Como el amor en la vieja canción, el ridículo murió de tanto usarlo. Se hizo tan corriente, tan habitual, tan normal que terminó por sucumbir. Hacer el ridículo dejó de ser un modo de llamar la atención, y también dejó de ser una sanción social. Y es una lástima pues durante mucho tiempo aquella manifestación provocó hilaridad y fue una razón para liberarse de la tensión producida por la seriedad. También, el miedo a “quedar” en ridículo sirvió como medida para orientar la certeza de nuestras acciones y en muchas ocasiones fue el gran protector de nuestra propia estima.
Para la sociología clásica el difunto en cuestión operaba como mecanismo de control social informal. Vivía atrincherado en las costumbres, en los usos y la moralidad predominantes. Desde estos parajes de la cultura, se abalanzaba sobre los egos, protagonistas del ridículo. Mecanismo de represión, diría Sigmund Freud, utilizado con impiedad por el superyó. Eran tiempos en los cuales, a mayor ambición, seriedad, solemnidad, exposición y formalidad, mayores serían las consecuencias de hacerlo. Vladímir Putin y muchos líderes de estos tiempos, olvidaron la conseja de Napoleón: sólo hay un paso entre lo sublime y lo ridículo.
Todo parece indicar que existió una relación inversamente proporcional entre el sentido del humor y el sentido del ridículo. Para decirlo con Juan Nuño, “quien vive obsesionado con la idea del ridículo, difícilmente podrá burlarse de sí mismo”1, y es ésta una condición necesaria para el despliegue humorista. El miedo al ridículo, como todo miedo, paraliza. Lo cual es una muestra del tremendo influjo del escrutinio público sobre el sujeto y su actuación singular. Los desinhibidos de hoy se liberaron de ese verdugo pertinaz.
Con lo anterior ya se puede reconocer la labor profiláctica del ilustre fallecido: nos advertía acerca de los malos comediantes, los pésimos actores, los políticos mal hablados, en fin, de todo estafador parlante y de todo mercader de la palabra. El sentido del ridículo marcaba una línea divisoria entre lo tolerable y lo intolerable. En modo represor, nos retaba en la búsqueda de argumentos que protegieran nuestra estima de la temible sanción que el ridículo representaba.
Que ya no exista la odiosa represión protagonizada por aquel agente de control social, debería ser motivo de celebración, pero no. El mundo no luce mejor tras aquella muerte. Y es que con su deceso también fallece su hermano gemelo, lo cursi. Paradigmas de la estética, modales, refinamiento, lo propio de las épocas, lo delicado expresado en la poesía y la apreciación artística. El Cronos de la acción se debilita frente a lo anacrónico. Lo cursi es arrasado por la liberación de los sentimientos y la impostura del todo vale. Ahora el ridículo resulta infuncional. Ya no hay hilaridad frente a lo cursi, domina la emoción aprobatoria de toda baratija surgida del “más puro sentimiento”.
Pero si admitimos que la muerte del ridículo sobreviene de tanto usarlo, (causa inmediata), se nos abre otra interrogante que podría indicar la actuación de factores coadyuvantes en aquel deceso: ¿Por qué sobre exponerse, al punto de eliminarlo como barrera de auto contención y medio de control social? Las experticias forenses apuntan al ejercicio de la libertad subjetiva, lo cual favorece prescindir de la razón para conectar al sujeto singular con la pluralidad social.
Leyes, normas de convivencia, las costumbres, la moralidad y demás aspectos articulados por la cultura, se han visto sacudidos por las emociones que provocan y que son exhibidas sin piedad alguna, en desafío a toda formalidad racional. La propagación de la emocionalidad no parece tener limitaciones, pero alcanza niveles de paroxismo en las redes sociales. En la hidra del siglo XXI, lo que antes pudo ser ridículo y cursi, hoy es sobreestimado como un asunto de libre percepción. El sujeto singular, su emocionalidad, e instintos, se convierten en el combustible que dinamiza lo que pudo ser la famosa aldea global profetizada por Marshall McLuhan.
Pero en las redes hay mucho más. La información vale tanto como la desinformación, la verdad tanto como la posverdad o la mentira. Todo reducido al manido tema de los sentimientos y la percepción. Las redes explayan su influjo sobre una curiosa paradoja: nunca como ahora el sujeto se había expuesto en una vitrina universal pública, para luego quedar confinado en el intimismo de sus sentimientos y pasiones, a solas con el teclado. ¿Cómo no va a morir el ridículo y lo cursi en un contexto que disuelve las barreras de lo público en lo privado y viceversa? Más que privado, se expone lo íntimo, prácticamente sin censura.
Pero, ¿qué de malo puede haber en la exhibición de nuestras miserias, devociones, emociones y perversiones, acicateados por nuestros arrebatos sentimentales?, ¿qué problema hay con hacer público lo privado y reclamar “empatía” para con nuestro furor sentimental? Pues resulta que los sentimientos son intransferibles, como los anillos que bordean la pupila de cada ojo y que son usados para la identificación biométrica. Por lo tanto, el “fenómeno” sentimental no puede traspasar la esfera del yo, no puede fundar un saber generalizable. De allí su distanciamiento de la razón, empeñada en un logos y en los conceptos generales.
La psicología y el psicologismo entran en escena para evaluar ya no la realidad, sino cómo la perciben los sujetos. Las propias prácticas científicas quedan atrapadas en los dilemas de la percepción y autopercepción. Los contextos, cuando son tomados en cuenta, son denunciados por su condición opresora. He allí la ideología posmoderna y su empeño en relativizarlo todo bajo el pretexto de la libre interpretación con base en la percepción del sujeto. En definitiva, “es mucho más sencillo decir lo que uno siente que examinar rigurosamente la evidencia”2.
La muerte del ridículo y lo cursi no pueden ser motivo de celebración. Por el contrario, detrás de ese suceso se puede observar el avance de las ideologías negadoras de la posibilidad de hallar el conocimiento fiable, generalizable, con fundamento empírico, adquirido con la formalidad de un método. La explosión sentimental de nuestros tiempos, animando toda clase de movimientos victimistas, implica un trasfondo disolutivo de las bases culturales de Occidente, incluyendo el pensamiento científico.
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(1)J. Nuño. Escuchar con los ojos. Caracas, Monte Ávila, 1993, p. 72.
(2)Helen Pluckrose. Letras Libres. Cómo los “intelectuales” franceses arruinaron Occidente. 2019.