Cuando Diana, el personaje interpretado por Marialejandra Martín, en “La torta”, cortometraje dirigido por Carlos Novella, en 2022, se vuelve para atender la llamada de una antigua amiga que ha venido a su casa, una mansión de aire contemporáneo, para entregarle la torta de cumpleaños que aquella le ha encargado, el cine venezolano también da una vuelta de tuerca.
Martín acompaña la acción física con una sonrisa plena del encanto que de seguro le valió ese papel. Una sonrisa irresistible, que el contexto dota de superioridad y condescendencia; y es entonces cuando entendemos que las tensiones sociales, los conflictos entre los grupos, en fin, la lucha de clases, no se representa en toda su crudeza y, quizá, crueldad, con las kaláshnikov de utilería que solían abundar en nuestra cinematografía, ni tampoco con la ráfaga de groserías y obscenidades que le eran tan propias, sino con esta gélida puesta en escena, donde el drama ya no se alude con las rudas maneras que eran de rigor en tantas películas venezolanas, sino que se elude, con la eficiencia prescrita por Chejov.
“La torta”, una producción de la Escuela Nacional de Cine y de Films Austères, es un corto (no pasa de 15 minutos) en apariencia anodino y de escasa ambición… si no fuera porque en el último instante vemos a las dos Venezuelas echándose en cara su flojera y su falta de coraje para moverse de sus monolíticos emplazamientos, aún tras más de dos décadas de tragedia, dolor y devastación. El país que acaparó los privilegios persiste en su soberbia, su convicción de ser merecedor de sus mayorazgos y exenciones; mientras que el país oprimido no ceja en su inclinación a mantenerse aferrado a métodos preindustriales, renuente a asociarse para su beneficio y el logro de sus aspiraciones, así como entregado a su pueril necesidad de discursos vacuos que lo entretengan con ilusas formulaciones, a medias religiosas y zodiacales.
La película descansa sobre los hombros de dos actrices, Omaira Abinade, como María Cristina, la empobrecida, y Marialejandra Martín, en el rol de Diana, la rica.
Al empezar, se nos muestra el universo de María Cristina, un apartamento venido a menos y repleto de objetos de diversa naturaleza, pero todos desvencijados y como mal avenidos, como pertenecientes a distintas familias. En una especie de cartelera vemos, un aviso con una cita metafísica de Conny Méndez, una foto a color de esta autora y una nota manuscrita con la lista de “decretos” de María Cristina de Souza:
«1) Tengo un negocio de tortas exitoso
2) Vivo en un lugar hermoso y lujoso
3) Tengo un amor próspero respetuoso
4) El dinero fluye en mi vida
5) Este año viajo a visitar a mi hijo
6) Mi salud es perfecta…»
Luego nos pasean por un paisaje de bisutería, jarrones hechos en serie, adornos feúchos, en suma, un perolero sin calidad. Hasta que llegamos al dormitorio donde se encuentra María Cristina, quien está echada en su cama mirando fijamente unas fotografías (la primera, de una muchacha, quizá ella misma en su juventud llena de ilusiones; y la otra, de un bebé, mientras escucha las predicciones del signo Virgo para ese día. Esta primera aparición del personaje principal, todavía en el primer minuto, nos lo muestra con un aire de derrota que remite a “Miranda en La Carraca” (Arturo Michelena, 1896), nuestro cuadro más emblemático, quizá porque cada día es más actual; y, de hecho, vemos confirmada nuestra intuición cuando oímos la voz en off de un locutor explicando la expresión “el hijo de la panadera”, que, según el perifonista alude a alguien “desdeñado socialmente” (y ya sabemos, porque la historiadora Inés Quintero nos lo recordó, que la madre de Francisco de Miranda era panadera).
María Cristina sale de su cuarto y recorre el apartamento. En cada ámbito tiene puestos, en radio o en grabador, mensajes de motivación y autopersuasión. Mientras oímos los vaticinios, vemos indicios que los anclan. Por ejemplo, al anunciarle reencuentros con personas de su pasado, nos muestran un cuadro de Virgilio Trómpiz, especialmente horrible, por cierto, donde aparecen dos mujeres, una de frente y otra, de perfil, que mira a la otra.
De inmediato, se produce el anunciado cruce. En la secuencia dos, minuto dos, ya María Cristina está en el Café La Estación, junto a la mesita donde vende sus dulces artesanales.
-Esa torta de qué es -pregunta una mujer, que resulta ser Diana (a cargo de Marialejandra Martín). Antes de responderle, María Cristina la reconoce y le recuerda que estudiaron juntas en el colegio. Diana no da muestras ni de recordarla muy bien ni de experimentar alguna emoción, lo que sí le interesa es probar la torta. María Cristina se entusiasma al explicar que se trata de su versión de la caraqueña Torta Bejarana y recita sus ingredientes, a lo que Diana riposta con un respingo de desprecio a la tradición al subrayar sorprendida: “¡¿Plátano?!”. Quizá no quiere ser sorprendida en su conocimiento de la torta burrera, como también se la llama. El caso es que la nieta de Diana cumple cinco años y ella está buscando alguien que le haga una torta.
En la tercera secuencia, María reposa en su cama. Suena un contenido astrológico. Está pensativa. Ahora como que sí se han decidido los astros a mover ese pandero…
En la cuarta secuencia, María va al mercado a comprar lo necesario para el pastel de encargo. Allí nos recibe un Simón Bolívar de yeso con la cabeza nimbada de telaraña. La repostera pregunta precios, negocia con los marchantes para pagar con una tarjeta de crédito cuando la de débito revela “fondos insuficientes”. Su situación es límite. Compra, sin embargo, una costosa velita que nadie le ha exigido.
De regreso a su apartamento, se insiste en el sobrepoblado ambiente del apartamento: un amontonamiento de muebles vetustos, piezas fugitivas de juegos desembrados; menaje de cocina compuesto por cacharros disparejos, restos de antiguos conjuntos vendidos por familiares y amigos antes de salir del país (de esos vestigios están llenas las viviendas en Venezuela, de los pedazos dejados atrás por quienes se fueron y, tras vender lo mejorcito, reparten los saldos del naufragio entre los que se quedan, quienes repetirán la operación cuando también se vayan). Esta percepción, de paso, se corrobora cuando en la radio dicen: “Otro término muy común en la Venezuela era ‘macundales’: ‘yo recojo mis macundales y me voy…’”.
En eso, María llega de la calle, saluda a su gata: “Hola, chiquita”, y reanuda la transmisión esotérica. Va a uno de los cuartos atestados de vainas viejas y saca un collar, un vestido y unos zarcillos. Todo de aspecto baratón. Sobre la voz de Porfirio Torres, legendario narrador del espacio radial ‘Nuestro insólito universo’, ella superpone la que proviene del cassette que pone en marcha en su equipo de sonido compacto, otra cantaleta zodiacal. “Hoy es el día de la abundancia, tienes que salir de punta en blanco. Debes creértelo, signo de Virgo, tienes que creer en ti, hoy cierras el negocio de tu vida. Hoy va a ser un día que va a marcar el inicio de un gran negocio…”. Es una grabación, que ya se ve que ella pone cada vez que necesita darse ánimos.
María va a la cocina y se pone manos a la obra. Lo primero que hace es frotarse las manos con una especia, quizá canela, con lo que el trabajo, más que productivo, es ritual.
Entonces, empieza a sonar el valse “Labor”, de Juan T. Querales, interpretada en la guitarra por Alirio Díaz. Vemos la elaboración de la torta, proceso que ella ejecuta con sus manos (sin la intervención de una batidora o alguna asistencia electrodoméstica o meramente moderna). Aquí la vemos concentrada, resolutiva y serena. Mientras la torta se cuece en el horno, ella acaricia a su gata y reincide en el masaje mental: “Vístete de verde, verde esperanza, saca tu mejor vestido… para atraer la energía que te va a permitir seguir creciendo…”. Tras decorar la torta, se baña, se pinta las uñas y se las seca ante un respetable ventilador, momento en que el director nos depara un hermoso plano de ella, de espaldas a nosotros, recién salida de la ducha y con las manos extendidas a los frescos y renovados vientos ella confía que vendrán. A través de las cortinas, también provenientes de épocas de mayor prosperidad, nos llega la luz de Caracas, bendita promesa que siempre nos alienta. La secuencia termina cuando la aspirante a empresaria hace calzar la tapa del recipiente desechable en el que transportará su creación.
La sexta secuencia es en exterior / día. Aquí se nos dan unos segundos para que veamos, bajo una “E” de utilería, el nombre borroso del edificio Titania, ahora desastrado y vandalizado. La escogencia de esta locación también tiene su piquete. Ubicado en San Bernardino, el Titania fue construido en 1947, a partir del proyecto del ingeniero Pedro Márquez Rivero, quien concibió un diseño de vanguardia en homenaje al Titanic, el transatlántico británico, el mayor barco de pasajeros del mundo, que naufragaría en el Atlántico en 1912, al chocar con un iceberg en su viaje inaugural. La fecha viene al caso para enfatizar que se trató de los mayores naufragios de la historia acaecidos en tiempos de paz, que es lo que suele decirse de la devastación de Venezuela en tiempos del chavismo, de las más destructivas de la historia sin mediación del trance bélico.
María Cristina sale por la puerta de la fachada, baja las escaleras (comienza, pues, la bajada de las nubes) y se dirige a un hombre que lee un periódico con un pie apoyado en el guardafangos de un carro viejo y enorme (voraz de combustible). El hombre la saluda por su nombre y le ofrece ayuda con la torta, que ella rechaza. El vehículo carece de damero o distintivo que lo distinga como taxi, es evidente que se trata de un conocido que presta ese servicio para rebuscarse. Al dirigirse a la puerta del carro, la vemos caminar entaconada, con los hombros hacia atrás, un amago de empoderada.
-¿Para dónde vamos?
-A una fiesta -contesta ella con deje enérgico, mientras mueve el espejo retrovisor para verse.
El conflicto está servido.
La secuencia siete abre fuegos cuando María Cristina, completado el trayecto y antes de bajarse, le dice en tono que no admite réplica: “Te pago mañana”. La vemos cruzar la zona de entrada a un caserón con amplio dominio del valle de Caracas. La recibe una empleada, a quien da su nombre y precisa que viene a entregar la torta. La empleada le dice que espere, ahí, afuera, y le indica que se siente… en el borde de una jardinera. Para introducirnos en el drama (o más bien, para darnos una muestra de él, puesto que la peripecia solo nos será sugerida, jamás va a estallar… salvo en la desazón que nos quedará, incluso días después de ver este cortometraje), pero decíamos que, para introducirnos en el drama, el director opta por un plano general donde la cara expectante de la protagonista se ubica en la proporción áurea, una tranquilizante composición que se va a fracturar cuando ella “traspasa” la línea imaginaria que la mantiene relegada al espacio de los sirvientes (antes hemos visto un jardinero en faena) y se adelanta hacia la casa, como los nadadores de alta competencia desagregan sus posiciones antes de lanzarse a la cálida y acogedora piscina.
Desbaratada la atmósfera apolínea que nos deparaba la divina proporción, quedamos expuestos a una tirantez soterrada. María Cristina sigue esperando, al tiempo que escucha, proveniente de la casa, la voz de Diana, que se desplaza a lo largo de su propiedad dando órdenes.
-Quién puso eso ahí. Ven acá. Mira. Eso está demasiado cerca del jarrón. Quítalo, ese jarrón es carísimo… Pero, ¿no te podía entregar la torta a ti? Todo, todo tengo que hacerlo yo.
-Finalmente, Diana sale. Elegante, segura de sí misma. Lleva un vestido sin mangas, beige claro, que realza la porcelana rosa de su piel. Lleva el pelo recogido en un moño aristocrático en la coronilla, que la hace más alta, más inalcanzable, y se adorna con zarcillos y un colgante de perlas solitarias, que brillan bajo el sol, pequeñas y presumidas, como mascotas de raza. Diana va hacia María Cristina con la prisa de alguien en cuyos hombros descansa un ajetreo de vida o muerte, pero no llega a descender de la tarima de entrada a su mansión. Durante el breve diálogo, siempre estará por encima de la confitera, siempre dentro del recinto de su casa.
Diana toma la torta de manos de María Cristina y se la encomienda a la empleada. Menciona que habían convenido un pago de 30, le da 50 y agradece la velita. Suelta risitas de compromiso. María Cristina desvía la mirada de los ojos de su amiga para auscultar dentro de la residencia con ojos ávidos. Será lo más adentro que estará, puesto que ya su amiga la está despidiendo.
–Tengo que irme. Todavía tengo un montón de cosas que supervisar.
Supervisar. No hacer. Mucho menos, con sus propias manos.
Se da la vuelta para marcharse. Vemos su nuca despejada y marfileña, con algunos pelillos flotantes. Cuando sus pasos amenazan con perderse, María Cristina la llama.
–¡Diana!
En la pausa, vemos a la aludida volverse hacia la pastelera. Magnánima, satisfecha. El plano americano nos permite ver el monederito plateado de donde ha sacado los billetes para pagar el servicio de torta a domicilio. Diana espera con mal disimulada impaciencia, las manos juntas sobre el vientre. María Cristina la contempla con contenida desolación; vemos asomar a sus ojos la niña despreciada, la hija del inmigrante, excluida, lastimada.
-Sigues siendo la misma -observa María Cristina con entonación neutra, pero los labios apretados.
–Tú también -dispara la dueña de casa, con una sonrisa encantadora.
Diana se va y la deja ahí, sola. No le ha preguntado ni siquiera cómo saldrá de allí (es una de esas urbanizaciones de topografía endemoniada, adonde no llega el transporte colectivo). Renuente a regresar a su vida de promesas vanas y cachivaches vencidos, María Cristina se queda un poquito más, mientras escucha a Diana comandando al personal.
La última escena es la de María Cristina de regreso a casa en un autobús, al que sabemos que ha llegado caminando, con esos zapatos que de seguro la estaban matando. Medio tapada por el espaldar de un asiento, vemos sus ojos, maquillados, sombríos. Ve desfilar la ciudad hundida como en una bruma nocturna y depresiva, mientras se escucha la melodía del Happy Birthday en los tintineos de una caja de música.
No es de extrañar que Omaira Abinade haya ganado un premio en el primer festival al que la cinta concurrió. Marialejandra Martín también lo merece. Lo mismo, por cierto, que la directora de arte y vestuario, Angélica Burgos, cuyas diligencias hemos intentado resaltar.
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*La fotografía fue facilitada por la autora, Milagros Socorro, al editor de La Gran Aldea.