Nunca existirá un hombre como este gran hombre que fue José Agustín Catalá, el que recopiló y editó el Libro Negro de la dictadura de Marcos Pérez Jiménez, sus presos políticos, sus torturas. Un día estaba en su despacho de Maripérez cuando lo llamó alguien por teléfono para que interviniera como orador de orden en algún homenaje y él contestó: «No soy orador, no soy intelectual, no soy periodista. Soy fabricante de libros». Pero al final, el insistente que estaba al otro lado del hilo -sí, para ese momento, los telefonazos trabajaban por hilo- le convenció mediante un ardid insospechado y accedió: «Está bien, eso sí puedo: contar lo de las Celestiales». Era un homenaje a Miguel Otero Silva.
Nunca habrá nadie como Catalá, héroe y mártir eternamente en la penumbra, aun cuando en épocas anduvo cercano al poder. Con noventa años atendía en su oficina, despachaba periodistas, negociaba con la gerente de una cadena de librerías o llamaba a su vieja amiga Teté Morín, una de sus antiguas aliadas del pasquín clandestino Resistencia, para que atendiera a este otro insistente que buscaba la historia del periodismo político. No habrá otro como él y se abstendrá de decir cualquier cosa sobre su pasantía por la Cárcel Modelo o de cuando estuvo encerrado en la pocilga carcelaria de Ciudad Bolívar, entre 1953 y 1957.
Sufrió tortura y se la calló. La de él. De entonces le quedó una obstrucción coronaria que lo llevó al borde de la muerte muchos años después: vivió con eso tanto tiempo que la dolencia era como un hueso más de su esqueleto.
En otro tiempo ya democrático, un automóvil se lo llevó por delante frente a su casa de la Urbanización La Florida y le quedaron las piernas destrozadas.
Nadie le dirá bicho malo ni gato con siete vidas. Su vida fue una sola, vivida en buena lid, conforme con su conciencia y acorde a su febril manía de editar. Todavía se sacan de ella lecciones, tanto tiempo después. En la vida de José Agustín Catalá hubo drama, amistad, lucha, cárcel, tortura, trabajo, sexo, solidaridad, amor, celos, más drama y más sexo. Con un resultado tangible, eso último: trece hijos con cuatro mujeres diferentes.
También centenares de libros editados. Y ningún enemigo a la vista. O no los cosechó o han muerto. O quizás quede alguno agazapado.
Nunca habrá nadie como José Agustín Catalá. No le gustaba tocar el tema familiar, ni tampoco que lo metieran dentro de una antología del martirologio o algo parecido:
-A mí lo que me interesan son los libros, no la epopeya ni el martirologio ni ninguna de esas vainas.
Así decía. Sin embargo, sonreía cuando le hacían estas preguntas porque supongo que en realidad las necesitaba. Se empeñó en todo lo que fuera registro, memoria, documento. Esas preguntas solía contestarlas refiriéndose a una fuente, diciendo que eso está en tal libro, que la respuesta a eso otro que me estás preguntando está en Los archivos del terror o en Apuntes de memoria del editor José Agustín Catalá, su autobiografía.
Es cierto. Todo está en sus libros. Es decir, todo lo que hay que saber para no volver jamás a confiar en un militar para gobernar país alguno. Lo estaba ya en 1998, porque ya para ese entonces había editado un montón de cosas, de sí mismo y de otros. Sabía que Venezuela y los venezolanos necesitaban estar bien atentos a la Historia vivida, que alguien se las recordara a cada instante. Parece que ese trabajo no se hizo bien o el país no atendió lo suficiente al contenido de los libros. El Libro Negro contiene una colección interminable de torturados.
Desde este punto de vista, el madurismo y sus brazos armados solo siguen una tradición.
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Nunca existirá nadie como José Agustín Catalá. Otra vez que estaba en su oficina me contó de su amistad con Rómulo Betancourt y de cómo él, al mismo tiempo, en plenos años sesenta cuando las guerrillas querían tumbar el régimen democrático a ritmo de fusil, era igualmente amigo de gente como Gustavo Machado y Teodoro Petkoff. Al final, luego de todo el recorrido que me hizo y de los textos que me mostró o regaló, pregunté cómo es que siempre había tenido tal tozudez por recogerlo todo, por dejarlo todo registrado en libros atiborrados de datos, en especial alrededor del tema de la tortura durante la etapa perezjimenista. Me dijo:
-La impresión que yo tenía era que no había quien lo hiciera. Era un país aterrado. Nadie se atrevía a hacer una hojita. Esa ambición me resultó costosa: la cárcel, las torturas… Yo no hablo de eso porque me resulta desagradable. Pero eso me trajo como consecuencia un conocimiento de la realidad. No creo que se pueda hablar con certeza, con énfasis, de los procesos de tortura si no se sienten. Es una cosa inenarrable. La literatura pasa, el lector la ve y se conmueve pero no la vive. Es un proceso muy duro. Y la experiencia es muy interesante tenerla. Bueno, nadie la desea…
-Pero, ¿para qué quería recabarlo todo?
-Quería recabarlo todo para el futuro…
-Sí, pero el país no escarmentó, el país no le hizo caso, el país olvida…
-Pero si es que yo digo en las conversaciones de la cárcel con Ramón Velásquez que la preocupación mía era que los crímenes de Gómez ya se estaban olvidando. Un país muy olvidadizo… Pero hay algo que critiqué siempre: la indiferencia de los líderes de la democracia en difundir lo suyo como han difundido los judíos su tragedia. En Venezuela, el único que se ocupó de esa vaina fui yo.
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José Agustín Catala era un fumador empedernido durante el confinamiento en la cárcel de Ciudad Bolívar. Sobre todo fumaba desde las dos de la tarde hasta las doce de la noche, horario que dedicaba, por propia imposición, a su trabajo de transcriptor. Su hija Beatriz trabajaba en la Bigott mientras estudiaba pues a sus 15 años, con un papá en la cárcel y una mamá que cosía, debía aportar ella también al hogar. Así, enviaba cigarrillos a los reos. Y los reos fumaban. Especialmente su padre mientras transcribía los textos de José Vicente Abreu, material que sacaba de la cárcel en cajas que enviaba a Beatriz con alguna chuchería de las que suelen fabricar los presos, bolsos y cinturones de macramé. Allí iban, disimuladas y en miniatura, páginas y páginas escritas en letra menuda pero clarita que luego serían pasadas a máquina. De aquellos apuntes salieron Se llamaba SN y Guasina, donde el río perdió las siete estrellas. Aunque también se coleó un poema dedicado a la propia Beatriz. Cuando Abreu salió de la cárcel en 1957 sólo para ser llevado al aeropuerto rumbo al exilio, se vieron las caras por un rato, por primera vez. Abreu fue enviado a México, y desde allí volaron cartas incendiadas de pasión. Pero ésta es otra historia, una historia de amor que duró 25 años. Catalá padre nunca estuvo de acuerdo con el casorio, pero cuando murió Abreu, lo lloró como un hijo.
De modo que un día entrevisté a Beatriz Catalá, probablemente fuese 2007 o algo así. Ella tenía buena relación con el chavismo y al parecer después la enviaron a una embajada europea. Pero cuando la visité en su casa en el este de Caracas, me contó cosas, algunas ya las he comentado. Otra: las pesadillas de su pareja. La forma en que dormía ya era una secuela de la tortura que se le quedó pegada al alma: acurrucado, agazapado, tembloroso. Sus padecimientos, la tortura que le había impuesto el régimen de Pérez Jiménez, lo dejó marcado sicológicamente.
Pero todavía queda por explicar por qué el chavismo sacó a Catalá de la Imprenta Nacional en 2001, donde estuvo durante diez años de desempeño en esa última etapa de servidor público, tan cerca de su pasión editora.
-Tenía amigos en el chavismo como Miquilena y José Vicente Rangel y no hicieron nada por él -contó Beatriz.
Pues eso, que quedará sin explicar. Y que la esta historia no ha terminado. Venezuela está plagada de torturadores. Simón Alberto Consalvi y Octavio Lepage decían, cuando alguien les preguntaba por el periódico Resistencia,«eso lo debe tener Catalá». Para ellos, Catalá era, y lo sería por siempre, la memoria confiable, el archivo viviente, el disco duro de la Venezuela dispuesta a no olvidar. Para Teté Morín, una de las simpatizantes adecas que sacaba los originales de Resistencia a principios de los años cincuenta, Catalá era un hermano.
Eso, resistencia, sigue siendo una palabra clave. Y es cierto, nunca existirá nadie como José Agustín Catalá. Pero tiene que haber seguidores que tomen nota, documenten y reseñen cada torturado de los últimos años en el Helicoide o en Plaza Venezuela o en plena calle. Tiene que haberlos. Algún día aparecerá una nueva edición del Libro Negro o, mejor dicho, un segundo tomo bastante grueso. Puede que las páginas no sean de papel sino digitales, pero el contenido será parecido y ojalá, entonces, sí, el pueblo de Venezuela, que ha cometido tantos errores y se ha dejado embaucar como una veleta por un soplido furioso que suena vengativo, tenga entonces la suficiente experiencia acumulada como para no caer más nunca en la trampa. Nunca existirá alguien como José Agustín Catalá, pero sí habrá de contar con una especie de feligresía tras su ejemplo.
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@sdelanuez
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