En la aldea
12 diciembre 2024

Lo civil y lo militar

“Lo militar se ha ido disfrazando del mundo civil que desprecia con una fuerza ancestral, atávica, resurgente, destructiva. Nuestra sociedad civil no puede seguir nutriéndose solamente de una inocencia tan feliz y de un odio tan decidido. Esta confusión entre lo civil y lo militar nos está devorando. Una ciudad mezquina, ruin, grosera y vil no puede generar una sociedad civil, generosa, sociable, atenta y urbana”.

Lee y comparte
Federico Vegas | 06 octubre 2023

Las palabras parecen tener vida propia. Nacen, se confirman, se hacen agudas y conmovedoras, y luego, después de un año, o de varios siglos, algunas se desprestigian, se desfasan, y comienzan a extraviarse por entre los diccionarios hasta morir de apatía. Unas veces son capaces de impartir sonoridad a banalidades sin importancia, otras trivialidad a ideas esenciales. Pueden ser utilizadas para revelar una verdad o para disfrazarla y hasta sofocarla. Las hay que continúan transformándose con giros insospechados y llegan a parir significados incluso opuestos, como “artificial”, que de ser algo realizado por un artífice pasó a ser sinónimo de falso, innatural. Lo peor que podemos hacer es abandonarlas a su suerte y repetirlas sin conocer sus orígenes, su linaje, su afán de renovarse, sus impredecibles designios.

La palabra “civil” -ahora coletilla inseparable de la palabra “sociedad”- es un buen ejemplo de estas mutaciones y sorpresas. Según el diccionario etimológico deJoan Corominas, civil viene del latín civilis, “propio del ciudadano”. Sin embargo, parece que le tomó bastante tiempo asumir lo que hoy tiene de sociable, de urbano, de civilizado.

Al principio, el castellano “civil” significaba “desestimable”, “mezquino”, “ruin”, “de baja condición y procederes”. La causa puede ser que civilis, en los albores de nuestro idioma, se oponía a militaris, considerado entonces como “lo propio del caballero”. De aquí que por centurias lo “civil” fuera algo villanesco, poco caballeroso, al punto de que aun hoy subsisten vestigios de tan oscuro origen. Entre nuestros militares, decir: “Ese es un civil”, equivale a suponerlo blando, inconsistente, no confiable, decididamente inferior (la misma palabra “centurias”, que utilicé como medida de tiempo, puede también significar “ejército de cien soldados”, lo que nos asoma a una militarización del lenguaje).

“Hemos visto multitudes que una vez marcharon sin miedo a morir, pero sin saber qué es lo que realmente se proponían, ni a través de quiénes lo conseguirían, o cómo habría de realizarse tal gesta. Conocemos los resultados”

El mismo Corominas nos explica que este transitar de lo civil, tan desfavorable en el idioma castellano, no se dio en otras lenguas romances como el italiano, el francés o el catalán, tierras igualmente dominadas por el feudalismo, pero donde los oficios ciudadanos tuvieron mayor poder durante la Edad Media.

Tenemos pues que las palabras se ciñen a sus orígenes latinos, o los contradicen, según sean las condiciones de las sociedades que las asumieron como suyas. Era de esperarse: vamos dándole sentido al idioma de acuerdo a nuestras circunstancias. Los hombres y las palabras nos definimos mutuamente.

En la obra de Pedro Calderón de la Barca, El Alcalde de Zalamea, el capitán don Álvaro, un militar que conduce las tropas españolas que van a guerrear en Portugal, se aloja en la casa de Pedro Crespo, el labrador más rico del pueblo. Allí conoce a su hija, Isabel. Cuando sus intentos de seducirla resultan infructuosos, se queja ante su sargento:

¡Que en una villana haya
tan hidalga resistencia,
que no me haya respondido
siquiera una palabra apacible!

Al final la secuestra y la ultraja. Más tarde el padre de Isabel, convertido en alcalde, lo hace ajusticiar dándole garrote. El rey Felipe II, revisará la causa y ratificará a Pedro Crespo como alcalde perpetuo de Zalamea.

Calderón nos está presentando un claro conflicto entre el poder militar y el civil. El que hayan triunfado los derechos civiles se debe a un milagro que necesitaba la bendición de un rey. En tiempos de Calderón los villanos de los pueblos comenzaban a transformarse en los ciudadanos de las ciudades.

Con el tiempo lo “civilis” ha ido ganando terreno. En el Diccionario de la Real Academia de 1970 la acepción de “civil” como “grosero”, “ruin”, “mezquino”, “vil”, está en el tercer lugar. En la edición del 2001, estos vicios pasan a la sexta acepción, donde permanecen tan olvidados como amenazantes. Lo importante es que ahora reina otra vez la sensible y exigente definición que heredamos de Roma y proponía Corominas: “Propio del ciudadano”.

Lo que nos lleva a una sorprendente ecuación claramente presentada en un ensayo de Gabriel Zaid:

No fue vivir en la ciudad (civitas) lo que dio nombre al ciudadano (civis), sino los ciudadanos los que dieron nombre a la ciudad. La ciudad como lugar y conjunto de edificaciones se llamó primero urbs (urbe) y después civitas, que al principio quería decir únicamente “ciudadanía”.

¿Será verdad que hoy en día lo civil se ha ido haciendo enteramente sociable y urbano?, ¿habrá dejado de ser grosero, ruin, mezquino y vil?

El 29 de mayo de 2000, el entonces ministro Luis Miquilena preguntaba refiriéndose a la “sociedad civil”:

-¿Con qué se come eso?

Su pregunta era tan cínica como necesaria, pues lo civil es un alimento complejo y cambiante. La respuesta que ahora propongo es: “La sociedad civil se come con todo”. Se trata de una sustancia tan comestible como apetitosa, y a más de un político se le hará la boca agua viendo a esa frágil criatura que en sus primeros pasos genera inmensas marchas, que presume de no tener un líder, de no pertenecer a ningún partido, de vivir en un estado de gracia entre impoluto y perplejo.

¿Cuáles son los límites de nuestra sociedad civil? Una de sus más graves limitaciones es no incluir a los marginados. Para los que nada tienen, para los que sólo pueden rasguñar algunos símbolos de consumo, el término “sociedad civil” puede que nada signifique y hasta resulta sospechoso, repulsivo. Pero no son estos los únicos marginados, existe también el enorme porcentaje de los que nos hemos auto-marginado de lo civil por elección propia, apartándonos de los partidos, de los colegios profesionales, de los planes de nuestras alcaldías y hasta de las reuniones de condominio. Hemos dejado de ser sociables y urbanos, para hacernos desconfiados, disgregados, aislados, solitarios, incrédulos.

Ciertamente los ciudadanos se apartaron de los partidos políticos al percibir que se habían corrompido, pero en qué medida los partidos se habrán corrompido al ser abandonados por los ciudadanos. Todo “corrompimiento” es recíproco y sus responsabilidades y descalabros operan bilateralmente. No hay acción que no sea reforzada o debilitada por una reacción.

En política -es decir, en el arte de pertenecer a la polis– “ser un privado” equivale a “estar privado de”. Quizás es por estas deficiencias que la sociedad civil no actúa, no es creadora, sino que reacciona con iluminada indefensión. Se convoca y se organiza alrededor del peor de los argumentos: enfrentar aquello que se opone a lo que se tiene, aquello que no se quiere, aquello que se detesta. Es evidente que nuestra sociedad civil no puede seguir nutriéndose solamente de una inocencia tan feliz y de un odio tan decidido. No hace falta ser militar, pero sí militante, con los vicios y virtudes que implica el tener una meta política. Hemos visto multitudes que una vez marcharon sin miedo a morir, pero sin saber qué es lo que realmente se proponían, ni a través de quiénes lo conseguirían, o cómo habría de realizarse tal gesta. Conocemos los resultados.

La conclusión es obvia: una ciudad mezquina, ruin, grosera y vil no puede generar una sociedad civil, generosa, sociable, atenta y urbana. Si hubiésemos marchado a favor de una ciudad digna y justa, sin marginados ni auto-marginados, con el mismo alegre y valiente fervor que hemos esgrimido contra los más incontenibles y rapaces fanfarrones que ha conocido nuestra historia política, cada paso hubiese consolidado una verdadera conquista, y no un exquisito y pasajero manjar de incertidumbre y confusión.

Las consecuencias impresionan por su desgarradora nitidez. Las diferencias entre lo civil y lo militar se han hecho estruendosas. Francisco Suniaga me recuerda una frase de Georges Clemenceau que no resulta un buen augurio: “La diferencia entre un civil y un militar es que el primero siempre puede militarizarse, pero el segundo rara vez puede civilizarse”. Esta confusión entre lo civil y lo militar nos está devorando. Recuerdo cuando Diosdado Cabello, el líder que mejor representa lo militar con su actitud y su lenguaje, fue el presidente de la Asamblea Legislativa, quizás la institución más significativa de la vida y el pensamiento civil. Lo militar se ha ido disfrazando del mundo civil que desprecia con una fuerza ancestral, atávica, resurgente, destructiva. 

Lee y comparte
La opinión emitida en este espacio refleja únicamente la de su autor y no compromete la línea editorial de La Gran Aldea.
Más de Opinión