En la aldea
09 febrero 2025

El patriotismo obsoleto

“Con el camuflaje de la paz y el amor, la muerte queda para los radicales o extremistas. Preferible enfrentar los cocodrilos de la selva del Darién, una puñalada xenófoba en Ecuador, un almuerzo envenenado en el Perú o la incineración en la frontera de México con EE.UU. Un amplio menú para escoger. La nación invertebrada no quiere saber de patriotas, apestan. Lo que se quiere es paz, reconciliación, perdón, normalidad”.

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Ezio Serrano Páez | 08 mayo 2023

En la Venezuela feroz de estos tiempos, ya nos vamos acostumbrando a las tormentas morales provocadas por la muerte de tal o cual personaje. Unos celebran el deceso con retador desparpajo, otros amenazan criminalizando la celebración. ¡No se celebra la muerte de nadie! Exclaman quienes exhiben pudor y racionalidad. La muerte colocada en el centro de la diatriba política anuncia una nación invertebrada.

Wilhelm Dilthey nos ofrece una acotación luminosa: “… la limitación de nuestra existencia por la muerte es siempre decisiva para nuestro modo de comprender y valorar la vida”1.

De acuerdo con lo anterior, podemos vivir racionalmente a conciencia de que la muerte siempre nos acompaña para condicionar lo que haremos con el tiempo de vida. Nada de ciclos obligatorios y necesarios. Tampoco hay un programa vital a cumplir, una predestinación. La muerte simplemente se produce como una cesación de la vida.

“En el caso venezolano, la necrofilia militante y el moralismo pacifista se complementan para consagrar el dominio político de los luctuosos. (…) el odio sembrado es una autopista con rutas de ida y vuelta”

La racionalidad (sobre todo la científica), despoja la muerte de misterios, la naturaliza, pero le resta propósitos a la vida, la desencanta. En un mundo secularizado, vivir por vivir puede ser una opción tan respetable como ponerle fin a una mala vida. Esta perspectiva pone al desnudo dos severos problemas imbricados. a) La existencia de la libertad subjetiva como valor de alta estima en la existencia moderna; y b) La intrascendencia de la muerte derivada de la secularización.

La libertad subjetiva nos impulsa a “hacer con nuestras vidas lo que nos plazca” antes que la muerte nos robe la iniciativa marcando la hora final. La secularización rompe con el romanticismo decimonónico que motivaba morir por los sentimientos, aunque se focalicen en cosas abstractas como la patria. Uno puede verse tentado a culpar a Nietzsche y su oferta racionalista del superhombre para sustituir a Dios: el fulano superhombre devino en un neurótico en permanente crisis al no encontrar qué hacer con su vida. La secularización de la muerte nos compele a buscarle sentido a la vida, lo que en el fondo puede significar algo por qué morir.

Algunos encuentran sentido a su existencia colmándola con un espíritu tanático, relictos del romanticismo. Otros la asumen aguijoneados por Eros bajo el síndrome Caballo Viejo, debido a que “después de esta vida no hay otra oportunidad”. Eros y Tánatos, dos vertientes para el mismo callejón sin salida. En el escenario político venezolano, esto podría explicar dos vertientes en torno a la muerte:

a.La necrofilia militante: Derivada de algunas corrientes políticas que aprueban morir por la causa. Quienes alguna vez militamos en la extrema izquierda podemos dar fe de la importancia atribuida a los muertos y lo provechosos que resultan para estimular la lucha revolucionaria. A Ernesto Guevara (El Ché), se le atribuye una frase que permite ilustrar ese componente mortuorio: “Donde quiera que la muerte nos sorprenda, bienvenida sea siempre que nuestro grito de guerra haya sido escuchado”. Afiebrados por el ícono revolucionario solíamos citar de memoria otra frase de contenido necrótico: “Somos de una rara especie de hombres, dispuestos a arriesgar el pellejo para demostrar nuestras verdades” (ídem).

Demasiado tarde descubrimos una respuesta seria a tales delirios necrofílicos. Un tal Oscar Wilde, mucho más realista y adusto, a finales del siglo XIX ya había advertido: “Que un hombre muera por una causa no significa nada en cuanto al valor de ésta”. Pero la libertad subjetiva abre las compuertas al sentimiento como moneda de libre cambio. Llegado el momento, convencer puede subordinarse al conmover y nada más conmovedor que la muerte.

De esta manera los necrofílicos hacen su vendimia haciendo que la razón resulte inútil frente al despliegue de sentimientos. La necrofilia política tiene un anchuroso campo en Latinoamérica. Y no puede ser de otro modo en países originados en el genocidio europeo contra los indígenas, punto de partida luctuoso del victimismo latinoamericano. Y debe ser así en un continente culebrero, campeones en la exportación del género telenovelesco, con una historia que se regodea en el martirologio. Pero, ¿es suficiente la historia para explicar nuestra propensión a la muerte y el martirio?

En lo absoluto. Detrás de los mártires y la perspectiva necrofílica hay un elemento combustible que moviliza mucho más que cualquier ideología. Para decirlo desde el pensamiento de un mártir: “Sólo hay una cosa más grande que el amor a la libertad, el odio a quien te la quita” (El Ché). Hacer política con el apoyo de la muerte se reduce a ubicar al enemigo que “nos arrebató” tal o cual cosa. Una vez identificado, sobre éste se vuelca la caravana de sentimientos (de odio), legítimo para la cultura del victimismo.

b.El moralismo pacifista: Se ubica en el otro extremo, enmarcado en las corrientes racionales y progresistas que privilegian la vida por encima de cualquier otro valor político. Ningún propósito por altruista que sea debe primar sobre el derecho a la vida. En el marco de una tiranía sanguinaria, lo anterior es igual a: “más vale cobarde vivo que héroe muerto”. O como se decía en la Alemania del Muro: “antes rojo que muerto”. Lo cual es perfectamente respetable pues, como se sabe, “donde hay poca justicia es peligroso tener razón” (Francisco de Quevedo).

En el caso venezolano, la necrofilia militante y el moralismo pacifista se complementan para consagrar el dominio político de los luctuosos. Y esto ocurre porque los necróticos hacen un gran “descubrimiento”: el odio sembrado es una autopista con rutas de ida y vuelta. Por lo tanto, podrían verse salpicados por ese torvo sentimiento en formato venganza. Hecho el descubrimiento, se debe reivindicar el amor que todo lo sana. La paz, la reconciliación y la ansiada normalización institucional (¿?). Los del pacifismo moralista alimentan una falacia: se puede recuperar la paz, el amor y llegar al perdón sin derrotar a los necrófilos; es decir, sin que haya justicia y nos domine el olvido.

Con el camuflaje de la paz y el amor, la muerte queda para los radicales o extremistas, anacrónicos, aguafiestas con olor a naftalina. La libertad subjetiva y el pensamiento más progresista no lo recomienda: quien pretenda morir por la patria, por la libertad, por la justicia, es un delirante que en realidad morirá por pendejo. No hay trascendencia al morir por tales causas. Preferible enfrentar los cocodrilos de la selva del Darién, una puñalada xenófoba en Ecuador, un almuerzo envenenado en el Perú o la incineración en la frontera de México con EE.UU. Un amplio menú para escoger. La nación invertebrada no quiere saber de patriotas, apestan. Lo que se quiere es paz, reconciliación, perdón, normalidad.

El relato político que ha llevado a la Venezuela desarticulada y empobrecida de estos tiempos se monta sobre una curiosa paradoja: los necrofílicos imponen su doctrina con muertos prestados a la guerrilla de los ‘60 y ‘70. Lo que fue un país jactancioso por su modernidad, ahora es dominado con un relato político cuyo núcleo es necrofílico. Y está constituido por un difunto que aún vive mientras, por diversas razones, miles de venezolanos mueren. Nada más patéticamente romántico.


(1)W. Dilthey. Vida y Poesía. México, FCE, 1953, p.161.

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La opinión emitida en este espacio refleja únicamente la de su autor y no compromete la línea editorial de La Gran Aldea.
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