A Don Arturo Álvarez De Armas
La humilde familia del sector caraqueño de Lídice, parroquia La Pastora, solo atinó a señalar que un hombre moreno con una cicatriz en la cara vino a buscarlo. Se marcharon junto con otros, sin decir hacia dónde, en un Volkswagen beis. Era la noche del 29 de diciembre de 1968. La semana anterior el país vivió en tensión debido al angustiante conteo de votos que finalmente consagró la alternabilidad de la naciente democracia al dar como vencedor a Rafael Caldera. Por primera vez en la historia de Venezuela se produjo un cambio de poder sin traumas.
No obstante, la prensa de la época reveló que la violencia no era potestad exclusiva de la izquierda radical, todavía empeñada en la guerra de guerrillas. El mismo candidato ganador denunció el saboteo en sus concentraciones cometido por «milicias armadas» de Acción Democrática, el partido de gobierno. La revista Élite de la Cadena Capriles -declaradamente enemiga de aquella organización política- se hacía eco de las acusaciones. Por otra parte, la delincuencia común sumaba crímenes al inventario: «un saldo doloroso» de «sangre sobre Venezuela» consagraba en su titular José Emilio Castellanos en la edición del 4 de enero de 1969 del mismo magazín.
En el asiento de atrás del pequeño automóvil, embutido entre dos camaradas, repasaba su historial. Se había adscrito a un comando del Partido de la Revolución Venezolana-Fuerzas Armadas de Liberación Nacional (PRV-FALN) y se inmiscuyó en acciones tendientes a obstaculizar el proceso electoral. Ya conocía el encierro: estuvo casi un año detenido en el Edificio Las Brisas, de Los Chaguaramos. A principios de noviembre de 1968 fue nuevamente apresado por la DIGEPOL y sometido, durante diez días, a interrogatorios.
En los comandos siempre se sabía quién hablaba y quién no. Noticias llegaron que, al aplicarle los métodos usuales, él dio nombres de varios comprometidos. La policía hizo redadas y allanamientos, capturó varios cuadros, frustró planes y operaciones. A los compañeros que fueron a buscarlo a la casa donde vivía con su mujer, Ángela, y sus pequeños hijos Katiuska (dos años) y Miguelito (cuatro meses), el combatiente dijo una y otra vez que no era cierto, que no delató a nadie, que no era un soplón. Como Milko, Carmelo, Teno, Luisito, Carlos González… como tantos otros. “Ustedes creen que si me hubieran dado diez mil dólares como a Fradique, yo estuviera viviendo ahí”. Juró por sus hijos, por sus convicciones. Juró mil veces que él no se había quebrado.
Al pasar a un costado de la efigie de María Lionza y divisar el Jardín Botánico, el rostro se le agrió aún más, sus ojos se hicieron pesados, los músculos rígidos. Pensó en Ángela y en los niños. Sus argumentos no convencieron al comando. El grupo de hombres se dirigió a la Ciudad Universitaria. En las cercanías de la cancha de tenis se inició el juicio. Tres disparos en la espalda y uno en la nuca. La justicia revolucionaria cumplió. Detrás de los laboratorios de Bioanálisis, frente al estadio de fútbol, fue hallado el cadáver. Cierta mitología urbana cuenta que fue enterrado en la llamada “tierra de nadie” o en las inmediaciones de los estadios. Aún es fantasma rondando La casa que vence la sombra.
Las autoridades hicieron investigaciones, pero poco a poco el hecho se fue diluyendo en el fragor de aquellos días. En las noticias se colaban nombres de estudiantes y profesores de la Escuela de Letras. Nada más. Una larga lista de acciones desmedidas, contraproducentes, torpes, erróneas y dramáticas marcaron también la lucha revolucionaria de la izquierda venezolana de los sesenta. Junto a la nobleza y la entrega, también la inhumanidad.
Del asalto al tren de El Encanto al asesinato de Julio Iribarren Borges; del fusilamiento de guerrilleros en la sierra de Falcón al acribillamiento de Nicolás Beltrán, en oriente; de prácticas como «un policía diario» a la utilización de jóvenes inexpertos en el incendio del depósito de la Columbia Pictures en el Edificio Polar. Actos sensacionalistas que progresivamente perdieron su efectividad y provocaron rechazo en la opinión pública. Radicalismo burdo, violencia por violencia, grosería de palabra y actuación. Este también es parte del legado de aquella izquierda sin enmienda.
Se llamaba Miguel Alfredo Sosa Borregales.Tenía veintidós años.
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*Nota del autor: Este texto se basa en el trabajo del mismo título publicado por Raymundo Valecillos en la revista Élite N° 2.259, del 11 de enero de 1969, pp. 57-59. Que sirva, asimismo, de reconocimiento al autor por recoger estos hechos.