En la aldea
13 mayo 2024

Cultivar la atención

Cal Newport, conocido por propugnar un minimalismo digital, nos invita a ese trabajo en profundidad solo realizable por aquellas personas que procuran atender plenamente a lo que tienen entre manos en su labor. Espíritu recogido, la inteligencia y la voluntad puestas en lo que hacemos, como el age quo dagis, el “está en lo que haces” del antiguo adagio. Newport argumenta, casi de manera exhaustiva, para persuadir a su distraído público acerca de las condiciones necesarias, aún más, indispensables del trabajo creativo.

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Rafael Tomás Caldera | 01 diciembre 2023

Son muchas las voces que nos advierten hoy de la especial necesidad de cuidar la atención, de cultivarla. Desde Madrid o Washington o Berlín, Marian Rojas, Cal Newport, Byung-Chul Han insisten, podríamos decir a coro, aunque no organizado a propósito, en cómo hemos de poner remedio a lo que quizás es un mal particularmente agudo en nuestro tiempo.

No cabe duda de que las grandes empresas de “comunicación” luchan por capturar nuestra atención, si posible la mayor parte de nuestro día. Recurren -como es sabido- a los algoritmos que nos presentan una oferta custom-made y segmentan de esa manera el mercado de sus productos. Manejan sobre todo las pasiones, con sus correspondientes descargas hormonales, para generar adicción a cualquier cosa que hayan decidido presentarnos. Como en la triste historia del Oxycontin, terminan por tomar nuestra vida, en este caso por medio de nuestra atención.

Con brillante desenfado y excelente documentación de neuro medicina, Marian Rojas no se cansa de advertir a quien quiera oírla -un público cada vez más numeroso y consciente- sobre el pernicioso efecto de “las pantallas” y, en positivo, sobre la necesidad de exponerse al aburrimiento, esto es, de evitar las distracciones (con el Smartphone) en cualquier momento libre para ser capaces de recuperar el pensamiento creativo.

“La crisis de la religión, tan obvia en el secularizado Occidente de nuestros días, ‘es una crisis de atención’”

Cal Newport, conocido por propugnar un minimalismo digital, nos invita a ese trabajo en profundidad solo realizable por aquellas personas que procuran atender plenamente a lo que tienen entre manos en su labor. Espíritu recogido, la inteligencia y la voluntad puestas en lo que hacemos, como el age quo dagis, el “está en lo que haces” del antiguo adagio. Newport argumenta, casi de manera exhaustiva, para persuadir a su distraído público acerca de las condiciones necesarias, aún más, indispensables del trabajo creativo. Los editores castellanos de su libro (Deep Work) le han puesto por título una sola palabra, admonitoria, que casi resulta en un imperativo: Céntrate. Sí, céntrate, concéntrate, trabaja en profundidad.

Con prosa alada y gran libertad en el uso de sus fuentes, el surcoreano Byung-Chul Han, radicado en Berlín, ha multiplicado en sus ensayos los análisis de nuestra condición contemporánea. Fiado de su propia experiencia, además de sus argumentos, invita a una vida nutrida de contemplación, de tal manera que podamos recuperar nuestro sentido de realidad, tan alterado por las mediaciones tecnológicas. Pudo decir así que la crisis de la religión, tan obvia en el secularizado Occidente de nuestros días, “es una crisis de atención”.

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¿Qué es, entonces, lo que está en juego y por qué no debemos tomarlo a la ligera? No deja de ser un riesgo constante en esta sociedad de consumo y de la información que aun las advertencias y prescripciones curativas se hagan parte de la enfermedad. Como ha podido decirse, acaso en broma: escribió un libro denunciando la sociedad de consumo y la manipulación mediática… ¡y se transformó en el bestseller del año!

Para evitarlo, hemos de recoger lo sustantivo de sus mensajes terapéuticos y, para ello, volver al fenómeno mismo de la atención: ¿qué es atender?

El arquetipo del niño nos da una primera indicación fundamental. Con la conciencia que despierta en él, el niño recibe el maravilloso don de la realidad. Todo le interesa, todo ha de ser explorado. Todo lo absorbe y cautiva de tal manera que, inmerso en sus contemplaciones -como descubrió María Montessori-, puede estar tranquilo y luego sonreír con mucho encanto. Recibe también, sin duda, el amor de su madre, no como algo externo sino como lo que lo afirma y confirma en el valor de su ser.

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Atender entonces, bien lo saben los psicólogos, depende del interés que suscita en nosotros lo presente a la conciencia. Es por eso lugar común, al hablar de lo divulgado por los medios de comunicación, que noticia es lo que se sale de lo ordinario. No en vano la frecuentación cotidiana de los informativos se suele saldar por una reiterada actitud pesimista acerca de lo mal que anda el mundo.

Al hablar de ‘interés’ o de aquello que nos llama la atención, hablamos del corazón de la persona, de sus afectos. Por eso, cuando hay una crisis de atención, con esa dispersión que impide fijarse en algo con detenimiento o centrarse en la tarea por realizar, hay una verdadera pérdida de unidad en la persona. Al cabo, no sabe bien adónde va ni qué quiere. Es movida, llevada, casi a rastras, por lo que le ofrecen sin cesar para ocupar su conciencia.

No es extraño así que se quiera buscar remedio en el mindfulness o en alguna forma de meditación inspirada en las prácticas orientales. Tampoco sorprende que se renueve el prestigio de Epicteto, de Marco Aurelio o de Séneca, maestros estoicos que ayudan a separar el grano de la paja en las infinitas solicitaciones cotidianas a nuestra actividad.

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Pero volvamos al corazón.

Al atender hacemos entrega de nuestro tiempo, lo cual ya sería mucho decir. En ello, sin embargo, hay más: hay una entrega de nuestra disposición, de nuestra actitud. El interés, la simpatía, la comprensión quizá. En otras palabras, una entrega del yo, que se hace a un lado para que podamos ver el rostro de la otra persona o aquel pequeño prodigio de la Naturaleza que, como a un niño, es capaz de fascinarnos.

Por eso, los personajes que visita en sus asteroides el Principito -en viaje para descubrir el mundo y su propia interioridad-, son incapaces de recibirlo. Para ellos, como saben los innumerables lectores del libro de Saint-Exupéry, todo está precodificado por lo que rige y estructura su yo: ser rey, o vanidoso, u hombre de negocios… Quien llega a verlos, por tanto, no es alguien sino algo, etiquetado de la manera correspondiente a lo que determina aquel pequeño mundo cerrado: un súbdito, un admirador, un estorbo.

La plena atención a lo real o a la tarea entre manos será pues fruto de algo muy olvidado: una gran pureza de corazón.

Así, Tomás de Aquino, de proverbial capacidad de concentración, tan absorto en lo que se esforzaba por comprender, aun en un banquete del rey de Francia, que llegó al punto de dar un puñetazo a la mesa cuando vio claro su argumento. O Gilbert Keith Chesterton, con esa increíble capacidad de escribir, que podía ejercer en el último momento y con buen éxito, en un coche, en un ruidoso pub o en la misma calle. Ambos eran personas de gran pureza de corazón (y no solo de voluminoso tamaño).

De Tomás de Aquino pudo decir quien lo atendió en su lecho de muerte: he confesado a un niño. Chesterton, polemista insigne, fue siempre admirado y querido por sus propios adversarios, que encontraban en él -aparte de su acerada argumentación- candor y simpatía. Fue también muy querido por los niños que se le acercaban, a quien sabía entretener con mil ocurrencias.

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La falta de atención o, peor, su verse usurpada por los artífices de la realidad segunda en la que pasamos ahora mucho de nuestro tiempo, si no la mayor parte, no solo des-integra a la persona, que queda en manos de los manipuladores; no solo hace escaso, muy escaso, ese trabajo creativo, que repara las fuerzas del alma al tiempo que produce buenos frutos, sino que impide la honda experiencia de lo real.

Sentado en la arena, con su amigo el Aviador al lado, el Principito hablará de la hermosura del desierto donde algo resplandece en silencio. Juan de la Cruz, en su Cántico espiritual, nos dejó aquella estrofa donde tenemos la música callada/la soledad sonora. Pueden multiplicarse ampliamente los testimonios. ¿Privilegio de los poetas esa experiencia? Más bien, podemos decir con Chesterton, son los poetas quienes han sabido expresarla.

Se trata de una experiencia que ha sido -que puede ser- universal. El sentimiento (no la emoción, que no lo es) de presencia que nos colma, por sorpresa, ante la belleza del mundo: me ilumino de lo inmenso (Ungaretti).

Llamados a trascender, por nuestra naturaleza espiritual, ¿no seremos capaces de atender a quienes nos advierten de los peligros del divertissement, esa diversión continua que disgrega y trivializa nuestra vida?, ¿quiénes, por otra parte, nos invitan al recogimiento creativo, la empatía, la atención que no pretende apoderarse de la realidad, sino que la recibe como un don; en suma, a esa mirada contemplativa que revive en nosotros el maravilloso candor de la infancia?

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La opinión emitida en este espacio refleja únicamente la de su autor y no compromete la línea editorial de La Gran Aldea.
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