A diario, en cualquier rincón del hospital, el médico es testigo de acontecimientos extremos que, de tanto vivirlos, se convierten en rutinarios. Momentos que van de la tragedia a la esperanza -y de la esperanza a la tragedia- en un parpadeo. Son eventos que llegan a normalizarse: nos acostumbramos a tener una actitud de firmeza ante lo que ocurre. Un accidente automovilístico, un parto, un herido en un tiroteo… Nuestro trabajo es estar ahí para brindar soluciones. Y hacerlo, pese a las precariedades del sistema de salud, es un verdadero reto.
Soy médico cirujano. En marzo de 2020, recién había egresado de la Universidad de Los Andes (ULA), de Mérida. En ese entonces tenía 27 años. Debía cumplir con el artículo 8, una pasantía rural que es un requisito legal para el ejercicio de la medicina en Venezuela y debe hacerse en un hospital central. Me pareció que era una oportunidad para volver a mi tierra, luego de ocho años viviendo en Mérida, así que me decidí por La Grita, un pueblo del estado Táchira, cuyo hospital ofrecía vacantes para médicos que se estaban graduando, como yo.
Y allí estaba la mañana del 23 de septiembre de 2020, luego de 24 horas de guardia, cumpliendo algunos deberes administrativos en el hospital. Cuando ya me iba, cerca de las 10:00 de la mañana, una de las enfermeras de guardia me dijo que, en el área de obstetricia, había un parto complicado. Me comentó que mis compañeras estaban esperando la respuesta del especialista para decidir qué hacer. El especialista en cuestión les daba indicaciones por teléfono, ya que por falta de gasolina ese día no había podido llegar al centro médico.
–Doctor, ¿por qué no se asoma a ver en qué puede ayudar? -me dijo la enfermera, casi como una súplica.
En ese entonces, aunque solo llevaba seis meses en el hospital, era de los médicos más antiguos del personal, pues los que tenían más tiempo se habían retirado. Yo sabía que, a pesar de haber sido diseñado para atender cirugías de emergencia, el centro no contaba con los insumos necesarios. Tampoco había anestesistas ni demás especialistas que pudieran realizar cesáreas. Así que si la paciente requería esa cirugía, no podríamos ayudarla.
En general, referíamos a los pacientes a centros de salud más grandes, tipo III o IV, que al ser más especializados, suelen contar con posgrados. En este caso, la opción más cercana era el Hospital Central de San Cristóbal, a tres horas de La Grita.
La sala de parto en ese hospital se encuentra en el primer piso, lo cual sumaba una complicación si el ascensor estaba dañado, que era lo más frecuente. Por eso nos tocaba cargar, entre los médicos y los camilleros, a los pacientes en sillas de ruedas y camillas.
Aquel día, fui hasta allá. En la antesala al quirófano, había un grupo de personas esperando, expectantes. Mis compañeros me contaron que Maura, una mujer de 29 años, había iniciado labores de parto hacía unas 12 horas, y corría un alto riesgo porque se trataba de un caso con doble circular de cordón. Esta es una anomalía en la que el cordón umbilical envuelve el cuello del feto, lo que aumenta el tiempo del trabajo de parto, provoca sufrimiento fetal y, en el peor de los casos, estrangulamiento. Es decir, ameritaba la atención de un obstetra para que decidiera si necesitaba una cesárea de emergencia.
En otras circunstancias, hubiésemos recomendado trasladar a Maura a un centro de salud privado para que le hicieran la cirugía. O la hubiésemos referido a un centro de salud público especializado. Pero no contábamos con ambulancia. La del hospital tenía fallas mecánicas y no había combustible. Y tampoco podíamos hacer el procedimiento allí mismo por las carencias del quirófano. Y no estaba el especialista.
El deber del médico en estos casos es mantener informado a los familiares sobre las condiciones clínicas, el pronóstico, las alternativas y posibles complicaciones. Dicho así, suena muy apropiado, pero lo que menos esperan escuchar tanto el paciente como sus familiares es que tienen que irse a otro lugar o que no podemos atenderlos por falta de insumos, gasolina y personal.
Nosotros también nos sentíamos impotentes trabajando en esas condiciones. Sin embargo, no nos quedaba más opción que tratar de resolver.
Hacia las 12:00 del mediodía, la paciente tuvo 3 contracciones de más de 20 segundos en un rango de 3 minutos. Ante estos síntomas, estaba contraindicado el traslado, que de todas maneras no podíamos ordenar porque no estaban dadas las condiciones. Fue así que nos vimos en la tarea de atender el parto.
Cuando examiné a Maura, comprobé que, en efecto, el bebé venía con doble circular de cordón, lo que ameritaba unas maniobras para ampliar el canal de parto, reducir el cordón y cortarlo para permitir la salida. Es algo que, a pesar de ser una complicación, se puede resolver aplicando la técnica adecuada. Para ello, no solo basta la teoría. Es necesario tener una o dos prácticas guiadas o quizá haber sufrido la adrenalina de la emergencia de un hospital grande como parte del entrenamiento: dos cosas con las que yo contaba. Por eso les pedí a mis compañeros que me dejaran atender el parto y que estuviesen atentos por si acudía el especialista o si se presentaba algo para activar los protocolos de emergencia.
“Apgar” es el puntaje que se utiliza para medir el estado de salud de un recién nacido. Se toma en cuenta su color de piel, respiración y algunos movimientos que nos hablan del desarrollo y la madurez neurológica. Es el clímax en la atención del parto, pues permite conocer el estado clínico verdadero del bebé y los pasos a seguir. Precisamente por este test solemos decir que “hasta que no respira el recién nacido no se respira en sala de parto”.
Cuando el bebé recorre el tramo final hacia la luz, es el punto culminante del procedimiento. Tenía que actuar con cautela. La maniobra que debía aplicar consiste en intentar retirar el cordón de la cabeza, o “clampearlo” y cortarlo para permitir la salida. Sin embargo, hay ocasiones en que el cordón ejerce una fuerza desde adentro del útero que dificulta que salga el bebé. Este era uno de esos casos. No se puede utilizar fuerza externa para sacarlo, porque está contraindicado. Todos en la sala estábamos expectantes y preocupados porque la cabeza del bebé avanzaba 2 centímetros y retrocedía otros 2 por la tracción del cordón. Maura se esforzaba por seguir las instrucciones que le dábamos para aplicar las maniobras. Y así, luego de mucha tensión, la sala fue alumbrada por el llanto del recién nacido: era un varón.
Entonces también respiramos quienes la atendíamos, y comenzó la valoración del niño. El llanto del neonato es uno de los primeros aspectos mencionados en el test Apgar, además están: adecuada coloración de piel, frecuencia respiratoria, tono muscular -esto nos muestra si el neonato tiene vitalidad-, si hace movimientos con fuerza o si hay debilidad y flacidez muscular. El hijo de Maura tenía un puntaje óptimo.
Salí de la sala a darles la noticia a los familiares. Desde que habían oído el llanto del niño estaban contentos. La mamá de Maura lloraba y abrazaba a sus otras hijas; el papá, que permanecía en silencio, se veía ansioso. El papá del recién nacido también lloraba y se me acercó:
-¡Gracias, doctor, por salvar la vida de mi hijo y de mi esposa! ¡Que Dios se lo pague! -me dijo.
Aunque son frecuentes las muestras de agradecimiento de los pacientes, sus palabras me impresionaron, porque, a pesar del pronóstico, no había sido necesaria la cirugía. Solo habíamos hecho nuestra parte.
Los felicité, les dije que todo iba a estar bien, que estuvieran pendientes de la información que les iban a dar los otros médicos y las enfermeras, y que disfrutaran a su hijo. Intercambiamos números de teléfonos por si surgía alguna eventualidad. Por fin, me fui a mi casa.
Y luego, la historia pasó a ser una más de las muchas que rutinariamente ocurren en el hospital. Claro, por unos días fue de esas anécdotas que se comparten con personas cercanas, omitiendo detalles importantes, en una cena familiar, en la llamada habitual con mis padres.
Hasta septiembre de 2021, cuando recibí un mensaje por WhatsApp que me sorprendió. Era el esposo de Maura, el papá del niño que estaba a pocos días de cumplir un año de edad. Le pregunté cómo estaban, le dije que saludara a su familia de mi parte y que los recordaba con frecuencia. Me respondió que el bebé estaba muy grande, que lo tenían en control con un pediatra.
“Doctor, hay tantas noticias tristes, se escuchan tantas cosas con los recién nacidos, tantas tragedias para las familias, pero con nosotros no fue así”, me escribió.
Esa fue una de las frases que quedó resonando en mis pensamientos.
Así fue como esa historia adquirió otras resonancias. Me hizo pensar en que, a veces, algo tan sencillo como brindar atención de calidad y estar allí para los pacientes, llevarles alivio en medio de tantas adversidades, un gesto, unas palabras o solo un abrazo, pueden convertirse en experiencias invaluables para ellos. Sé que es muy difícil con la crisis política, social y humanitaria que vive Venezuela, pero en medio de ese caos podemos hacer cosas muy valiosas.
Solemos creer que para salvar el mundo se necesita hacer un cambio grande, una cruzada, una cirugía en un hospital con alta tecnología y, sin embargo, un milagro puede estar en las cosas pequeñas. Y uno debe estar preparado para poder verlo. Esa fue la lección que aprendí de Maura y su familia.
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*Esta historia pertenece al seriado “Los cuerpos también cuentan historias”, relatos escritos por profesionales de la salud. Este contenido fue producido en el curso “Medicina narrativa: los cuerpos también cuentan historias”, dictado a profesionales de la salud en la plataforma formativa El Aula e-nos.
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*Las fotografías son del álbum familiar de Rubén Darío Carrero.
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*Este contenido fue cedido por el sitio web La Vida de Nos gracias a la alianza con La Gran Aldea.