Hablar de un “retorno” resulta más grato y auspicioso que de un “regreso”. Regresar tiene ese regresivo resabio de retroceso en re mayor. Hasta la mejor versión de “ir al lugar de donde se ha salido” puede resultar dramática. Algunos románticos bien curtidos nos advierten:
Nunca vuelvas con la mujer que amaste
ni al lugar donde fuiste feliz.
El verbo retornar nos propone “entregar algo a quien antes lo tenía”. Acepto con alegría el reto de resarcir a mi ciudad por mis ausencias, de entregarle nuevamente lo que de mi presencia tenía, de retornar a ese torno donde giraba mi vocación, mi familia, los amigos y algunas cosas que lograba hacer.
En su ensayo, “Las Odiseas en la Odisea”, Italo Calvino se pregunta si el viaje de Ulises es de ida o de vuelta, si está buscando su futuro o su pasado, si se trata de una regresión o la realización de una profecía. De Ulises solo tengo la afición a inventar cuentos y algunas mentiras, y el deber, el derecho y el deseo de hacerme las mismas preguntas que plantea Calvino. Los mitos y los cuentos para niños están poblados de esas aventuras justicieras que nos rescatan de una condición miserable al restaurar un orden ideal anterior; así nos acostumbramos a creer que ese futuro a conquistar está garantizado por la persistente memoria de un pasado perdido.
“A los venezolanos, aunque esta idea de un presente perpetuo nos va resultando familiar, nos cuesta digerir que algo pueda estar ‘siempre presente’”
Venezuela ha ido desdibujando, diluyendo, pervirtiendo, mortificando, desesperando su relación con su pasado y su futuro hasta llevarla a los extremos de una apatía paralizante o hacia una furia sin cauce ni sentido. La posibilidad de restaurar, rescatar, reconquistar, ya sólo se manifiesta en esa rabia inoperante o en un aletargado y, a veces dulce, abatimiento.
Hoy escuché a un joven cantar con ritmo de ametralladoras:
Vivo con los recuerdos de un pasado inmejorable,
en este destierro eterno que me hace vulnerable,
por cada lágrima rota, por cada hermano abatido,
ya no me quedo en silencio, ya no perdono ni olvido.
El Eclesiastés nos advierte: “No te preguntes por qué cualquier tiempo pasado fue mejor, pues esa no es pregunta de sabios”. En nuestro caso, no es disparatado hablar de un pasado inmejorable ante un futuro incalumniable, pues para nuestro marasmo político no existe un adjetivo que llegue a ser una calumnia. Este aguerrido joven ni perdona, ni olvida, ni logra hacer mucho más. Luce “desfuturizado”.
Leyendo la poesía de T. S. Eliot encuentro fragmentos que me ayudan a entender el origen y el proceso, los equívocos y los aciertos, el peso y el potencial de esa relación entre un pasado añorado y un porvenir justo y dichoso.
II
Comienzo con un fragmento de“Burnt Norton”, el primer poema de sus Cuatro cuartetos:
El tiempo presente y el tiempo pasado
acaso estén presentes en el tiempo futuro
y al futuro lo contenga el pasado.
Si todo tiempo es un eterno presente
todo tiempo es irredimible.
Lo que pudo haber sido es una abstracción
que continúa siendo una perpetua posibilidad
en un mundo de especulaciones.
Lo que pudo haber sido y lo que ha sido
tienden a un solo fin, que está siempre presente.
Son ecos de pisadas que en nuestra memoria
avanzan por el corredor que no seguimos
y hacia la puerta que nunca llegamos a abrir
Así me siento, varado entre la ida y la vuelta, entre la memoria y el olvido, entre el pasado y el futuro, entre la indignación y la vergüenza, entre lo que ha sido y seguirá siendo sin llegar a ser. Para Eliot todo tiempo es un presente irredimible. Este ominoso adjetivo supone que el tiempo no se puede regenerar, rescatar, eximir, liberar, perdonar o exonerar. La popular frase, “lo que pasó, pasó”, nos asoma a una humilde y única posibilidad: tratar de entender.
A los venezolanos, aunque esta idea de un presente perpetuo nos va resultando familiar, nos cuesta digerir que algo pueda estar “siempre presente”. La supuesta brevedad del presente no parece congeniar con las ínfulas de eternidad del adverbio “siempre”. Sentimos que podemos estar siempre ausentes, pero no presentes siempre.
Los tiempos de la ausencia también son complicados. La opción de iniciar un largo viaje y vivir otra vida en otra parte, está ungida por las estrofas de Konstantinos Kavafis en su poema:
Cuando emprendas tu viaje a Ítaca
Pide que el camino sea largo.
Que muchas sean las mañanas de verano
en que llegues -¡con qué placer y alegría!-
a puertos nunca vistos antes.
Pero, ¡atención! Existe un detalle importante: ese viaje que parte de nuestra ausencia deberá ser el de un largo regreso. No puede consistir en un continuo alejarse de Ítaca, de Venezuela, un distanciamiento cuyas consecuencias están previstas en otro poema de Kavafis:
No hallarás otra tierra ni otro mar.
La ciudad irá en ti siempre. Volverás
a las mismas calles.
Y en los mismos suburbios llegará tu vejez;
en la misma casa encanecerás.
Pues la ciudad es siempre la misma.
Otra no busques -no la hay-
ni caminos ni barco para ti.
La vida que aquí perdiste
la has destruido en toda la tierra.
Con esas opciones y dudas a cuestas avanzamos por ese corredor que nunca asumimos hacia esa puerta que nunca llegamos a abrir.
III
Los siguientes dos fragmentos se encuentran hacia la mitad del segundo poema de los Cuatro cuartetos, “East Coker”, el nombre de la aldea donde vivieron los antepasados de Eliot y donde serían enterradas sus cenizas.
¿Cuál va a ser el valor de lo que por tanto tiempo anhelamos,
de esa calma tan esperada, de la serenidad otoñal
y la sabiduría de la vejez?
¿Nuestros ancestros de voces tranquilas
nos engañaron, o se engañaron a sí mismos,
y nada más nos legaron la receta de un engaño?
La serenidad es solo un deliberado letargo,
y la sabiduría es solo el conocimiento de secretos muertos,
inútiles en las tinieblas donde ellos una vez escudriñaron,
o de las que apartaron los ojos.
No me hablen de la sabiduría de los ancianos,
sino más bien de su locura,
su miedo al miedo y al delirio,
su miedo a ser poseídos, a pertenecer a otro,
o a otros, o a Dios.
La única sabiduría que podemos adquirir
es la sabiduría de la humildad:
la humildad es infinita.
Estas preguntas de Eliot van bien, quizás demasiado, con mis setenta y tantos años. ¿Cuál será el valor de tanta calma y serenidad?, ¿cuáles podrán ser esas recetas para el engaño?, ¿cuál la entrada, el plato principal, el postre? Eliot va pasando de las preguntas a las afirmaciones, y nos propone que nuestra supuesta sabiduría solo abarca secretos muertos, inútiles.
Por cierto, ¿quiénes son nuestros ancestros?, ¿mi padre y mis dos abuelos?, ¿Carlos Raúl Villanueva y Billo?, ¿los dos Rómulos, Betancourt y Gallegos? Bolívar no cuenta, pues no llegó a viejo. Eliot no quiere que le hablen de la sabiduría de estos viejos, sino de sus locuras, de sus miedos al miedo, a ser poseídos, a pertenecer a otro, o a otros, o a Dios. A esta lista sumo otros temores. Cuando examino el sustrato de lo que creo saber, me acerco a los predios de la inconsciencia, y surge la aprensión de toparme con mi inconsistencia. Conocer, saber qué sabemos realmente, es muy complicado. En otro fragmento del poema Eliot nos explica algunas causas del embrollo:
El conocimiento impone un esquema y luego lo falsifica,
pues el esquema es nuevo a cada instante
y cada instante es una nueva y estremecedora
valoración de cuánto hemos sido.
Solo nos desengañamos
de aquello que, engañándonos, ya no podrá hacernos daño.
Nuestros conocimientos ciertamente nos imponen (aunque tendemos a evadir esta exigencia) una valoración de nuestra capacidad y, al mismo tiempo, un esquema, una estructura, un diseño, un dibujo, un patrón, una definición que muy pronto termina siendo una falsificación, una imposición, un peso, un puro lastre, pues el proceso de conocer, y conocernos, varía y se renueva a cada instante.
Un ejemplo evidente de cómo varían los esquemas mentales es el verbo creer. Lo usamos para imponer el pronunciamiento más sublime y definitivo de lo que pretendemos saber: “Creo en Dios todopoderoso, señor del cielo y de la tierra”, pero también lo empleamos en los juicios más resbalosos y acomodaticios. Dice el dicho: Si un caraqueño dice que irá a tu fiesta, significa que quizás vaya. Si dice que cree que irá, significa que no va a ir. Si dice que no podrá ir, significa que no es caraqueño.
Y así llegamos a esa frase que nos libera y al mismo tiempo nos hace sentir culpables: “Solo nos desengañamos de aquello que, engañándonos, ya no podrá hacernos daño”.
Tuve muchas dudas al traducir esta sentencia, pues Eliot utiliza el verbo undeceived,
“nos desengañamos”, que tiene mucho de “nos desilusionamos”, hasta que comprendí cuánto conviene una dosis de desilusión. Es evidente que, para evitar ser engañados hemos dejado de ilusionarnos hasta alcanzar un cinismo en que nada nos asombra ni nos importa. Es algo semejante al refrán “ojos que no ven, corazón que no siente”, solo que al revés, pues el punto de partida es ese corazón que pretende ser insensible.
Cuando Eliot terminó “East Coker” en 1940, tenía cincuentaidós años y podía hablar de los ancianos desde una distancia muy cómoda. Estoy de acuerdo en que la sabiduría más segura es la de la humildad, pero no puedo asegurar que sea infinita. Al contrario, pienso que, en el caso de los ancianos la humildad se sustenta en su evidente y cada vez más palpable finitud. No es casualidad que Eliot inicie su “East Coker” con la frase: “En mi principio está mi fin” y lo cierra invirtiendo la sentencia: “En mi fin está mi principio”. Esta segunda versión es la que me cuadra, pues muchos de mis principios se basan en el poco tiempo que me queda.
Nótese que estoy jugando con el parentesco entre principio y principios, fin y finalidad. ¿Cómo no hacerlo?
IV
En 1920 Eliot publica su poema “Gerontion”. Tiene treintaidós años, veinte menos que cuando publica “East Coker”, y, sin embargo, comienza diciendo: “Aquí estoy, un hombre viejo en un mes seco”. Lo noto más vehemente, más ambicioso, incluso más engreído que el cincuentón de “East Coker”. Este fragmento lo he leído hasta memorizarlo, olvidarlo y volverlo a memorizar.
Después de saber tanto, ¿cómo perdonar?
Ahora piensa,
la historia tiene muchos y mañosos pasadizos,
una urdimbre de corredores y propósitos.
Nos engaña con susurrantes ambiciones,
nos conduce entre vanidades.
Ahora piensa,
ella da cuando estamos distraídos
y lo que nos da, lo ofrece con tan sutiles confusiones
que su entrega hace famélico al insaciable.
Nos da muy tarde aquello en lo que no creemos,
o si aún lo creemos, es solo,
una reconsiderada pasión en la memoria.
Da muy pronto y en débiles manos
lo que pensamos puede ser desechado,
hasta que el rechazo propaga el miedo.
Piensa, ni el miedo ni el coraje nos salvan.
Vicios desnaturalizados son engendrados por nuestro heroísmo.
Las virtudes nos son impuestas por nuestros impúdicos crímenes.
Estas lágrimas caen del árbol de los frutos de la ira
Nótese que antes de contestar la pregunta “¿cómo perdonar?”, Eliot nos exige, nos ordena: “¡Ahora piensa!”, como un maestro de primaria que requiere de toda nuestra alelada y dudosa atención. Es importante estar bien despierto, alerta, pues la historia nos domina con toda clase de tácticas envolventes, de atajos y trampas a nuestro ego.
Y vuelve a insistir por segunda vez: “¡Ahora piensa!”. Sí, hay que estar alerta pues la historia espera a que estemos distraídos para ofrecernos unas confusiones tan sutiles que sus entregas le quitan el hambre al más insaciable. No encuentro una traducción que me satisfaga de that the givingfamishes the craving, quizás la mejor sea la más gástrica, “que sus entremeses indigestan al más glotón”.
Es lo que ahora voy tratando de digerir, la realidad de nuestra historia o la historia de unas irrealidades tan arrolladoras como esos aludes de nieve que se van nutriendo de su propia gravedad. Doy un ejemplo: uno de los más graves problemas de Venezuela era la deshonestidad, ahora es la imposibilidad de ser honesto.
Eliot siempre nos plantea una paradoja después de una afirmación: La historia nos da muy tarde aquello en lo ya que no creemos, o, en lo que, si aún lo creemos, es solo una reconsiderada pasión en el marasmo de nuestra memoria. Y otra variante, quizás más grave: “La historia da muy pronto y en débiles manos lo que pensamos puede ser desechado, hasta que el rechazo propaga el miedo”.
Eliot cierra estos párrafos solemnes con las líneas que más le he leído y tratado de digerir. Comienza con un tercer y definitivo “¡Piensa!”, sin el “ahora”, como si fuera nuestra última oportunidad. Entiendo que ni el miedo ni el coraje pueden salvarnos, pues suelen ser estados efervescentes, irreflexivos. Donde me he quedado varado, atascado, es revisando mis vicios y virtudes.
Algo sé de algún vicio, pasajero, que ni debo ni puedo suponerlo natural, pero, ¿cuándo he sido heroico? Algunas virtudes he tenido, pero, ¿cuál de mis crímenes ha sido impúdico y merecer ese adjetivo tan sórdido y libidinoso?
No hay que personalizar ni “persoanalizar” ni “persoanalisiarnos” (no sé si estos juegos de letras son parte de un proceso creativo o destructivo). La idea no es fustigarnos. Eliot se refiere a la humanidad de su tiempo, una época a la que debo sumar los cien años de vicios y heroísmos, virtudes y crímenes entre 1920 y el 2023, incluyendo, por supuesto, la extraordinaria cuota en pleno desarrollo que estamos aportando los venezolanos.
La imagen más persistente será la de ese árbol iracundo. Tampoco he encontrado una traducción que me satisfaga de these tears are shaken from the wrath-bearing tree. Entre las primeras canciones que aprendí de niño está la estrofa “el árbol da sombra como el cielo fe”. Por años creí que existía un “cielofé”, una especie de cielo raso (insisto en las movedizas implicaciones de “creer”). Puede ser que yo era un niño escéptico al que ya entonces le costaba conciliar las bondades del cielo con la terquedad de la fe. Ahora soy, para volver al inicio del poema, ese viejo en un mes seco (justo entre marzo y abril) esperando a que llueva. No es casualidad que mi poema favorito de Eliot se titule “Gerontion”, así llamaban los griegos a los viejitos. ¿Recuerdan el refrán sobre los ojos y el corazón? Hacia el final de “Gerontion” Eliot se atreve a presumir de haber perdido su pasión, su visión, olfato, oído, gusto y tacto. Típicas vanidades de treintañero.