La Constitución actual, al igual que la anterior, sólo exige como condiciones para ser presidente de la República la nacionalidad venezolana por nacimiento y no tener ninguna otra, mayor de treinta años, de estado seglar y no estar sometido a condena mediante sentencia definitivamente firme.
No parecen suficientes tales requisitos. Sin embargo, es comprensible que la Carta Magna no exija otros, ni siquiera saber leer y escribir (¡!). Esta última condición parecería obvia y creo que ninguna otra de nuestras numerosas Constituciones la exigió. Se ha dicho que si la hubieran incorporado al texto constitucional tal vez podría haber sido calificada de discriminatoria.
En todo caso, como decía al inicio del párrafo anterior, hay condiciones que, aunque no las exija la Constitución, resultan indispensables, al igual que saber leer y escribir. Se requieren, por supuesto, capacidad, inteligencia, sabiduría y conocimientos profundos sobre Venezuela y el mundo, así como facultades fundamentales para gerenciar y dirigir equipos humanos.
Pero estos últimos atributos toca ponderarlos a los electores a la hora de votar por su candidato. No voy a caer en la ridiculez del lenguaje de género, poniendo una “a” innecesaria. Se supone que al sufragar lo hacemos por el mejor, de acuerdo con nuestra particular opinión. Esto no siempre es así, pues hay lealtades partidistas -hoy en franco desuso-, simpatías personales o atracción por el carisma o por el discurso del abanderado, lo cual no siempre es positivo en estos tiempos de populismo y demagogia cuando algunos candidatos prefieren decir lo que la gente quiere escuchar y callan lo que en realidad piensan hacer si son electos, experiencia que ha sido trágica casi siempre.
Los venezolanos tenemos ya 76 años votando para elegir directamente al presidente de la República, parlamentarios nacionales, regionales y municipales, incluyendo, desde hace tres décadas y media, a gobernadores y alcaldes. Tal vez sea un período no muy largo en términos históricos, si se lo compara con otras naciones con una sólida tradición de sufragio popular, aunque, en verdad, esta última institución sea en cierto modo relativamente reciente, al igual que la misma democracia representativa.
Durante el siglo XIX Venezuela fue una nación de “generales presidentes”, según la atinada expresión de Rómulo Betancourt. La mayoría de ellos llegó al poder por la vía de las montoneras armadas y una vez allí se hacían “elegir” a su manera. Después del general Juan Vicente Gómez, quien derrocó en 1908 a su compadre, el también general Cipriano Castro, el andinismo militarista escogió, en sana paz y por “derecho de sucesión”, a los generales Eleazar López Contreras y luego al general Isaías Medina Angarita. Derrocado este último por los oficiales jóvenes -la mayoría andinos, por cierto- en connivencia con Betancourt y su grupo, finalmente fue en 1947 cuando se inició la elección popular, universal y directa del presidente y demás representantes populares.
Desde entonces -con la interrupción que significó la llamada “década militar”, iniciada a partir del golpe de Estado contra Rómulo Gallegos y que terminó en 1958 con la caída del general Marcos Pérez Jiménez-, fueron electos siete presidentes civiles, dos de ellos, Carlos Andrés Pérez y Rafael Caldera, reelectos, y últimamente un militar golpista, con el que se inició este desastre que sufrimos desde hace ya 24 años, y luego el sucesor que él mismo designó antes de morir, quien ha empeorado todo. La verdad es que a pesar del “dudoso catálogo de presidentes de Venezuela”, según la afirmación de Arturo Uslar Pietri en 1999, los de mejor desempeño han sido los civiles electos desde 1947, exceptuando por supuesto al teniente coronel Hugo Chávez, y a Nicolás Maduro, como nos consta a la mayoría.
De modo que, independientemente de los escuetos requisitos que exige la Constitución para ser presidente de Venezuela, los electores sí tenemos derecho a ser más exigentes frente a los candidatos que se presenten porque está muy claro que cualquiera no puede serlo, como lo ha demostrado la historia aquí y en cualquier parte.
En condiciones normales, el ejercicio de la presidencia de una nación exige aptitudes excepcionales a quien la ejerza, no sólo en materia de carácter y coraje, sino también en cuanto a la formación de estadista que lleva implícita consigo, así como la sabiduría, la experiencia, la habilidad y la capacidad para entender el momento histórico y las aspiraciones de los ciudadanos.
Pero en un país como la Venezuela de hoy, sumido en una crisis de proporciones colosales en todos los aspectos, el ejercicio de la presidencia requiere muchas más aptitudes que las que exigiría si viviéramos en tiempos normales. Exige que el próximo presidente sea un verdadero líder y no un demagogo populista e irresponsable, tan del gusto de ciertos venezolanos a quienes “los árboles no les permiten ver el bosque”, como ya ha ocurrido, particularmente desde 1998.
El mayor reto del próximo presidente de Venezuela es nada menos que encabezar la transición hacia la democracia y el progreso, desafío extraordinario que requerirá el mayor consenso posible, ya no sólo de la mayoría que lo elegirá, sino también de sectores que entonces no lo apoyarán y que, incluso, lo adversarán. Se trata de un compromiso que cualquiera no está en capacidad de cumplir, y de eso debemos estar convencidos tanto el elegido en 2024 como los que lo apoyaremos. En este sentido, resulta claro que la primera tarea de la transición es promover la unidad nacional, lo cual requiere un ejercicio de tolerancia y amplitud, pero con firmeza y carácter, ajenos a la impunidad y la cobardía.
No es fácil combinar tales elementos, pero un presidente centrado, con vocación de estadista y negado a los extremos políticos e ideológicos, puede cumplir tan difícil faena. Cualquiera no puede ser presidente de Venezuela, y menos en los cruciales tiempos que se avecinan. Por eso mismo, el voto en las primarias del 22 de octubre próximo no puede agotarse en lo simplemente emotivo y menos como producto de un fanatismo absurdo y estúpido, sino que requiere racionalidad y realismo.
Las elecciones presidenciales de 2024 constituyen una encrucijada histórica y sus consecuencias serán definitivas por algún tiempo para nuestro país, pues representan, sin duda alguna, una oportunidad única de salir de esta etapa de ruina y destrucción y colocar a Venezuela otra vez en la senda del desarrollo, el progreso y la paz. Volveremos sobre el tema.