pide la realización del bien común mediante la justicia social, todo lo cual implica una definida persuasión acerca de la perfectibilidad de la sociedad civil” (Pág. 18).
La otra afirmación la hizo Caldera durante el acto fundacional de Copei el 13 de enero de 1946, cuando propuso a aquellos pioneros “Ganar la Patria” como “una responsabilidad mancomunada”. Y a juicio del autor, aquella expresión equivalía “construir un país, una sociedad nueva que saliera del atraso al cual nos habían llevado, o en el cual nos habían mantenido, los regímenes de fuerza” (Pág. 19). Tan colosal tarea no podía ser obra de una sola persona, sino un verdadero esfuerzo colectivo, mancomunado, como muy bien lo resaltó entonces el joven líder socialcristiano.
El segundo capítulo aborda el pensamiento y la acción política de Caldera en tres ejes fundamentales que lo caracterizaron: la justicia social, el desarrollo y la paz. A lo largo de toda su trayectoria política los expuso y defendió con absoluta convicción como un compromiso de vida. En esa tenaz empresa demostró una coherencia admirable, ya como líder opositor o como gobernante democrático, pues siempre privilegió los intereses de Venezuela, lo que, por otra parte, puso de relieve su condición de estadista, más allá de las contingencias de cualquier orden. La suya, como bien lo señala el autor, fue una lucha “fundamentada en principios y da lugar a la expresión de sus ideas y convicciones” (Pág. 25), algo de lo que hoy carece buena parte de la dirigencia política venezolana.
En el siguiente capítulo se aborda un tema capital en el personaje histórico que analiza esta obra: el fondo ético de la política. Y este se define, según las propias palabras del líder socialcristiano citadas por el autor, como “la subordinación de la conducta política a las normas éticas, el repudio de la dicotomía de la conducta, esa dicotomía, tradicional de la política pragmática, según la cual la política es un arte que obedece a normas de conveniencia y la moral una norma para la conciencia o intimidad de la conducta, que no tiene nada que ver con la acción de los hombres en la vida pública (…) Para nosotros –insiste- no hay tal dicotomía: el pragmatismo lo consideramos repudiable, desde el momento en que confunde la realidad social, la necesidad de atenderla, es decir, de ser realistas, con la proclamación de que el político debe actuar sin subordinación a las normas morales que rigen la conducta de los hombres” (Págs. 55 y 56). Tal fue, como bien se sabe, el ejercicio ético que hizo Caldera de su trayectoria política.
El cuarto capítulo, Hombre de fe, toca un tema a veces polémico y casi siempre no muy bien entendido por el común: la relación entre el líder político cristiano y el cristianismo. “Iluminada por la fe -agrega el autor de esta obra-, la vida del hombre cristiano en política tendrá por norte esa dignidad de la persona. En el respeto de las conciencias, no hará nunca de su gestión en lo temporal un dogma (…) Pero su vida cristiana no será -en conjunto- ni el argumento ni la prueba de su política”. En el caso de Caldera, su tránsito desde las filas de Acción Católica a las lides estudiantiles y políticas siempre estuvo caracterizada, como él mismo lo escribiera, por la idea de que “lo religioso y lo político, aunque relacionados, son hechos sociales diferentes; no queremos mezclarlos. Así lo hemos entendido y practicado, lo cual no impide que frente al materialismo dialéctico levantemos sin vacilar la espiritualidad cristiana” (Pág. 69). Esa diferenciación, sin embargo, nunca afectó su fe en el cristianismo y su pertenencia al catolicismo. Por eso fue un hombre de fe: “Será clave entonces en la vida de Rafael Caldera su confianza en la divina Providencia. Una y otra vez esa palabra vendrá a sus labios…” (Pág. 78), anota el autor al tratar el tema.
El último capítulo -intitulado El orador de la República– es el discurso que pronunció Rafael Tomás Caldera con motivo de la incorporación a la Academia Venezolana de la Lengua al ocupar el sillón de su padre. Como lo indica la tradición, su disertación versó sobre su antecesor desarrollando el tema de su oratoria: “En el caso de Caldera sería preciso decir que era ante todo un orador. Alguien en quien la palabra, la escritura incluso, surge de su vocación de servicio al país” (Pág. 87). La explicación inicial del autor es la de que Caldera “sentía así la responsabilidad de hablar para marcar rumbos (…) Se formó de esa manera la figura de uno de los grandes oradores venezolanos del siglo veinte, siglo que conoció -para honra de la nación- figuras de mucha relevancia en el campo de la oratoria y de las letras” (Pág. 91). Cercana ya la fecha del 24 de enero, cuando se cumple el 107 aniversario de su natalicio, y ya transcurridos el pasado diciembre 14 años de su fallecimiento, este libro sobre la lección perenne de Rafael Caldera constituye un lúcido análisis de su vida, ideario y obra.