Confieso que gran parte de este articulo lo escribí hace casi dos décadas para la revista Veintiuno, el mejor magazín escrito en Venezuela, dirigido por mi admirado amigo Antonio López Ortega. Mucha agua ha llovido, pero al releerlo hoy, exactamente 18 años después podemos comprobar lo difícil que es derrotar tabúes ideológicos como aquel de la mano invisible del mercado, que blandían amenazantes los socialistas. Los mismos que después caían rendidos por “la mano visible del Estado” bajo cuyo cobijo se han albergado nuestras peores tragedias humanas, como las que ha propinado el socialismo del siglo XXI que nos han arruinado económicamente, destruido la industria petrolera y propiciado la huida de más del 20% de nuestra población en edad económicamente activa.
En agosto del año 2005 escribía algo que luego tomó cuerpo, reconocía que la izquierda latinoamericana se define por su fuerte estatismo y oposición al liberalismo. Entendido este último como una doctrina cuyo centro gravitacional es el rechazo a la confiscación de la libertad que suele patrocinar el Estado.
“La idea que los izquierdistas rechazan visceralmente es la noción de mercado como forma de constituirse la sociedad, expresada en metáfora de Friedrich Hayek: ‘El mercado es aquel lugar dónde mi enemigo puede ser mi amigo’”
Este antiliberalismo puede leerse en las doctrinas de casi todos los partidos latinoamericanos que protagonizaron el tránsito desde las dictaduras y caudillismos del siglo XIX hacia los gobiernos democráticos que poblaron posteriormente casi todos los países de Centro y Sudamérica. El producto político de estos partidos antiliberales de izquierda son las ineficientes democracias generadoras de pobres, controladas por aparatos de Estado en magnitudes exponenciales. La democracia venezolana siempre fue gobernada por partidos de izquierda, deslindados del comunismo, pero fieles a la idea de que la libertad individual debe estar sometida al poder de un Estado capaz de controlar cualquier manifestación de individualidad y diferencia.
¿Qué es el antiliberalismo de izquierda?
Aunque luzca contradictorio destacar el antiliberalismo de la izquierda, dado que por propia definición pareciera que así debe serlo, es imprescindible reconocer que el gran vacío en la visión de sociedad de los constructores de la democracia latinoamericana es haber restringido su visión del liberalismo a los beneficios derivados del egoísmo natural de los individuos; sin vislumbrar el provecho que la libertad individual otorga a la sociedad por el ejercicio libre de cada uno de sus miembros.
Es en este sentido que el antiliberalismo de la izquierda latinoamericana considera al mercado como al enemigo de los pueblos. Obvia el fundamento de reciprocidad, de contraprestación que conlleva la noción de mercado, no sólo para intercambiar, comprar o vender, sino como genuina expresión de relaciones humanas. La negación del mercado conduce a los partidos de izquierda en el poder indefectiblemente a la creación de Estados agigantados, inoperantes, con políticas populistas, reparto de subsidios y dádivas, reflejo de su concepción unilateral de la relación de intercambio, carente de contraprestación y reciprocidad. El objetivo no es crear valor, riquezas, sino repartir y consumir lo que existe. El intercambio pacífico supone valores como la responsabilidad, la confianza, el respeto, el acatamiento de las reglas de juego, que sólo pueden cultivarse con base en relaciones humanas. La idea que los izquierdistas rechazan visceralmente es la noción de mercado como forma de constituirse la sociedad, expresada en metáfora de Friedrich Hayek: “El mercado es aquel lugar dónde mi enemigo puede ser mi amigo”.
Este rechazo del mercado y por ende de la importancia de los fundamentos económicos en la constitución de la sociedad, se extiende a la incomprensión de categorías básicas de la economía como son las ventajas comparativas, el costo de oportunidad y la asignación eficiente de recursos escasos; en el plano político lleva a asumir la férrea e infranqueable contradicción entre capital y trabajo como expresión de la categoría marxista más dura: la lucha de clases, tal como se refleja en el espíritu de las leyes intervencionistas e ideologizadas aupadas por los antiliberales para regular el trabajo, la educación, la salud, por sólo citar algunos.
Con este imaginario conceptual confrontado a las ideas liberales, llegaron al poder muchos dirigentes y partidos latinoamericanos de izquierda con el designio de construir grandes Estados, poderosas e ineficientes maquinarias de control social y político, como reacción a las crueles dictaduras vividas durante los siglos XIX y parte del XX, por alineamiento con la política de sustitución de importaciones y el cierre a la competencia de los mercados de la CEPAL. Orientaciones emparentadas con la política keynesiana que ubica el motor de la economía en la generación de demanda agregada bajo el impulso estatal y en la experiencia del “New Deal” implementado en los Estados Unidos para salir de la Gran Depresión de 1930. Alternativa de intervención del Estado como respuesta a una coyuntura económica que sin embargo no impidió el desarrollo del capital privado en ese país, y que todo lo contrario ha sido su acicate.
Esta política que significó sólo una coyuntura en los Estados desarrollados, en Venezuela se convirtió en un dato fundamental del acta de nacimiento de la democracia. El trasfondo de esta estrategia ocultaba los grandes males que hoy han arruinado el país. Entre ellos la escasa emersión de empresarios capaces de promover negocios competitivos y rentables en la propia industria, o en otras áreas, cuya competitividad fuese manifiesta.
Por el contrario, a través de las instituciones financieras del Estado se han drenado ingentes recursos petroleros hacia actividades económicas cuya rentabilidad era innecesaria demostrar, bastaba que el gobierno de turno decidiera para que el capital fluyera. Los ciudadanos estaban sumidos en una trampa difícil de desmontar. Impedidos de participar en el negocio petrolero y en las actividades afines, pero subsidiados para hacer cualquier otra cosa distinta, aunque fuese, como generalmente lo era, de dudosa rentabilidad. Por eso era imposible “Sembrar el petróleo”. El concepto completo era: sembrar el petróleo en cualquier actividad no petrolera que decidiera el Estado y no discutir su monopolio sobre esta industria.
Una fugaz mirada al pasado
Un breve resumen del siglo XX de la historia venezolana habla de una historia de concentraciones y expropiaciones a favor del Estado, ocurridas simultáneamente con el afloramiento de la nueva riqueza petrolera, gran tesis de los partidos de izquierda que construyeron la democracia venezolana.
Con la imposición del Estado gomecista, Venezuela canceló las intermitentes asonadas caudillescas que habían caracterizado todo el siglo XIX:
“En lugar de una fractura terminal, produce una soldadura de lo antiguo con lo nuevo, cuyo corolario es una sociedad llevada a la coherencia por el vigor avasallante de la autoridad central, sin que en el interior de la colectividad ocurran los movimientos precisos para generar un cambio radical”, escribe el historiador Elías Pino Iturrieta.
Posteriormente, la breve transición de Eleazar López Contreras e Isaías Medina Angarita culmina en uno de los episodios más interesante del siglo XX, el trienio 1945- 1948. Periodo corto en el tiempo, pero muy intenso en ideas, en posiciones, en búsquedas que significaron el vislumbre de la posibilidad civilista, negada hasta ese momento, de construir una sociedad de ciudadanos, luego de los largos e interminables años de sujeción al poder militar.
Sin embargo, este periodo fue -contrariamente- la etapa de la consagración de las dos grandes contingencias que han marcado las dificultades para cimentar un nuevo sistema político, capaz de garantizar el bienestar de todos: la confiscación económica y política de las libertades ciudadanas. Hechos sin embargo que paradójicamente han permitido un afloramiento por los intersticios, de un nuevo individuo emergente, deseoso, por primera vez en nuestra historia, de asumir los destinos del país.
- La anulación de las libertades económicas: La liquidación del gomecismo fue en apariencia la superación del atraso, del monismo caudillista, cuya gran debilidad y fortaleza podría haber sido derrotar a sus iguales sin trascenderlos. Las tesis económicas que se van a postular como propuesta para el país después de 1945, están definitivamente enmarcadas por la necesidad de sacudir los vestigios de este oprobio dictatorial, su manera de gestionar y entender la economía y la política. Esta motivación reforzó el planteamiento de los nuevos ideólogos sobre la necesidad de colocar todo el poder económico en manos del Estado. “Ni una concesión petrolera a particulares” fue el grito de guerra de los dirigentes, quienes, en su comprensible ajuste de cuentas con el tirano, asimilaron sin medias tintas, a todos los particulares con los meandros gomecistas, eliminando así cualquier posibilidad a los venezolanos de resurgir, esta vez como creadores de riquezas. Es decir, consumando una primera expropiación: la participación en la industria que generaba prácticamente todas las riquezas del país, condición que denominamos como una suerte de confiscación de las ventajas comparativas a los ciudadanos” (escrito publicado a dos manos junto al economista Wladimir Zanoni desde CEDICE Libertad).
- La expropiación política: Esta urgencia de anular la participación de los particulares en la actividad petrolera, como resabio antigomecista, pudo haber sido algo coyuntural mientras se disiparán sus secuelas; sin embargo, para nuestra desgracia, sirvió de fundamento para otro avatar quizás peor. Si la producción de riquezas no estaba en manos de particulares, quedaba en manos del Estado, inexorablemente, convertido en receptor y dueño de rentas y riquezas nunca soñadas. La creación de mediaciones entre esta omnipotente maquinaria pública y los ciudadanos adquirió el carácter de necesidad, sobre todo porque para los hombres del 28 en el poder la aspiración era democrática. En 1945 se postula una sociedad que niega al ciudadano económico, pero postula al hombre de partidos como interlocutor del Estado, monstruo naciente. Luis Castro Leiva, en Éticas y dictaduras, hace la siguiente reflexión:
“Para ser ciudadano y miembro activo de un concepto de nacionalidad es preciso ser miembro de una organización de masas. Tres son las consecuencias de esa mutación. Primero, se opera una transferencia en la conciencia del concepto de responsabilidad. En efecto, la organización es ahora más responsable que el individuo. Segundo, el sentido de responsabilidad individual se concibe circunscrito directamente en función de la obediencia al partido (ante quien se es enteramente responsable) e indirectamente en atención al curso inexorable y trascendente de la historia como proceso social. Tercero, el partido reemplaza la aspiración del ciudadano de ser un actor social inmediato”.
Esta mediación entre el ciudadano y sociedad a manos de los partidos consuma la segunda y quizás más terrible confiscación, la condición ciudadana. Los pactos entre los partidos constituirán el punto de consenso político fundamental en las relaciones Estado-sociedad y en la pluralidad social requerida por los regímenes democráticos. En adelante no serán los méritos, ni la moral ciudadana las que distinguirán a los ciudadanos, sino su fidelidad y responsabilidad ante el partido. El carné será la más valiosa carta de identidad personal que diferenciará a unos venezolanos de otros. La fortaleza de los gobiernos se asociará a la consistencia y fidelidades derivadas de los Pactos que expresan una nueva forma de tutela o control, esta vez plural, en franca substitución de la posibilidad de construir una sociedad de ciudadanos.
Esta característica específica que asume el Estado democrático en sus inicios es la que denomina el investigador Luis J. Oropeza en “El Pluralismo tutelar”, como fuente de legitimidad de un sistema donde aún el control, el orden y las posibilidades no están en poder de los ciudadanos. Estas dos grandes expropiaciones están a la base del Estado que construye la izquierda venezolana desde 1958 hasta nuestros días, definidas como una combinación entre la confiscación de la ciudadanía por los partidos, la instauración de pactos que garanticen una tutela plural, la enajenación de las libertades económicas y con ello la posibilidad de desarrollar nuestras ventajas comparativas como país. Ambas confiscaciones: política y económica, van a constituir los fundamentos del Estado Patrimonial-Redistribuidor, sustento político de los ensayos democráticos de la segunda mitad del siglo XX y de los intentos de implantar un régimen comunista en el XXI.
La nueva izquierda es aquella que pacta con el liberalismo
El ocaso del bloque, caída de la Unión Soviética y la destrucción de las ideas fuerzas que alentaban esta concepción de las relaciones Estado-sociedad, de la lucha de clases como motor de la historia y la enajenación de la plusvalía como fuente de enriquecimiento, deja a la izquierda aferrada a una sola bandera: la lucha contra el imperialismo y la globalización.
En esta metamorfosis ideológica surge una nueva visión política volteada hacia el hombre, hacia el individuo libre, que considera que su fórmula de concentración del poder en manos del Estado y del partido único sólo ha servido para alentar miserias. Una mirada creyente en la importancia de la economía de mercado y el respeto de los derechos de los individuos.
Como despedida, es inevitable reconocer que la posición alentada por la izquierda latinoamericana autora de Estados tan poderosos, ha sido el residuo de una antigua desconfianza sobre la capacidad de los ciudadanos para asumir la conducción de sus sociedades, libres para intercambiar e imbuirse de una moral que le permita extender un brazo protector a los más necesitados.
Hoy el mundo saluda alborozado el renacer de ideas políticas del individuo que actúa, cercanas a la escuela austriaca, fuertemente impregnada de la noción de mercado, competencia, productividad, de la creación de valor y, sobre todo, de moral; ideas protagonizadas por hombres como el presidente de Uruguay, Luis Lacalle Pou; la desafiante figura de Javier Milei; las esperanzas puestas en Daniel Noboa el nuevo presidente de Ecuador; y, entre nosotros, el movimiento popular reflejado en las elecciones primarias que consagraron el liderazgo de María Corina Machado y con ella el ascenso de una nueva Venezuela. Gentes con principios liberales incrustados en el corazón, a la búsqueda del Capitalismo Humanista, la mejor mezcla para dirigir una sociedad, destellos cada vez más fuertes en nuestras costas. Por lo que sí podemos decir con mucha alegría que Venezuela y Latinoamérica despiertan, reconocen la importancia del individuo responsable, la división de poderes y la condición básica de las instituciones estatales como entidades al servicio del ciudadano.
—
@isapereirap
[email protected]