Uno de los hechos más controvertidos en la vida de José Antonio Páez es su participación en los episodios conocidos con el nombre de La Cosiata, que condujeron a que Venezuela se separara de Colombia. La posteridad, especialmente los representantes de ella que han militado en la iglesia bolivariana, por su papel en los acontecimientos lo han llamado traidor a la causa continental del Libertador y animador de hechos minúsculos que apenas se deben recordar. ¿Por qué no visitar a Páez para hablar de lo que sucedió entonces?, ¿por qué no meternos, con su orientación, en una historia que merece revisión para no seguir repitiendo tonterías?
Como los lectores conocen, o deben conocer lo fundamental de la vida del entrevistado, héroe de la Independencia, lancero legendario, primer presidente después de la secesión y figura estelar de la política hasta la segunda mitad del siglo XIX, nos ahorraremos su biografía. Los prólogos sobran cuando se trata de un asunto incomprendido a través del tiempo, sobre el cual puede arrojar luz su protagonista estelar.
-General, le pedí audiencia para hablar de La Cosiata, uno de los hechos esenciales para su ascenso como controlador de la política venezolana después de la Independencia. ¿Contó usted entonces con el apoyo de la sociedad venezolana cuando era Jefe Militar del Departamento de Venezuela, designado por Bolívar y por Santander desde Bogotá?
-Al contrario, la mayoría de los políticos no me querían, casi todos estaban en mi contra debido a que me consideraban como representante de un militarismo descarado y vulgar. Me atacaban en los periódicos, en las sesiones de la municipalidad y en las tertulias que entonces comenzaban a multiplicarse. Solo encontraba tranquilidad y confianza en los cuarteles, rodeado de mis soldados.
-¿Puede recordar algunos casos?
-En 1824, El Argos, un semanario muy combativo, inició una campaña para divulgar los abusos que yo cometía, y para asegurar que irrespetaba la autoridad del Intendente del Departamento, general Juan Escalona. En el mismo año corrieron murmuraciones porque yo utilizaba a los soldados para la construcción de caminos cercanos a mis propiedades, lo cual era falso. También desde entonces aseguraron en los corrillos, y en algunos pasquines, que cometía todo tipo de abusos en galleras y en garitos junto con el general Mariño, sin respeto de la normativa civil. Todo eso se ventilaba en las páginas de El Fanal. El alcalde segundo de Puerto Cabello, Vicente Michelena, inició una querella para fulminarme en los tribunales debido a que, según su punto de vista, le irrespeté en una reunión pública. Se formó un escándalo que los periódicos detallaban y alargaban, como si no hubiese cosas importantes para entretener a los lectores. No solo me atacaban a mí, sino también a mis subalternos más conocidos, y en ocasiones les gritaban en la calle. Bolívar se enteró de esta situación con Michelena, por cierto, y escribió desde Lima para decir que era una bagatela.
-¿No empezó todo con una comentada conspiración de Petare, ocurrida en 1824?
-Cierto. Se descubrió entonces un plan de alzamiento contra la República y para el retorno de la monarquía, que fue magnificado por el síndico del Cabildo y por varios escritores. Como no me pareció un asunto de gravedad lo arreglé en mi despacho sin tomar medidas drásticas, pero también sin consultar con los jueces ni hablar con representantes del municipio ni con el Intendente Escalona, para que se me acusara de despotismo. Desinflé un globo con mi propio alfiler, sin perder tiempo en deliberaciones, y aquello les pareció desproporcionado y despótico. Desde entonces se impuso una atmósfera enrarecida contra el ejercicio de mis funciones en el Departamento. Querían expulsarme del gobierno, querían cambiarme por un empleado débil y manejable.
-Y usted les brindó ocasión con la recluta de diciembre de 1825.
-Ordené la recluta en Caracas, siguiendo órdenes de Bogotá, y nadie se presentó. Nadie quiere decir nadie. Ante la clamorosa desobediencia ordené una leva a la fuerza, que se llevó a cabo el 6 de enero de 1826 para que se desataran las furias. Es entonces cuando el Intendente Escalona escribe al ministro del Interior hablando de abusos que yo había cometido contra la población indefensa. Inmediatamente después, el Cabildo de Caracas redacta un texto lleno de exageraciones y lo dirige a la Cámara del Senado, para que me meta en cintura. Así quedaba yo solo y sin auxilio ante unos enemigos que llevaban tiempo buscando mi eliminación.
-Pero las cosas dieron un vuelco sorprendente. ¿No le parece?
-Del antagonismo se pasó a la solidaridad más dura y seria, mis adversarios se volvieron partidarios incondicionales. El ministerio colombiano ordenó mi despido, para que se encargara el general Escalona del mando militar; y la Cámara del Senado, instigada por el general Santander, ordenó mi presencia en Bogotá para iniciarme juicio público. Entregué el mando sin chistar y anuncié que viajaría en breve a la lejana capital, sintiendo que la masa no estaba para bollos bogotanos. Así fue, pero me parece que la mudanza de opinión no fue tan sorprendente, la verdad sea dicha.
-Hable para el futuro, general Páez, sobre ese vuelco que para usted tiene explicación.
-Los ciudadanos más destacados de Caracas y de otras ciudades venezolanas, los propietarios que pretendían levantar sus heredades después de la guerra, muchos jóvenes que no encontraban trabajo y centenares de voceros anónimos manifestaban en cualquier ocasión su malestar por la unión colombiana. Muchos se consideraban ciudadanos de segunda porque los que tenían la sartén por el mango residían en Bogotá. Reinaba incomodidad porque las decisiones más importantes se tomaban en la lejanía, sin consultar a los habitantes de la “antigua Venezuela”, una denominación que se puso de moda. Las críticas a la administración del vicepresidente Santander comenzaron a aparecer en los semanarios y en papeles sueltos, para hacerse cada vez más comunes y contundentes. Figuras importantes llamaban la atención sobre cómo la unión colombiana había sido inconsulta, o porque apenas contaba con el voto relativo de los venezolanos. Hasta las maneras de hablar sembraban ronchas, las expresiones de los hablantes venidos de las remotas serranías se juzgaban como lejanas y extrañas, dichas por individuos divorciados de un mundo legitimado por trescientos años de antigüedad. Se pregonaban las virtudes guerreras de los nuestros, mientras se machacaba sobre la cobardía de los otros. Así sucedía a diario, pero no era solo una vivencia venezolana. Los reinosos tampoco nos querían, y se solazaban en la crítica de los defectos venezolanos. Una pelea a muerte entre dos comunidades y entre dos entendimientos de la vida, en suma, con el agregado de hechos concretos muy célebres que le echaron más leña a la candela.
-¿Puede recordar algunos de esos hechos concretos y célebres?
-Dos pueden bastar. Primero, el fusilamiento del coronel Leonardo Infante, nacido en nuestros llanos de Chaguaramal y soldado de extracción popular que fue famoso por su valentía, condecorado con la Orden de Libertadores. Lo llevaron al paredón en Bogotá después de un juicio por asesinato que levantó sospechas de parcialidad. Para colmos, el vicepresidente Santander, de gran uniforme, estuvo presente en el acto de la ejecución y arengó a los fusileros. No olvido la fecha de ese pavoroso suceso que causó consternación en Venezuela: 26 de marzo de 1825. Segundo: la suspensión de empleo de que fue víctima el distinguido abogado valenciano Miguel Peña porque se negó a suscribir la sentencia de Infante. Peña era miembro del tribunal y encontró fallos que le impedían firmar el documento de condena. Pero no solo le suspendieron el empleo, sino que, además, lo acusaron después falsamente de escamotear unos dineros públicos. Hechos como estos produjeron reacciones de rechazo cada vez más evidentes.
-Y la incomodidad creció cuando usted fue echado de su cargo y conminado a defenderse ante los senadores en la capital de la República.
-Así fue. La municipalidad de Valencia, después de ver rodeado su salón de sesiones por miles de manifestantes, desconoció las decisiones tomadas en Bogotá y me otorgó el cargo de Jefe Civil y Militar de Venezuela. Los valencianos me sacaron en hombros de la casa consistorial y comunicaron su determinación al Concejo Municipal de Caracas, para que tomara posición frente a los eventos. Aquello fue realmente impresionante porque los concejales de Caracas, que antes me habían criticado a mansalva y habían pedido al senado que me juzgara por los episodios de la recluta, estuvieron de acuerdo con la decisión de sus colegas valencianos y publicaron un entusiasta documento en el cual me daban la bienvenida como la más alta autoridad del departamento de Venezuela. Cuando regresé a la capital me distinguieron con una corona de laurel, y pidieron al resto de las municipalidades que se sumaran a la causa.
-¿Y todo esto no es comparable con una maroma sin red de protección, no se puede considerar como una burla grosera de la institucionalidad y de la convivencia republicana que se estaba creando?
-Esa convivencia era incómoda para los políticos, los militares, los propietarios y los intelectuales venezolanos de entonces, que encontraron una oportunidad de oro para librarse del yugo colombiano. Mi suspensión fue el pretexto que necesitaban para forzar una solución sin retorno, para graduarse de políticos hechos y derechos. La política no depende de la lógica, ni de lo que se pueda considerar como lealtad hacia determinado establecimiento, sobre todo si ese establecimiento no conduce a la felicidad, sino de aprovechar las oportunidades que escasean. Para ser una maniobra de inexpertos salió perfecta, porque apenas estábamos estrenándonos como republicanos e iniciamos una ruta que no llegó a la violencia. Fíjese usted que ni siquiera Bolívar se atrevió a condenar a La Cosiata en público cuando regresó a Caracas, en pleno auge de los sucesos, y no fue un hombre que se caracterizó por ser maromero.
-¿Quiere usted insinuar que Bolívar bendijo a los cosiateros?
-Solo puedo afirmar sin titubeos que no nos excomulgó, como hicieron y han hecho muchos políticos y muchos historiadores del futuro que no ven más allá de sus narices.
Impresionado por una aseveración tan veraz, me retiré sin preguntarle al general por el origen de la palabra cosiata. Será en otra oportunidad.